Las lágrimas le anegaron los ojos y para no echarse a llorar cogió un viejo tomo del respaldo de enfrente y empezó a leerlo. Fue hojeando tanto los evangelios como las epístolas sin distinguir una palabra por las lágrimas, que no podía contener. De pronto, algo de un intenso rojo iluminó su vista. Era una estampa con un corazón encarnado que señalaba una página entre las hojas del libro. La cogió y se la pasó a Ingmar.
Brita vio cómo él la cogía en su manaza y le echaba una mirada furtiva. Al poco yacía tirada en el suelo. «¿Qué será de nosotros? Oh, ¿qué será de nosotros?», se lamentó Brita sollozando sobre los salmos.
Tan pronto el sacerdote hubo bajado del púlpito, salieron de la iglesia. Ingmar enganchó los caballos a toda prisa y Brita le ayudó. Para cuando la bendición estuvo dada, los salmos entonados y los asistentes comenzaron a salir, ellos ya se habían marchado. Ambos estaban pensando lo mismo: quien ha cometido un crimen semejante no puede vivir entre seres humanos. Para ambos había sido como estar en la picota. «Ninguno de los dos podrá soportarlo», pensaban.
En medio de su desolación surgió ante los ojos de Brita el predio de los Ingmarsson y apenas reconoció la casa, tan luminosa se veía recién pintada de rojo. Recordó que siempre se había dicho que aquella casa se pintaría el año que Ingmar contrajera matrimonio. También era verdad que su boda se había aplazado porque él no quiso costear la pintura. Brita se dio cuenta de que esta vez él se había propuesto hacerlo todo como era debido; pero que luego sus propósitos se le habían hecho demasiado arduos.
Cuando el coche entró en el patio de la finca toda la servidumbre se encontraba sentada alrededor de la mesa almorzando.
– Ya tenemos al amo en casa -dijo uno de los gañanes mirando por la ventana.
Doña Märta apenas alzó sus soñolientos párpados al ponerse en pie.
– ¡Quedaos todos aquí dentro! -ordenó-. No hace falta que nadie se levante de la mesa.
La anciana caminaba a paso lento y la servidumbre, que la seguía con la mirada, tomó nota de que, a fin de resaltar su autoridad, el ama se había engalanado con pañoleta de seda sobre los hombros y pañuelo también de seda en la cabeza. Ya había alcanzado la puerta del zaguán cuando el caballo se detuvo.
Ingmar bajó de inmediato; sin embargo, Brita permaneció sentada. Él dio la vuelta hasta su lado y desabrochó la manta de viaje.
– ¿No vas a bajar?
– No, no voy a hacerlo. -Brita se había puesto a llorar y se tapaba el rostro con las manos-. Nunca debería haber vuelto -dijo ella entre sollozos.
– ¡Va, baja ya! -ordenó Ingmar.
– ¡Deja que me marche a la ciudad! Yo no te merezco.
Ingmar pensó que en eso tal vez tuviera razón. No dijo nada pero se quedó esperando con la manta en la mano.
– ¿Qué dice? -preguntó doña Märta desde la puerta del zaguán.
– Dice que no se merece pertenecer a nuestra familia -respondió Ingmar, ya que a Brita no se la entendía debido al llanto.
– ¿Y por qué llora? -preguntó la anciana.
– Porque soy una miserable pecadora -dijo Brita presionando las manos contra su corazón, intuyendo que se le iba a romper de dolor.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó de nuevo la vieja.
– Que llora porque es una miserable pecadora -aclaró Ingmar.
Al oír que Ingmar repetía sus palabras en un tono frío e indiferente, toda la verdad le cayó encima. No, nunca se habría quedado ahí tieso repitiéndole a su madre sus palabras si él la quisiera, si él sintiese el menor afecto por ella. Ya no cabía la menor duda. Por fin tenía claro lo que necesitaba saber.
– ¿Por qué no baja? -preguntó doña Märta.
Brita se aguantó las lágrimas y contestó en voz alta:
– Pues porque no quiero provocar que Ingmar caiga en desgracia.
– Opino que tiene razón -dijo la anciana-. ¡Déjala ir, Ingmar, hijo! Quiero que sepas que de lo contrario la que se irá seré yo. No dormiré una sola noche bajo el mismo techo que ésa.
– ¡Por el amor de Dios, vámonos! -gimió Brita.
Ingmar soltó una maldición, le dio la vuelta al caballo y subió al carro de un brinco. Estaba harto de todo y se le habían acabado las ganas de luchar.
Cuando hubieron alcanzado la carretera, se cruzaron una y otra vez con gente que venía de misa. A Ingmar eso le molestaba y, sin previo aviso, se desvió por una senda del bosque que antiguamente había sido carretera comarcal. Era pedregosa con muchos baches pero perfectamente transitable para carruajes de un solo tiro.
Justo cuando la enfilaba, oyó que lo llamaban. Miró a los lados. Era el cartero, que quería entregarle una carta. Ingmar la tomó, se la metió en el bolsillo y arrancó hacia el bosque.
Tan pronto hubo llevado el carro suficientemente lejos para que nadie los viera desde la carretera, detuvo el coche y sacó el sobre. Brita puso su mano en el brazo de él.
– ¡No la leas! -exclamó.
– ¿Que no la lea?
– No, no vale la pena.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Esa carta es mía.
– En ese caso, tú misma me dirás lo que pone.
– No, no puedo.
Él la miró. Brita tenía las mejillas encendidas por el rubor y los ojos reflejaban ansiedad.
– Pues me parece que la voy a leer de todos modos -dijo Ingmar. Y empezó a rasgar el sobre.
Ella intentó arrebatárselo. Él la paró y consiguió sacar la carta de su envoltorio.
– Ay, Dios mío -gimió ella-, ¡no se me perdona nada! Ingmar -le imploró-, léela dentro de unos días, ¡cuando me haya ido!
Él ya la tenía desdoblada y la estaba ojeando. Ella la cubrió con una mano.
– Escúchame, Ingmar, fue el capellán de la prisión quien me hizo escribir esa carta, y luego me prometió que se la quedaría y te la enviaría cuando yo estuviera embarcada en el vapor. Ahora resulta que la ha mandado demasiado pronto. No tienes derecho a leerla todavía. ¡Por favor, Ingmar, deja que me vaya antes de leerla!
Él le dirigió una mirada llena de ira, saltó del carro para que le dejara en paz y se dispuso a leer. Ella estaba en un estado de exaltación semejante al que hubiera podido tener antiguamente cuando no conseguía salirse con la suya.
– Todo lo que pone ahí no es verdad. El capellán me convenció de que lo escribiera. ¡No te quiero, Ingmar!
Él apartó la vista del papel y la miró con los ojos muy abiertos, sorprendido. Entonces ella se calló y la humildad que había aprendido a sentir en la cárcel apareció nuevamente en su interior y la contuvo. Lo cierto era que la ignominia que sufría no sobrepasaba el tamaño de su culpa.
Ingmar se debatía con la carta. De pronto la estrujó con impaciencia mientras de su garganta salía un sonido semejante a un estertor.
– No entiendo nada -dijo pateando el suelo-. Se me nubla la vista. -Se acercó a Brita y la agarró con fuerza del brazo-. ¿Es verdad que pone que me quieres? -Su desconcierto tenía un tono brutal y la expresión de su rostro era terrible. Brita calló-. ¿Pone en la carta que me quieres? -repitió él y esta vez parecía exasperado.
– Sí -dijo ella con un hilo de voz.
Él le sacudió el brazo y luego lo soltó.
– ¡Mientes! -exclamó-. ¡Cómo mientes! -Ingmar sonreía de una forma tan grotesca que se le desfiguraban los rasgos.
– Dios sabe -proclamó ella con tono solemne- que cada día he rezado para poder verte antes de partir.
– Partir ¿adónde?
– Pues imagino que a América.
– Y un cuerno te vas a ir tú a América.
Ingmar estaba fuera de sí. Dando trompicones se adentró en el bosque y allí se echó al suelo; ahora quien lloraba era él. Brita le siguió y se sentó a su lado. Estaba tan contenta que no sabía cómo dominarse para no echarse a reír a carcajadas.