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Pero no llevaba allí muchos minutos cuando se olvidó por completo de dónde estaba y se ensimismó de nuevo en la cuestión que le absorbía noche y día. «Si supiera cómo conseguir que Gertrud abandone la colonia -pensó-; pero me parece que es completamente imposible.»

Ingmar había acabado por tener claro que no iba a consentir que Gertrud permaneciera en Jerusalén; para que él recuperara su paz de espíritu debía llevarla de vuelta a casa. «¡Ojalá la tuviera ya a resguardo en la querida escuela! -pensó-. ¡Ojalá la hubiera sacado ya de este terrible país, donde hay tantas personas crueles, tantas enfermedades peligrosas y tantas ideas y fanatismos extraños! Lo único que me importa es llevarla a Dalecarlia; no voy a detenerme a pensar en si la quiero, o en si ella me quiere; sólo voy a procurar devolvérsela a sus ancianos padres.

»La verdad es que la situación en la colonia ha empeorado mucho desde que llegué. Los tiempos son muy duros y eso ya es excusa suficiente para llevármela a casa. No entiendo por qué los colonos se han vuelto tan pobres de repente, da la impresión de que están sin un céntimo. No se atreven a pedir dinero para un abrigo nuevo o un vestido, nadie osa comprar una naranja en el mercado y no me sorprendería que para ahorrar no comieran lo suficiente.»

Últimamente, Ingmar tenía la impresión de que Gertrud empezaba a enamorarse de Gabriel e imaginaba que bastaría con que estuvieran en Suecia para que ella se casara con él. Ingmar no podía concebir una dicha mayor. «Sé perfectamente que nunca podré volver con Barbro -pensaba-, pero me contentaría con no tener que casarme con otra mujer y poder vivir solo el resto de mi vida.» Pero apartaba con brusquedad esos pensamientos, increpándose severamente. «¡No tienes que pensar ni en esto, ni en aquello, ni en lo de más allá, y sobre todo no te hagas ilusiones, tú sólo dedícate a pensar un plan para llevar a Gertrud a casa!»

Mientras Ingmar se encontraba sumido en sus cavilaciones, vio que uno de los colonos gordonistas salía del consulado americano en compañía del propio cónsul. Ingmar se extrañó. Estaba suficientemente informado sobre los asuntos de la colonia para saber que el cónsul no cejaba nunca en su empeño de infligir a la colonia el mayor daño posible. Entre él y los miembros de la colonia existía una profunda enemistad.

El hombre que había ido a visitar al cónsul era un ruso llamado Godokin que, antes de unirse a los gordonistas, había vivido varios años en Estados Unidos. Cuando salieron a la calle el cónsul se despidió:

– ¿Así que vas a intentar resolver el asunto mañana? -preguntó el cónsul.

– Sí -respondió el ruso-, tengo que zanjar el asunto mientras la señora Gordon está fuera.

– No te desanimes -dijo el cónsul-. Pase lo que pase yo te cubriré las espaldas.

Justo en ese instante, el cónsul vio a Ingmar.

– ¿Ése de ahí no es uno de ellos? -preguntó en voz baja.

Godokin se giró espantado pero se tranquilizó al reconocer a Ingmar.

– Es ese que todo el día está en Babia -dijo sin preocuparse en hablar con más discreción-. No lleva mucho tiempo en la colonia; no creo que entienda inglés.

Con lo cual, el cónsul también se tranquilizó; y al despedirse de Godokin, dijo:

– Si llevas tu cometido a buen puerto espero que, finalmente, podamos deshacernos de toda esa chusma.

– Sí -dijo Godokin, aunque ahora parecía menos seguro.

El ruso se quedó un momento observando cómo el cónsul se alejaba y a Ingmar le dio la impresión de que su rostro tenía el color de la ceniza y de que todo él temblaba. Finalmente también él se fue. Ingmar se sintió muy inquieto por lo que acababa de escuchar.

«Tiene razón en que no entiendo el inglés demasiado bien -pensó-, pero lo que está claro es que ese tipo tiene la intención de montar algún escándalo en la colonia hoy mismo, aprovechando que la señora Gordon está en Jafa. Me gustaría saber qué trama. El cónsul ponía tal cara de contento que era como si los colonos ya hubieran caído en desgracia. Quizás el ruso lleve meses descontento con el funcionamiento de la colonia. He oído decir que era uno de los más entusiastas cuando llegó; pero que últimamente se ha enfriado. Quién sabe si tal vez ama a alguien y no puede llevársela de aquí de otro modo que disolviendo la colonia, y entonces, claro, se le ha ocurrido que la colonia no podrá sobrevivir a la pobreza que se ha instalado en ella, y que cuanto antes se desintegre mejor. Sí, bien mirado, yo diría que es la pobreza la que ha enfriado sus ánimos. Hace tiempo que, por lo bajo, se dedica a fomentar el descontento entre los colonos. Un día oí que se quejaba de que la señorita Young iba mejor vestida que las otras jóvenes; y en otra ocasión le oí afirmar que en la mesa de la señora Gordon se servía mejor comida que en el resto. ¿Qué debo hacer? -se preguntó Ingmar y dio un paso al frente-. Ese tipo es peligroso. Debería darme prisa y advertirles de lo que he oído.»

Pero, al minuto siguiente, volvía a ocupar el lugar de antes junto a la puerta de Jafa. «Tú, Ingmar, deberías ser el último en ir a contarles una cosa así a los gordonistas -pensó-. Si dejas que el ruso se salga con la suya lo tendrás muy fácil. ¿No te devanabas los sesos hace un rato para conseguir que Gertrud abandone la colonia? Ahora esto se producirá por sí solo. Es evidente que tanto el cónsul como Godokin se referían a que pronto no quedarían gordonistas en Jerusalén. ¡Ojalá se disuelva la colonia! De ser así, Gertrud se alegrará de volver a Suecia.»

En el mismo instante en que Ingmar pensó en volver a casa, le invadió la nostalgia. «La verdad es que, cuando pienso que ahora en abril debería estar labrando mis campos, comienzo a sentir tirones en los brazos y los dedos me duelen de las ganas que tienen de agarrar unas riendas. No concibo que los suecos que hay aquí hayan podido resistir sin trabajar la tierra y el bosque durante tanto tiempo. Además, creo que si un hombre como Tims Halvor hubiera tenido una carbonera que vigilar, o un campo que labrar, hoy estaría vivo.»

La impaciencia y el anhelo le impidieron permanecer parado por más tiempo. Cruzó la puerta y siguió adelante por el camino que recorre el valle de Hinnom. Sin cesar, y con mayor determinación cada vez, se repetía que si estuvieran en Suecia Gertrud se casaría con Gabriel y él, Ingmar, podría seguir su vida solo. «Tal vez, Karin querría volver y convertirse de nuevo en ama de Ingmarsgården -pensó-. Sería lo más apropiado y entonces hasta podría darse el caso de que su hijo heredara la finca. Si Barbro se trasladara al pueblo de su padre, como no está demasiado lejos, podría verla de vez en cuando -se dijo, y prosiguió fraguando planes-: Me llegaría hasta su iglesia cada domingo, y a veces nos encontraríamos en alguna boda o funeral, y entonces podría sentarme a su lado durante el banquete y hablar con ella. Aunque hayamos tenido que divorciarnos, no somos enemigos.»

En un momento dado, Ingmar llegó a plantearse si sería ilícito, por su parte, alegrarse de la desintegración de la colonia. Pero se defendió con pasión ante sí mismo. «Es imposible vivir tanto tiempo entre los colonos sin darse cuenta de que son excelentes personas -pensó-, pero aun así nadie puede querer que esto continúe. ¡Recuerda cuántos de ellos han muerto ya, y todas las persecuciones que han tenido que soportar y la pobreza extrema en la que viven ahora! Sí, a mi entender, y muy especialmente desde que son tan pobres, es deseable que la colonia se disuelva cuanto antes.»

Entretanto, Ingmar había rebasado el valle de Hinnom y continuado subiendo por el camino del monte de la Condena, en la cima del cual se extendían multitud de nuevos edificios palaciegos mezclados con las ruinas más antiguas. Ingmar había avanzado entre los edificios sin pensar dónde estaba; ora se detenía, ora seguía adelante, tal como se suele hacer bajo el influjo de una intensa actividad mental.

Finalmente se quedó de pie bajo un árbol. Permaneció allí un buen rato antes de fijarse en él. Era bastante alto y distinto del resto de árboles, puesto que sólo tenía ramas en un lado del tronco. Ninguna rama se elevaba hacia arriba sino que formaban una masa compacta y nudosa que señalaba recto hacia el oriente.