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– Si no me equivoco, antes de que caiga la noche habremos visto cosas más extraordinarias aún -dijo ella-, puesto que ahora tengo la certeza de que Dios nos ayuda.

La señora Gordon estaba ahora tranquila y de buen humor, y charlaba con Ingmar como si no existiera ninguna amenaza.

– Entretanto, ¿por qué no me explica usted, Ingmar Ingmarsson, si ha ocurrido algo en casa mientras he estado fuera?

Él recapacitó. Luego empezó a excusarse en que no sabía el idioma.

– No se preocupe, le entiendo muy bien -dijo ella-. Habla usted inglés casi igual de bien que el resto de sus compatriotas.

– En general, las cosas han ido tirando como siempre -admitió Ingmar finalmente.

– Pero seguro que algo habrá para contar.

– No sé si usted ha oído hablar del molino del pachá Baram.

– Pues no. ¿Qué ocurre con él? -preguntó la señora Gordon-. Ni siquiera sabía que el pachá Baram tuviese un molino.

– Pues sí. Recién nombrado gobernador de Jerusalén, el pachá pensó, por lo visto, que el pueblo necesitaba algo más que molinos manuales con los que moler el grano. Así que emprendió la tarea de construir un molino de vapor en uno de los grandes valles de los alrededores. De todos modos, no es extraño que usted no haya oído hablar de ese molino porque casi nunca ha funcionado. El pachá no ha dispuesto de la gente adecuada para llevarlo, y por lo general ha estado estropeado. Pues bien, hace un par de días nos llegó un recado de parte del pachá en que se nos preguntaba si algún gordonista podía ponerle en marcha el molino. Así que unos cuantos de nosotros fuimos allí y lo arreglamos.

– Eso es una buena noticia, me alegro de que hayamos podido hacerle un favor al pachá Baram.

– Quedó tan satisfecho que propuso que los gordonistas llevaran el molino permanentemente. Les ofreció el molino sin necesidad de pagar arriendo. «Mientras se encarguen de que el molino funcione -dijo-, pueden ustedes quedarse con todos los beneficios.»

Ella se giró para mirarlo.

– ¿Y bien? -dijo-, ¿qué contestaron a eso?

– No se lo pensaron dos veces, dijeron que de buena gana se encargarían de hacerlo funcionar, y que no cobrarían nada por su trabajo; ¿qué otra cosa podían decir?

– Dijeron lo correcto -respondió la señora Gordon.

– Pues no sé yo si era tan correcto, porque ahora el pachá no quiere dejarles el molino. No les entregará el molino si rehúsan cobrar por su trabajo. Dice que no se puede acostumbrar a la gente a obtener las cosas gratis. Dice que todos los que vendan harina o posean un molino, protestarían contra él ante el sultán.

La señora Gordon guardó silencio.

– Así que el asunto del molino quedó en nada -prosiguió Ingmar-. La colonia, por lo menos, habría ganado pan para su uso doméstico, y para el pueblo habría sido una bendición tener un molino que funcionase. Pero qué se le va a hacer.

La señora Gordon tampoco contestó a esto.

– ¿Ha ocurrido algo más? -dijo como invitando a Ingmar a cambiar de tema.

– Ah, sí, también tenemos el asunto de la señorita Young y la escuela. ¿No ha oído usted hablar de eso?

– No.

– Pues bien, el efendi Achmed, [56] que es el director de todas las escuelas musulmanas de Jerusalén, vino a vernos hace un par de días y dijo: «Hay una escuela musulmana para niñas aquí en Jerusalén, donde centenares de criaturas se reúnen diariamente sólo para chillar y pelearse. Cuando uno pasa por delante de esa escuela, el alboroto y la algarabía que se oyen superan el estruendo del Mediterráneo en el puerto de Jafa. Ignoro si las maestras saben leer y escribir; pero lo que sí sé es que no les enseñan nada a sus alumnas. Yo no puedo ir allí en persona y tampoco puedo enviar a un maestro que ponga orden porque nuestra religión nos prohíbe entrar en una escuela femenina. En estos momentos, sólo se me ocurre una solución para ayudar a la escuela», dijo el efendi Achmed, «y es que la señorita Young se encargue de todo. Sé que es una mujer instruida y que sabe árabe. Le concederé el sueldo que me pida, con tal que se haga cargo de esa escuela».

– ¿Y bien? -preguntó la señora Gordon-, ¿cómo acabó?

– Pues lo mismo que con el molino. La señorita Young dijo que estaba dispuesta a hacerse cargo de la escuela pero que no cobraría por su trabajo. El efendi le contestó: «Es mi costumbre remunerar a quienes trabajan para mí. Nunca he sido dado a aceptar dádivas de nadie.» Pero ella se mostró inflexible y el efendi se fue con las manos vacías. Estaba enojado y responsabilizó a la señorita Young de que tantas niñas pobres crecieran sin cuidados ni educación.

La señora Gordon guardó silencio un momento y luego dijo:

– Me doy cuenta de que usted, Ingmar Ingmarsson, está convencido de que hemos actuado mal en estos dos casos. Como siempre conviene escuchar la opinión de un hombre sensato, le pido tenga la amabilidad de contarme en qué otros temas discrepa usted de nuestro modo de vida.

Ingmar reflexionó largo rato. La señora Gordon era una persona de tanta dignidad que no resultaba fácil presentar objeciones.

– Bien -dijo al cabo-, pienso que no deberían ustedes vivir con tanta pobreza.

– ¿Cómo cree usted que podríamos evitarlo? -repuso ella esbozando una sonrisa.

Esta vez, Ingmar tardó aún más en contestar.

– Si permitiera que su gente aceptase trabajos remunerados no estarían ustedes en una situación tan precaria.

La señora Gordon contestó con brusquedad:

– Pienso que si he logrado dirigir esta colonia de manera que hemos vivido en amor y concordia durante dieciséis años, no puede venir un intruso como usted a proponer cambios.

– Ahora se enfada conmigo, cuando ha sido usted quien me ha preguntado mi opinión.

– Sé muy bien que su intención es buena -repuso ella-. Por otro lado, le diré que todavía tenemos mucho dinero, aunque últimamente alguien ha estado enviando informes falsos sobre nosotros a nuestros banqueros en América; ésa es la razón de que no nos hayan mandado dinero. De todas formas, ahora sé que nos llegará un día de éstos.

– Me alegro -dijo Ingmar-. Pero en mi patria decimos que es mejor fiarse del trabajo que haces que de tus ahorros.

Ella no dijo nada, e Ingmar comprendió que lo mejor era no seguir hablando del tema. Al cabo de un rato, la señora Gordon volvió a iniciar la conversación.

– Seguro que no era ésa la única objeción que tiene usted, Ingmar -dijo-. Habrá otras cosas que le disgusten.

Esta vez él se hizo de rogar mucho y ella tuvo que implorarle repetidamente antes de que se aviniera a decir lo que pensaba.

– Opino que no debería permitir que la gente hablara tan mal de ustedes -dijo al fin.

– ¿Y cómo cree usted que podríamos impedirlo? -repuso ella.

– ¿No cree que lo malo que se cuenta de la colonia se debe a que se las dan ustedes de santos? Si quisieran ser como los demás y dejar que la gente joven se casara, ya vería qué pronto acabarían las maledicencias.

Para asombro de Ingmar, la mujer se molestó menos por esta observación que por su propuesta de buscar trabajos remunerados.

– No es usted el primero que me lo dice. Pero si les pregunta a los colonos le dirán que quieren vivir una vida pura y sin tacha.

– Sí, es cierto -dijo Ingmar.

– Dios nos enviará una señal, si considera que hemos de cambiar algo al respecto -respondió la señora Gordon, y a partir de ahí la conversación murió.

Llegaron a la colonia temprano por la mañana, no más de las nueve. La última media hora, ella se había puesto nerviosa anticipando lo que se encontraría al llegar. Al ver la gran mansión nuevamente y notar que todo estaba en calma, dejó escapar un suspiro de alivio. Era como si hubiese temido que un espíritu forzudo, tan populares en los cuentos orientales, se hubiera cargado la colonia a la espalda y hubiera echado a volar. Al aproximarse a la casa oyeron himnos.

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[56] Efendi, al igual que pachá, son títulos honoríficos turcos, equivalentes a señor y gobernador, respectivamente. Desde 1516 Palestina formaba parte del Imperio otomano. (N. de la T.)