– Aquí todo parece en orden -comentó la señora Gordon cuando el coche se detuvo ante el portal-. Por lo que oigo, están celebrando las oraciones de la mañana.
Ella tenía su propia llave de una de las entradas y, para no interrumpir el oficio, abrió el portal. A Ingmar le costaba caminar, la rodilla se le había agarrotado. La señora Gordon le rodeó la cintura con un brazo y le ayudó a entrar en el patio. Él se sentó en un banco en cuanto pudo.
– Vaya a comprobar cómo anda todo en la colonia, señora Gordon -dijo.
– Antes voy a vendarle la rodilla -repuso ella-. Hay tiempo. Como oye, están con las oraciones de la mañana.
– No -replicó Ingmar-, esta vez tiene que hacerme caso. Vaya inmediatamente a comprobar si ha pasado algo.
Ingmar se quedó sentado viendo cómo la señora Gordon subía la escalinata hasta el vestíbulo abierto que precedía la sala de asambleas. Al abrir ella la puerta, Ingmar oyó que alguien hablaba en voz alta en el interior; pero el discurso se cortó en seco. Luego la puerta se cerró y se hizo el silencio.
Ingmar no llevaba ni cinco minutos esperando cuando la puerta de la sala de asambleas se abrió con brusquedad. A continuación aparecieron cuatro hombres que llevaban en brazos a un quinto. Bajaron las escaleras y atravesaron el atrio en silencio, pasando junto a Ingmar. Él se inclinó y pudo ver la cara del hombre que llevaban en brazos. Era Godokin.
– ¿Adónde le lleváis? -preguntó.
Los hombres se detuvieron.
– Lo vamos a bajar a nuestro depósito de cadáveres. Está muerto.
Ingmar se levantó horrorizado.
– ¿Cómo ha ocurrido?
– Nadie le ha puesto la mano encima -dijo Ljung Björn.
– ¿Cómo ha muerto? -insistió Ingmar.
– Cuando acabamos de rezar las oraciones, este Godokin se levantó y pidió la palabra. Dijo que quería comunicarnos algo que nos alegraría. Más no pudo decir, porque la puerta se abrió y entró la señora Gordon. Nada más verla, Godokin dejó de hablar y su rostro se volvió de un gris ceniciento. Primero se quedó quieto pero la señora Gordon empezó a avanzar por la sala y, a medida que se acercaba, él retrocedía con el brazo en alto como para protegerse la cara. Su reacción nos pareció tan extraña que nos pusimos en pie de golpe, y entonces Godokin pareció recobrar la razón. Apretó los puños y tomó una bocanada de aire, como alguien que se enfrenta a un indecible terror, y echó a andar hacia la señora Gordon. «¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?», le preguntó. Entonces ella, muy seria pero serena, le miró y dijo: «Dios me ha ayudado.» «Ya lo veo», replicó él con los ojos desorbitados por el pánico. «Ya veo quién la guía.» «Yo también veo quién te guía a ti», repuso ella, «es Satanás». Entonces fue como si no soportara la visión de la señora Gordon por más tiempo, porque volvió a retroceder, de espaldas y protegiéndose el rostro con un brazo. Y ella caminaba hacia él, señalándole con un dedo extendido pero sin llegar a rozarle siquiera. «Veo que Satanás está tras de ti», repitió, y esta vez sus palabras tronaron de un modo terrible. A todos los que estábamos allí, nos pareció ver a Satanás de pie tras él y extendimos los brazos señalando al que veíamos mientras clamábamos: «¡Satanás! ¡Satanás!» Pero Godokin se escabullía entre las filas y aunque ninguno se movió, él gemía escandalosamente, como si le estuviésemos disparando o asestando golpes. Agazapado, se escurrió hasta la puerta. Pero cuando quiso abrirla todos volvimos a gritar: «¡Satanás! ¡Satanás!» Y entonces vimos cómo cayó de bruces y allí se quedó tendido. Y cuando nos aproximamos y lo tocamos ya había muerto.
– Era un traidor -dijo Ingmar-, merecía su castigo.
– Sí -dijeron los otros-, se lo merecía.
– ¿Pero qué tenía pensado hacer contra nosotros? -preguntó uno.
– Eso no lo sabe nadie -dijo otro.
– Quería destruirnos.
– Sí, pero ¿cómo?
– Nadie lo sabe.
– No; supongo que nadie lo sabrá nunca.
– Es una suerte que haya muerto -dijo Ingmar.
– Sí, es una suerte que haya muerto.
Todo ese día los colonos estuvieron muy agitados. Nadie sabía cuáles habían sido las intenciones de Godokin contra ellos, ni si con su muerte habían conseguido eludir el peligro. Pasaron las horas cantando y rezando en la sala de asambleas. Era como si la sensación de que Dios había terciado en su favor los transportase fuera de este mundo.
Varias veces durante aquel día creyeron notar que grupos de gente, mayoritariamente peregrinos rusos, merodeaban por los descampados alrededor de la colonia y se dedicaban a observar la casa. Creyeron entonces que Godokin había planeado un ataque y que esa masa incontrolada se proponía expulsarlos de su casa. Sin embargo, los rusos desaparecieron y el día transcurrió sin incidentes.
Al anochecer, la señora Gordon fue a ver a Ingmar, que yacía en la cama con la rodilla vendada. Le agradeció efusivamente su ayuda y se mostró muy amable con él. Ingmar le preguntó si sabía ya en qué consistían las malévolas maquinaciones del cónsul y Godokin contra la colonia.
– Hemos empezado a esclarecer lo que urdían. Querían secuestrar a la señorita Hunt, mi mejor amiga, que ha formado parte de la colonia desde sus inicios. Ella tiene un hermano que nunca ha querido aceptar el hecho de que su hermana se haya unido a nosotros. Acaba de llegar para un último intento de persuadirla de que nos abandone. Él estuvo aquí y habló con ella, pero al no obtener más que negativas, planeó llevársela mediante una artimaña. Primero pidió ayuda a nuestro cónsul y luego sobornó a Godokin para que éste consiguiese atraerla fuera de la colonia, a algún lugar donde pudieran secuestrarla. Probablemente, si alguien se extrañaba de que la mantuvieran encerrada, tenían pensado argüir que estaba loca o algo por el estilo. Además, su hermano estaba convencido de que, con tal de lograr separarla de mí, ella no tardaría en escuchar sus ruegos y le seguiría voluntariamente.
Ingmar contestó que sonaba creíble pero que no entendía lo que el cónsul había insinuado al decir que esperaba verse libre de todos los colonos, si únicamente era cuestión de uno solo.
– Sabía lo que se decía, sin duda -contestó la señora Gordon-. La señorita Hunt es la única de nosotros que posee una gran fortuna. Últimamente, el hermano ha retenido su dinero y el resto de nosotros hemos tenido que echar mano de lo poco que nos queda. Hemos estado ahorrando el máximo posible, pero sabemos que pronto nos quedaremos sin medios. Hace pocos días, el banquero de la señorita Hunt, que ya no podía seguir reteniendo lo que era suyo por más tiempo, había transferido finalmente su dinero y creíamos que el peligro había pasado. Entonces fue cuando intentaron llevársela por la fuerza, a fin de dejarnos sin recursos. Con el tiempo, las cosas habrían seguido el camino que ellos deseaban, habríamos tenido que disolver la colonia, Ingmar.
– Ese Godokin era un auténtico traidor -masculló él.
– Hemos corrido un gran peligro -dijo ella muy seria-. Su plan consistía en que, de no poder llevarse a la señorita Hunt por las buenas, Godokin habría espoleado a sus compatriotas, los peregrinos rusos, contra nosotros diciéndoles que reteníamos a una mujer contra su voluntad, para que asaltasen la colonia y la liberasen. Algunos amigos de Godokin han venido preguntando por él y les hemos explicado cómo ha muerto. Y ellos han comprendido que Godokin ha recibido el castigo que merecía por querer traicionar a sus amigos. No nos harán ningún daño.
Ingmar felicitó a la señora Gordon.
– Tengo la firme impresión de que Dios quiere que esta colonia permanezca en Jerusalén -dijo.
– Ingmar Ingmarsson, sólo quería decirle que me haría muy feliz devolverle el favor que nos ha hecho. ¿No quiere decirme qué espera conseguir de su viaje a Jerusalén, a fin de que yo pueda ayudarle?