Ella sabía, efectivamente, lo que había traído a Ingmar a Jerusalén, y ningún otro día habría estado dispuesta a ayudarle a realizar semejantes deseos; pero en aquellos momentos no había nada más importante para ella que ayudar a aquel que les había salvado.
Tras oír el ofrecimiento, Ingmar bajó la vista y se tomó su tiempo.
– Primero tiene que prometerme que no se ofenderá por lo que le pida -dijo. Ella repuso que se mostraría razonable-. Bien, el asunto que me ha traído aquí va a llevar mucho tiempo y me resulta muy tedioso no tener un trabajo de la clase a la que estoy acostumbrado. -La señora Gordon lo comprendía-. Así pues, si usted quisiera hacerme un favor, sería magnífico que pudiera arreglar que yo me hiciera cargo del molino del pachá Baram. Ya sabe que yo no he renunciado a ganar dinero como el resto de ustedes, y ese trabajo me gustaría mucho.
La señora Gordon lo miró fijamente, pero los ojos de él estaban casi cerrados y su rostro carecía de toda expresión. Ella estaba sorprendida de que no hubiera pedido otra cosa; pero al mismo tiempo, se alegraba de ello.
– No sé por qué no habría de ayudarle con eso -dijo-. No hay nada incorrecto en ello. Además, a nosotros también nos conviene complacer los deseos del pachá Baram.
– Sí, ya sabía yo que me ayudaría -dijo Ingmar, y le dio las gracias.
Al despedirse, ambos se sentían muy satisfechos.
El combate de Ingmar
Ingmar se ha hecho cargo del molino del pachá Baram. Trabaja allí de molinero y ora un colono ora otro vienen a ayudarle con sus tareas.
Pero de toda la vida es sabido que los molinos son sitios muy llenos de duendes y otros embrujos, y los colonos no tardan en notar que nadie puede pasar una jornada dentro del molino del pachá Baram, oyendo el crujido de las piedras, sin quedar como hechizado.
Todos y cada uno de los que se sientan ahí y escuchan el rodar de las muelas acaban comprendiendo que lo que cantan es lo siguiente: «Molemos harina, ganamos dinero, somos útiles, pero ¿y tú?, ¿qué haces tú?, ¿qué haces tú?» Y quien lo oye siente despertar un incontenible deseo de ganarse el pan con el sudor de su frente. [57] Es una auténtica fiebre lo que le sobreviene mientras permanece allí sentado, escuchando las muelas del molino. Empieza a preguntarse para qué sirve él, de qué es capaz, si no podría hacer algo para apoyar económicamente a la colonia.
Los que han trabajado en el molino un par de días no hacen otra cosa que hablar de los valles cultivables que yacen estériles en el país, hablan de las montañas en que deberían plantarse extensos bosques, y de las viñas abandonadas que piden a gritos la presencia de vendimiadores.
Y cuando las piedras de molino llevan emitiendo su canto un par de semanas, llega un día en que los labriegos suecos arriendan una parcela de tierra en el llano de Sarón y empiezan a labrarla y sembrarla.
Poco después adquieren un par de extensas viñas en el monte de los Olivos.
Y al cabo de un poco más de tiempo, toman a su cargo la construcción de un canal de riego en uno de los valles.
Una vez que los suecos han comenzado, se les suman los americanos y los sirios de la colonia. Empiezan a trabajar en escuelas, consiguen una cámara y viajan por todo el país sacando fotografías que luego venden a los turistas; en un rincón de la colonia establecen un pequeño taller de orfebrería.
La señorita Young no tarda mucho en convertirse en la directora de la escuela del efendi Achmed, en la cual también consiguen trabajo jóvenes suecas que dan clases de costura y labores de punto a las niñas musulmanas.
A finales del verano, la colonia es un hervidero; los colonos son más laboriosos que las hormigas.
Y si uno se para a pensar, descubre que no ha ocurrido ninguna desgracia en todo el verano, nadie ha muerto desde que Ingmar se hizo cargo del molino.
Tampoco hay nadie a quien la maldad de Jerusalén haya vuelto loco de dolor. Todos están radiantes de satisfacción, aman su colonia más que nunca, hacen planes, planifican nuevas empresas. Sólo les faltaba esto para ser felices de verdad. Y ahora todos opinan que fue la divina providencia quien quiso que empezaran a ganarse el pan mediante su trabajo.
En septiembre, Ingmar le traspasa el molino a Ljung Björn y ya no sale a trabajar fuera de la colonia. Él y Gabriel van a construir una especie de cobertizo en los yermos descampados de los alrededores. Pero nadie sabe para qué servirá, a nadie se le permite ver cómo lo equipan, es un secreto. Cuando el cobertizo finalmente está listo, Ingmar y Gabriel viajan a Jafa y negocian trabajosamente con los colonos alemanes de la ciudad. Al cabo de dos días están de vuelta a lomos de dos magníficos caballos pardos.
Éstos son ahora propiedad de la colonia y cabe aquí decir que, si un sultán o un emperador hubiese llamado a la puerta declarando que quería unirse a su comunidad, no habría sido mejor recibido.
¡Ay Señor, cómo se cuelgan y descuelgan los niños de esos caballos, y qué orgulloso está el labriego que puede labrar la tierra con esos animales! Están mejor almohazados que ningún otro caballo de Oriente Medio y no pasa una noche sin que un campesino se acerque a la cuadra para asegurarse de que el pesebre está lleno.
Por la mañana, el que coloca los arreos a los caballos no puede evitar pensar: «No es tan duro vivir en este país; ahora siento que me va a gustar. ¡Qué lástima que Tims Halvor no pudiese participar de todo esto! Si hubiese podido trabajar con caballos así, no se habría muerto de pena.»
Érase una mañana de septiembre. Muy temprano, antes del alba, Ingmar y Gabriel salieron de la colonia. Iban rumbo al monte de los Olivos a trabajar en una de las viñas que los colonos habían arrendado.
Cabe decir que ambos casi nunca se avenían. No es que se hubiera declarado abiertamente una enemistad entre ellos, sencillamente nunca estaban de acuerdo en nada. Y ahora que iban a subir al monte de los Olivos empezaron a discutir sobre la ruta a seguir. Gabriel quería dar un largo rodeo por las colinas pues afirmaba que ese camino era más fácil en la oscuridad. Ingmar quería tomar un atajo por un camino más difícil que bajaba por el valle de Josafat y luego ascendía al monte en línea recta.
Después de discutirlo un rato, Ingmar propuso que fueran cada uno por su lado y así se vería quién llegaba primero. Gabriel aceptó y enfiló el camino que había propuesto, mientras Ingmar se iba por el otro.
Tan pronto Gabriel se hubo ido, a Ingmar le sobrevino la profunda nostalgia que siempre le embargaba en cuanto se encontraba solo. «¿No se apiadará de mí Nuestro Señor y me dejará regresar a casa? -se dijo-. ¿No me ayudará a llevarme a Gertrud de Jerusalén?»
– Es curioso que el motivo de mi viaje hasta aquí sea justamente en lo que menos avanzo -dijo a media voz mientras caminaba a oscuras cavilando-. No he podido acercarme ni un paso más a ella. En cambio, con todo lo otro me ha ido mejor de lo que cabía esperar. Francamente, creo que esta gente nunca se hubiera puesto a trabajar de no ser por mí.
«Ha sido bonito observar cómo las ansias de trabajar se han ido adueñando de ellos poco a poco -continuó pensando-. Sí, ha habido muchas cosas buenas e instructivas que ver aquí; pero es inevitable que añore mi tierra. Esta ciudad me da miedo, no puedo quitármelo de la cabeza, y hasta que pueda marcharme no dormiré tranquilo. A veces, incluso llego a pensar que moriré aquí y nunca volveré a ver a Barbro ni a Ingmarsgården.»
Pensando estas cosas, Ingmar había llegado al fondo del valle sin darse cuenta. Muy por encima de él, perfilándose contra el cielo nocturno, se cernía la muralla rematada de almenas de la ciudad, mientras que unas elevadas cúspides le aprisionaban por los cuatro costados.
«Después de todo, es un sitio horrible para atravesarlo de noche», pensó. Y entonces se percató de que debía pasar por delante de los cementerios musulmán y judío. Y al mismo tiempo recordó un suceso que acababa de tener lugar en Jerusalén. Cuando se lo contaron el día anterior no le había afectado más que otras cosas que se decían respecto a la Ciudad Santa; pero ahora, en la oscuridad nocturna, se le antojó espantoso y atroz.