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– Me he peleado con los profanadores de tumbas, y caí sobre uno de ellos. El tipo empuñaba un cuchillo que se me clavó de lleno en el ojo.

Gabriel se arrodilló y empezó a desatar las cuerdas que le ligaban las muñecas.

– Pero ¿cómo te peleaste con los profanadores de tumbas?

– Cuando pasaba por el valle los oí cavar.

– Y tú, al ver que desenterraban a la pobre judía también esta noche, no pudiste permanecer impasible.

– Sí -dijo Ingmar-, no podía.

– Muy noble de tu parte -dijo Gabriel.

– De eso nada, fue una estupidez; pero no pude evitarlo.

– Nos haces sombra a todos, Ingmar -repuso Gabriel, que se emocionaba fácilmente y apenas podía contener las lágrimas-. Por mucho que uno se resista, acaba queriéndote.

En el monte de los Olivos

Ingmar fue atendido por un oftalmólogo de la gran clínica inglesa donde se trataban las patologías oculares, el cual acudía diariamente a la colonia para cambiarle las vendas. El ojo herido cicatrizaba rápidamente y bien, e Ingmar pronto se sintió suficientemente recuperado como para levantarse de la cama.

Sin embargo, una mañana el médico constató que el ojo sano mostraba signos de enrojecimiento e hinchazón. Preocupado, prescribió un tratamiento de choque y a continuación le dijo a Ingmar que lo mejor que podía hacer era marcharse de Palestina cuanto antes.

– Me temo que le han contagiado el peligroso tracoma típico de Oriente. Haré cuanto esté en mi mano por usted, pero el ojo al final sucumbirá a la infección, puesto que el microbio se encuentra en al aire. Si no se marcha, en el plazo de dos semanas se quedará ciego -le advirtió sin rodeos.

La colonia quedó consternada por la noticia, no sólo los parientes de Ingmar sino también el resto de los colonos. Todos se decían que Ingmar había hecho una de las mejores acciones que quepa imaginar al inducirles a ganarse el pan con el sudor de su frente como la mayoría de las personas del mundo, y que un hombre así nunca debería abandonar la colonia. No obstante, todos eran de la opinión de que Ingmar debía partir. La señora Gordon decidió que uno de los hermanos le acompañara, ya que no estaba en condiciones de viajar solo.

Ingmar estuvo mucho tiempo escuchando los comentarios acerca de su supuesta partida y al final dijo:

– No es completamente seguro que me quede ciego si no me voy.

La señora Gordon le preguntó qué pretendía.

– Todavía no he terminado el asunto que me trajo aquí -repuso él.

– ¿Está diciendo que no quiere irse?

– Así es; sería muy duro para mí tener que volver solo a casa.

Entonces, el gran aprecio que la señora Gordon le tenía se demostró a las claras, ya que fue directamente a hablar con Gertrud para explicarle que Ingmar se negaba a partir, a pesar de que corría el riesgo de perder la visión si se quedaba.

– Supongo que sabes qué le impide partir -añadió.

– Sí, lo sé -contestó Gertrud.

Gertrud la miró dubitativa, pero la señora Gordon no dijo nada más. No podía exhortarla abiertamente a quebrantar las leyes vigentes en la colonia, pero Gertrud comprendió que cualquier cosa que hiciese por Ingmar le sería perdonada.

Durante todo el día no dejó de acercársele gente a Gertrud para hablarle de Ingmar. Nadie se atrevió a decirle directamente que debía acompañarle de vuelta a casa; sin embargo, los campesinos suecos se sentaban con ella y le explicaban la hazaña de aquel héroe que había luchado por la dignidad de la anciana judía en el valle de Josafat, y dijeron que ahora Ingmar había demostrado ser un noble vástago del venerable árbol familiar. «Sería una verdadera lástima que un hombre así quedara ciego», decían.

– Vi a Ingmar el día que se celebró la subasta en Ingmarsgården -le dijo Ljung Björn en una ocasión-, y te aseguro que si le hubieras visto ese día, nunca habrías podido enfadarte con él.

A su vez, Gertrud, tenía la impresión de que se debatía en uno de esos sueños en que uno quiere correr y sin embargo no da ni un paso. Quería ayudar a Ingmar pero no sabía cómo reunir las fuerzas para hacerlo. «¿Cómo voy a hacer eso por él si ya no lo quiero? -se debatía en su dilema-. ¿Y cómo voy a dejar de hacerlo sabiendo que si no lo hago se quedará ciego?»

Al anochecer, bajo el gran sicomoro que crecía a las puertas de la colonia, Gertrud seguía pensando en que debía seguir a Ingmar, pero que le faltaban fuerzas para tomar una decisión. Entonces Gabriel fue a reunirse con ella.

– Ocurre que una desgracia puede alegrarnos y un golpe de suerte llenarnos de tristeza -le dijo.

Gertrud se volvió hacia él y lo miró con ojos espantados. No dijo nada pero él comprendió lo que pensaba: «¿También tú andas tras de mí para acosarme?» Se mordió el labio y su cara se contrajo en un rictus de indecisión, pero al instante se sobrepuso y dijo lo que había venido a decir:

– Cuando existe una persona a la que amas más que a nada, siempre tienes miedo de perderla. Y el peor modo de perderla es descubriendo que su corazón es demasiado duro para conceder y perdonar.

Gabriel pronunció estas duras palabras muy dulcemente y Gertrud, en vez de enojarse, se echó a llorar. Recordó el sueño en que le pinchaba los ojos a Ingmar. «Ahora resulta que aquel sueño se ha cumplido y que mi corazón es tan duro y vengativo como lo era en la pesadilla -pensó-. Seguramente, Ingmar perderá la vista por mi culpa.» Una profunda tristeza la invadió, pero aun así el sentimiento de impotencia que la dominaba no cedió un ápice. Cuando llegó la noche y se fue a acostar, todavía no había tomado una decisión.

Por la mañana se levantó muy temprano y salió rumbo al monte de los Olivos. No había vuelto a subir allí desde el día en que vio al derviche; pero pensó que necesitaba ir para poder pensar a solas sobre la decisión que debía tomar. Durante todo el camino luchó contra la indecisión que la atenazaba. Sabía lo que debía hacer; pero su voluntad estaba anulada y era incapaz de sobreponerse. Recordó la ocasión en que había visto una golondrina caída que golpeaba el suelo con las alas, sin conseguir el impulso suficiente para levantar el vuelo. Así se sentía ella, no hacía más que agitar sus alas sin moverse.

Cuando hubo alcanzado la cima del monte y llegó al lugar habitual en que solía esperar la salida del sol, descubrió que el derviche que tanto se parecía a Jesús estaba allí. Se hallaba sentado con las piernas cruzadas y sus grandes ojos observaban Jerusalén desde la altura. Ni por un segundo olvidó Gertrud que el hombre sólo era un pobre derviche cuyo único mérito consistía en que exigía de sus adeptos que danzaran con más frenesí que él. Sin embargo, al ver su rostro con oscuras ojeras y las huellas del dolor en las comisuras de la boca, un escalofrío le recorrió la espalda. Se quedó quieta observándole, con las manos entrelazadas.

No se hallaba en un sueño, no se había dejado transportar por una alucinación, sólo era ese gran parecido el que la incitaba a atribuir poderes divinos a aquella persona. De nuevo volvió a creer que bastaría con que él quisiera aparecer en público para demostrar que había llegado más allá de todas las ciencias. Creía que las olas y las tempestades obedecían su voz, creía que había vaciado el cáliz del sufrimiento hasta la última gota, creía que todos sus pensamientos iban dirigidos a algo desconocido que nadie más que él era capaz de indagar.

Comprendió que de haber estado enferma, el mero hecho de estar allí observándole la habría sanado. «No puede ser una persona corriente -pensó-. Siento que una dicha celestial desciende sobre mí tan sólo con verle.»

Llevaba largo rato junto al derviche sin que él diese señales de advertir su presencia, cuando súbitamente se giró hacia ella. Gertrud retrocedió ante aquellos ojos, como si no soportara su mirada. Él la observó con calma y en silencio durante todo un minuto, luego extendió su mano para que se la besara como solían hacer sus discípulos. Y Gertrud besó aquella mano con toda humildad. A continuación, él, amable pero serio, le hizo señas de que siguiera su camino y dejara de importunarle.