Gertrud, obediente, se alejó y descendió sin prisas la montaña. Se le antojaba que aquella manera de despedirse de ella estaba cargada de significado. Era como si le hubiese dicho: «Durante un tiempo tu corazón ha sido mío y me has servido, pero ahora te dejo libre. ¡Vive ahora en el mundo para tus prójimos!» Sin embargo, a medida que se acercaba a la colonia el dulce embrujo desaparecía. «Sé muy bien que no es Jesucristo. No creo en absoluto que sea Jesucristo», se decía. Pero la visión de aquel hombre había obrado una gran transformación en ella. Por el mero hecho de evocar ante sus ojos la imagen de Cristo, le parecía que cada piedra del paisaje repetía las sagradas enseñanzas que éste había impartido en aquella tierra, y que las flores proclamaban la delicia de andar por los caminos que había pisado él.
Cuando Gertrud llegó a la colonia fue derecha a ver a Ingmar.
– Ingmar, ahora sí me iré a casa contigo -le dijo.
El pecho de él se elevó un par de veces en profundas inhalaciones de gran alivio. Tomó las manos de Gertrud entre las suyas y las apretó.
– Dios acaba de mostrarse muy bondadoso conmigo -dijo.
«Volveremos a encontrarnos»
La colonia vivía un extraordinario ajetreo. Los labriegos de Dalecarlia tenían demasiado que hacer cada uno en su cuarto y no les quedaba tiempo para ocuparse de las tareas del campo y las viñas; por su parte, los niños suecos tenían permiso de la escuela para quedarse a trabajar en casa.
Se había decidido que Ingmar y Gertrud partirían al cabo de dos días y por tanto había que afanarse en preparar todo lo que se quisiera enviar con los que regresaban a casa. Ahora, quien quisiera, tenía la ocasión de enviar un pequeño recuerdo a sus ex compañeros de clase, o a viejos amigos que se habían mantenido fieles toda la vida. Era hora de sacar a la luz el cariño que todavía pudiera uno albergar por ese o aquel de quien se había distanciado, y a quien incluso le había negado el saludo durante los primeros y rígidos tiempos de la comunidad, y por los juiciosos mayores cuyos consejos fueron mal recibidos antes del éxodo. También era la ocasión para darles una pequeña alegría a los padres o a la novia que habían quedado atrás, así como al párroco de la vieja iglesia y al maestro de la escuela, que los había educado a todos.
Ljung Björn y Kolås Gunnar se pasaban el día con la pluma en sus rudos puños, escribiendo cartas a parientes y amigos, mientras Gabriel tallaba tacitas de madera de olivo y Karin Ingmarsdotter preparaba, en muchos paquetes distintos, fotografías del jardín de Getsemaní y la iglesia del Santo Sepulcro, de la espléndida mansión donde residían y la magnífica sala de asambleas.
Los niños, con gran esmero, hacían dibujos a la tinta sobre finas láminas de madera de olivo, tal como habían aprendido en la escuela americana, y montaban con cola marcos para fotografías que luego adornaban con toda suerte de semillas, granos y pepitas de Oriente.
Märta Ingmarsdotter recortó su tela de lino y se puso a bordar iniciales en toallas y servilletas destinadas a su cuñado y su cuñada. Y se sonreía pensando en que ahora los de casa verían que, a pesar de haber emigrado a Jerusalén, no había olvidado cómo tejer una buena tela.
Las dos hijas de Ingmar Ingmarsson que habían estado en América liaban redondeles de lino sobre tapas de botes de confitura de melocotón y albaricoque, en cuyo fondo escribían nombres de seres queridos que no podían recordar sin que los ojos se les humedeciesen.
La esposa de Israel Tomasson amasaba con el rodillo una pasta para galletas de jengibre mientras vigilaba un pastel que tenía en el horno. El pastel se lo comerían Ingmar y Gertrud durante el viaje, pero las galletas, que se conservaban muchísimo tiempo, eran para la vieja de la choza de Myckelsmyra, aquella que, sobria y arreglada, les había hecho los honores a la vera del camino el día de su partida, y para Eva Gunnarsdotter, que en su día perteneció a la comunidad.
A medida que los pequeños paquetes iban quedando listos, los llevaban al cuarto de Gertrud, quien los metía en un gran baúl. De no ser porque había nacido en la parroquia, Gertrud no habría podido encargarse de buscar el destinatario correcto de todo ese montón de cosas, ya que en algunos paquetes las direcciones eran de lo más raras. Tuvo que darle muchas vueltas antes de deducir dónde podría encontrar a «Frans que vivía en la encrucijada», o a «Lisa, hermana de Per Larsson», o «Eric, que hace dos años servía en casa del juez del distrito».
Gunnar, el hijo de Ljung Björn, fue quien preparó el paquete más grande, para «Karin, la que se sentaba a mi lado en la escuela y vivía en el bosque de abetos». Gunnar había olvidado por completo el patronímico de Karin; sin embargo, le había confeccionado un par de zapatos de charol con tacones altos y torneados. No le cabía duda de que era el mejor par de zapatos que jamás se hiciera en la colonia.
– ¡Y dile de mi parte que venga aquí conmigo, tal como acordamos cuando me fui! -dijo al confiarle el paquete a Gertrud.
En cambio, los más notables entre los labriegos, fueron a ver a Ingmar y le entregaron cartas y le confiaron importantes cometidos.
– Ve a ver al párroco y al asesor del juez y al maestro -le dijeron para acabar-, y cuéntales cómo tú, con tus propios ojos, has visto que vivimos bien, en una casa de verdad y no en chozas de barro; y que tenemos trabajo y no nos falta comida, y que llevamos una vida decente.
Desde el momento en que Gabriel encontró a Ingmar en el valle de Josafat, su antigua amistad cobró nueva vida. Tan pronto Gabriel disponía de un momento libre se iba a ver a Ingmar, que debido a su estado dormía solo en una habitación para huéspedes. En cambio, el día en que Gertrud bajó del monte de los Olivos y prometió seguir a Ingmar a Dalecarlia, Gabriel no se presentó en el cuarto del enfermo. Ingmar preguntó varias veces por su amigo pero nadie supo dar con él.
A medida que el día avanzaba, Ingmar se fue inquietando más y más. En un primer instante, cuando Gertrud le anunció que le seguiría, le había embargado un sentimiento de paz y felicidad. Sólo sentía gratitud por poder llevarse a Gertrud de aquel peligroso país donde ella había ido a parar por culpa suya. Pero, aunque ciertamente seguía alegrándose por ello, la añoranza por su mujer aumentaba minuto a minuto. Lo que se había propuesto se le antojaba irrealizable. A veces le embargaba un enorme deseo de contarle toda su historia a Gertrud; pero tras reconsiderarlo a fondo, no se atrevía. En primer lugar, apenas supiera ella que él no la quería se negaría a regresar con él a Suecia. Luego, él no sabía a quién quería Gertrud, si a él o a otro. En ocasiones había creído que se trataba de Gabriel, pero últimamente se veía obligado a reconocer que durante todo el tiempo que Gertrud había vivido en la colonia sólo había amado a aquel a quien había estado esperando en el monte de los Olivos. Y ahora que Gertrud volvía al mundo, tal vez su antiguo amor por Ingmar renaciera en ella. Y si esto ocurría, lo mejor sería que él la desposara y procurase hacerla feliz en lugar de pasarse la vida anhelando a la mujer que nunca más podría ser suya.
Sin embargo, aunque procuraba conformarse de este modo, aquel doloroso sentimiento se hacía más intenso por momentos. Sentado allí con los ojos vendados veía continuamente el rostro de su mujer. «Sin duda algo muy fuerte nos une -pensaba-. Nadie más que ella ejerce poder sobre mí. Sé lo que me impulsó a acometer esta empresa. Fue para ser como mi padre; del mismo modo que él trajo a mi madre a casa a la salida de la cárcel, había pensado yo traer a Gertrud tras llevármela de Jerusalén. Pero ahora me doy cuenta de que no puede irme igual a mí que a padre. Tengo todas las de perder porque mi corazón no es tan fiel como el suyo.»