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Al caer el día vino Gabriel, por fin, a visitarlo. Se quedó junto a la puerta como si tuviera la intención de marcharse enseguida.

– Dicen que has preguntado por mí -dijo.

– Sí -respondió Ingmar-. Es que me marcho.

– Sí, ya sé que está todo arreglado.

La venda cubría los ojos de Ingmar. Giró la cabeza en la dirección en que se hallaba Gabriel, como si pudiera verle.

– Parece que tienes prisa -dijo.

– Tengo bastante que hacer -repuso Gabriel, dispuesto a marcharse.

– Hay algo que quería preguntarte.

Gabriel se detuvo.

– He pensado que tal vez no te importaría hacer un viaje a Suecia de un mes o dos -continuó Ingmar-. Creo que tu padre se alegraría mucho de verte.

– No sé cómo se te ha podido ocurrir semejante idea.

– Si te apeteciera acompañarnos yo costearía los gastos del viaje.

– ¿De verdad? -dijo Gabriel.

– Sí. He pensado que me gustaría darle al bueno de Hök Matts la alegría de verte de nuevo antes de que muera.

– Por lo visto, pretendes llevarte toda la colonia -comentó Gabriel con ironía.

Ingmar se quedó sin habla. Convencer a Gabriel de que los acompañara a Suecia había sido su última esperanza. «Creo que Gertrud acabaría queriéndole si él viniese con nosotros -había pensado-. Comparten una misma fe y se han acostumbrado a estar juntos aquí en la colonia. Además, el hecho de que él la ame debería contribuir lo suyo.» Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvió a renovar sus esperanzas. «Tal vez la culpa sea mía, se lo he pedido mal», pensó.

– Bueno -dijo-, para serte franco te diré que te lo pido sobre todo por mí.

Gabriel no respondió. Así que Ingmar continuó:

– No logro hacerme a la idea de cómo nos irá a Gertrud y a mí en este viaje tan penoso. Si tengo que hacerlo en mi actual estado, con los ojos vendados, me resultará muy difícil arreglármelas con los pequeños botes de remos que le llevan a uno a los vapores. Y tampoco me será fácil trepar por escalas y cosas por el estilo. Nos resulta casi imprescindible un acompañante.

– En eso seguramente tienes razón -dijo Gabriel.

– Gertrud tampoco sabrá comprar los pasajes.

– Estoy de acuerdo en que deberías llevar a alguien contigo -asintió Gabriel.

– Me alegra que lo comprendas.

– Deberías proponérselo a Hellgum. Él es el que está más acostumbrado a viajar de todos nosotros.

Ingmar volvió a callar. Cuando habló de nuevo, se sentía muy abatido.

– Había esperado convencerte de que vinieras.

– No, de mí no lo esperes -dijo Gabriel-. Yo soy muy feliz aquí en la colonia. Puedes conseguir que cualquiera de los otros colonos te acompañen.

– No es lo mismo llevarse a uno que a otro. Te conozco mucho más a ti que a los demás.

– Sí, pero yo no puedo ir -dijo Gabriel.

Ingmar se inquietaba cada vez más.

– Me decepcionas. Pensaba que lo que dijiste acerca de que querías ser mi amigo significaba algo.

– Te agradezco el ofrecimiento pero no me harás cambiar de opinión -replicó Gabriel-. Y ahora debo ir a ocuparme de mis asuntos.

Y se apresuró a marcharse sin darle a Ingmar tiempo para añadir ni una palabra.

Nadie hubiera dicho que Gabriel tuviera tanta prisa como afirmaba, pues salió por el portón con parsimonia y se sentó bajo el gran sicomoro. Ya había anochecido y no quedaba ni rastro de claridad diurna; pero las estrellas y una pequeña y penetrante luna nueva daban a la noche una bella luminosidad.

No llevaba allí ni cinco minutos cuando el portón se abrió lentamente y apareció Gertrud. Se quedó escrutando alrededor unos instantes hasta que descubrió a Gabriel.

– ¿Eres tú, Gabriel? -dijo, y fue a sentarse a su lado-. Ya me imaginaba que te encontraría aquí fuera.

– Sí, aquí hemos estado sentados muchas tardes -dijo él.

– Es verdad, pero supongo que ésta será la última.

– Supongo que sí.

Gabriel estaba muy tieso y estirado, y su voz sonaba fría y dura, de modo que cualquiera creería que el tema de conversación le resultaba indiferente.

– Ingmar me ha contado que tenía intención de pedirte que nos acompañaras durante el viaje.

– Sí, me lo ha pedido -dijo él-, pero yo he respondido que no.

– Ya me imaginaba que no querrías venir.

Luego guardaron silencio largo rato, como si no tuvieran nada que decirse; sin embargo, Gertrud no hacía más que volverse hacia Gabriel y observarlo. Él, por su parte, tenía la cabeza levemente inclinada hacia arriba y los ojos en el firmamento.

Cuando el silencio duraba ya mucho, Gabriel, sin bajar la mirada de las estrellas o hacer el menor gesto, dijo:

– ¿No te enfriarás sentada aquí fuera tanto rato?

– ¿Quieres que me vaya?

Él negó con la cabeza y dijo:

– Me gusta que estés aquí.

– He venido aquí esta noche -dijo ella- porque no sabía si podríamos volver a vernos a solas antes de mi marcha. Quería aprovechar para darte las gracias por todas las madrugadas que me has acompañado al monte de los Olivos.

– Eso sólo lo hice por mi propio deleite -repuso Gabriel.

– También quería agradecerte aquella vez que fuiste por el agua del pozo del Paraíso -continuó Gertrud con una leve sonrisa.

Pareció que Gabriel iba a contestar pero, en lugar de palabras, su garganta sólo emitió algo semejante a un sollozo. Esa noche había algo en él que conmovía infinitamente a Gertrud, que lo compadeció. «¡Si supiera qué decir para consolarle! ¡Si pudiera decirle algo que lo hiciera feliz en el futuro, cuando por las noches esté solo aquí bajo este árbol!» Pero al pensar esto le pareció que su propio corazón se encogía de pena y que todo su cuerpo iba sufriendo un extraño entumecimiento. «La verdad es que yo también lo echaré de menos. Hemos tenido mucho de qué hablar últimamente. Me he acostumbrado a verle radiante y alegre cada vez que nos encontramos, y me ha hecho bien tener a mi lado a alguien que siempre se ha sentido satisfecho conmigo con independencia de lo que yo hiciera.» Se quedó callada un rato, sintiendo cómo la añoranza crecía en ella como una enfermedad contraída de golpe. «¿Qué me sucede, qué es lo que me sucede? -pensó-. No puede ser que separarme de Gabriel me cause una pena tan amarga.»

De pronto, Gabriel empezó a hablar.

– Hay una cosa en la que pienso mucho -dijo.

– ¡Cuéntame qué es! -pidió Gertrud ansiosa. Le pareció que se sentiría menos triste si le oía hablar.

– Bueno, Ingmar me habló una vez del aserradero que tiene junto a su finca. Creo que su intención era que yo le acompañara a casa y lo arrendase.

– Se nota que Ingmar te ha tomado mucho aprecio -dijo ella-; no hay nada que él tenga en mayor estima que el aserradero.

– Llevo escuchando sus sonidos en mis oídos toda la tarde. Los bramidos del rabión, los chirridos del disco y los maderos que flotan en el río entrechocándose. No te imaginas cuán hermoso suena todo eso. Y también pienso en cómo sería trabajar para uno mismo, tener algo propio en lugar de compartirlo todo como aquí en la colonia.

– Vaya, así que era eso lo que estabas pensando -dijo Gertrud con frialdad, ya que de algún modo aquello la había decepcionado-. No hace falta que suspires más por esas cosas, sólo tienes que acompañar a Ingmar a Suecia y serán tuyas.

– No es sólo eso. Ingmar me ha contado que tiene un montón de troncos reservados para construir una cabaña junto al aserradero. Me dijo que ha marcado una parcela en una pendiente que da al rabión, donde hay dos grandes abedules. Y es esa cabaña lo que he estado viendo toda la tarde. La veo por dentro y por fuera. Veo las hojas frescas de abeto en el suelo delante de la entrada para limpiarse de barro los pies y veo arder el fuego en la cocina. Y cuando regreso a casa veo a alguien que me está esperando en el quicio de la puerta.

– Está refrescando, Gabriel -lo cortó Gertrud-. ¿No te parece que ya va siendo hora de entrar?