– ¡Ingmar, Ingmar hijo! -le dijo usando el sobrenombre por el que era conocido.
– ¡Con lo feo que dices que me encuentras!
– Sí, es verdad.
Ingmar apartó bruscamente la mano que le acariciaba.
– ¡Deja que te lo explique!
– ¡Eso, explícate!
– ¿Recuerdas lo que dijiste en el juzgado hace tres años?
– Sí.
– Que si yo cambiaba de talante te casarías conmigo. ¿Lo recuerdas?
– Sí, lo recuerdo.
– Pues fue después de eso que empecé a quererte. Nunca había imaginado que una persona pudiera decir algo así. Era sobrehumano que fueses capaz de decirme eso, después de todo lo que yo te había hecho. Cuando te miré entonces me pareciste más guapo que todos los demás, el más sensato de todos, y comprendí que sólo viviendo contigo sería feliz. Me enamoré totalmente de ti, y pensé que tú eras mío y que yo era tuya. Y primero di por sentado que vendrías a buscarme; pero después no me atreví a tener esperanzas.
Ingmar levantó la cabeza.
– ¿Por qué no me escribiste?
– Sí que te escribí.
– ¡Para pedirme que te perdonara! Para eso no valía la pena escribir.
– ¿Y qué querías que te escribiera?
– Sobre lo otro.
– ¿Y crees que podía atreverme a escribir sobre eso?
– Pues por poco no vengo.
– Pero, Ingmar, ¿debía atreverme a escribirte cartas de amor después de lo que te había hecho? El último día que estuve en la cárcel te escribí porque el capellán me dijo que tenía que hacerlo. Se quedó con mi carta y me prometió que te la haría llegar cuando yo estuviera en el barco. Pero como ves, se ha anticipado.
Ingmar le tomó la mano, la abrió, la extendió sobre el suelo y le dio un golpecito.
– Podría pegarte -dijo.
– Puedes hacer conmigo lo que quieras, Ingmar.
Él levantó los ojos hacia su rostro, al cual el sufrimiento había dotado de una nueva belleza. Luego se incorporó a medias y se le echó pesadamente encima.
– Ha faltado tan poco para que dejara que te fueras…
– Dudo que pudieras hacer otra cosa que venir a buscarme.
– Pues para que lo sepas, no te quería.
– No me extraña.
– Me alegré mucho cuando me dijeron que te ibas a América.
– Sí, mi padre me contó que estabas más que satisfecho.
– Viendo a mi madre no me sentía capaz de darle a alguien como tú por nuera.
– No, y no puedes hacerlo, Ingmar.
– He sufrido tantos disgustos por tu culpa…, nadie me respetaba por haber hecho que salieras tan bien parada.
– Creo que estás a punto de hacer lo que acabas de decir que harías -repuso Brita-: Vas a pegarme.
– Sí, nadie entenderá nunca lo enfadado que estoy contigo.
Ella no contestó.
– Cuando pienso lo mal que he pasado días y semanas enteras -empezó él a quejarse de nuevo.
– ¡Pero Ingmar!
– Bueno, no estoy enfadado por eso, sino porque tendría que haber dejado que te fueras.
– ¿No sentías ningún afecto por mí, Ingmar?
– Ninguno en absoluto.
– ¿En ningún momento?
– Ni un solo instante. Estaba harto de ti.
– ¿Cuándo volviste a sentir algo?
– Cuando recibí la carta.
– Me daba cuenta de que habías roto conmigo, por eso me avergonzaba tanto que supieras lo que yo sentía.
Él rió por lo bajo.
– ¿Qué pasa, Ingmar?
– Estoy pensando en que nos hemos escabullido de la iglesia y en que nos han echado de la finca.
– ¿Y eso te da risa?
– ¿Y por qué no? Tendremos que vivir en los caminos como los granujas. ¡Si padre nos viera!
– Ahora te ríes, pero no puede ser, Ingmar, de ninguna manera, y la culpa es mía.
– Pues yo creo que sí puede ser -replicó él-, porque ahora todo lo que no seas tú no me importa nada.
Brita casi lloraba de angustia; sin embargo él sólo quería oírla repetir una y otra vez cuánto había pensado en él y cuánto le había echado de menos. Al final se quedó quieto como un niño que escucha una canción de cuna. Todo había salido distinto de lo que Brita se había figurado. En su imaginación, si al salir de la cárcel se encontraba con él, enseguida le hablaría de su crimen y de cómo le pesaba que pudiera albergar tanta maldad en su interior. Habría querido decirle a él o a la madre de él o a quienquiera que hubiese venido que era perfectamente consciente de su inferioridad respecto a todos ellos. Que en ningún momento creyeran que ella se consideraba su igual. En cambio, de todo esto no pudo decirle nada.
En ese momento él le dijo con dulzura:
– Hay algo que quieres decirme.
– Sí, es cierto.
– Le estás dando vueltas todo el tiempo.
– Día y noche.
– Y eso se inmiscuye en todo.
– Exacto.
– ¡Cuéntamelo y así cargaremos con ello entre los dos!
Y la miró a los ojos, que tenían una expresión de espanto y extravío. Sin embargo, a medida que hablaba se fueron calmando.
– Ahora te sientes mejor -dijo él cuando ella hubo terminado.
– Es como si eso ya no existiera -respondió Brita.
– ¿Lo ves? Se debe a que lo compartimos. A lo mejor ahora quieres quedarte.
– Pues claro que me gustaría quedarme -dijo ella juntando las manos.
– En ese caso nos volvemos a casa -dijo Ingmar poniéndose en pie.
– No, no me atrevo.
– Madre no es tan peligrosa como parece, basta con que ella vea que uno sabe lo que quiere.
– No, jamás consentiré que la eches de su propia casa -replicó ella-. La única salida que veo es que yo me vaya a América.
– Te diré una cosa -repuso Ingmar sonriendo enigmáticamente-: no tienes nada que temer. Alguien nos ayuda.
– ¿Quién?
– Mi padre. Él lo hará posible.
Alguien se aproximaba por la senda del bosque. Era Kajsa, pero apenas la reconocieron porque iba sin las canastas a cuestas. «¡Buenas, buenas!», se saludaron y la vieja se aproximó.
– Vaya, aquí se os ve a vosotros bien sentaditos mientras todos los gañanes de la finca van como locos buscándoos. Teníais tanta prisa en salir de misa -continuó la vieja- que no alcancé a veros, pero como quería saludar a Brita me he llegado hasta Ingmarsgården. El reverendo pastor llegó al mismo tiempo que yo, y apenas nos saludamos que él ya se había metido en el comedor. Enseguida le dijo a doña Märta en voz muy alta, antes siquiera de tomarle la mano: «¡Ahora, doña Märta, podrá estar usted satisfecha de Ingmar! Ha dejado claro que pertenece a la vieja estirpe de los Ingmarsson, a partir de ahora habrá que empezar a llamarle don Ingmar!» Ya sabéis que doña Märta no es muy habladora. Pues hoy se ha quedado muda y no hacía más que darle vueltas al nudo de su pañuelo. «¿Qué dice usted reverendo?», logró decir por fin. «Pues que Ingmar ha ido a buscar a Brita», respondió el reverendo. «Y ¡créame, doña Märta, por eso que ha hecho le honrarán mientras viva!» «¡Ay, no, no!», gimió ella. «Cuando les he visto en la iglesia poco ha faltado para que perdiera el hilo. Lo que ellos han predicado con su ejemplo supera a cualquiera de mis sermones. Ingmar será un modelo a seguir para todos nosotros, como lo fue su padre.» «Trae usted grandes noticias, reverendo», dijo doña Märta. «¿Pero es que todavía no han llegado?» «Ah, no, Ingmar no está en casa, tal vez hayan ido primero a Bergskog.»
– ¿Madre ha dicho eso? -exclamó Ingmar.
– Pues claro, y mientras os esperábamos no paraba de mandar a éste y al otro en vuestra busca.
Kajsa siguió parloteando; sin embargo, Ingmar ya no la escuchaba, se encontraba muy lejos de allí. «Entonces entraré en la sala grande -pensaba-, donde padre está sentado con todos los Ingmar antepasados nuestros. "¡Buenos días, don Ingmar Ingmarsson!", me dice padre mientras viene hacia mí. "¡Buenos días, padre, y gracias por ayudarme!" "Sí, ahora estarás bien casado", dice padre, "luego todo lo otro vendrá por añadidura". "Sin su auxilio yo…", replico. "No ha sido nada del otro mundo", dice padre. "Ya sabes que lo único que tiene que hacer un Ingmar es seguir los caminos de Dios."»