– Vaya, ahora quieres entrar.
Sin embargo, ninguno de los dos se movió, al contrario, se quedaron uno junto al otro, compartiendo un prolongado silencio que solamente muy de vez en cuando rompían.
– Creía que tú, Gabriel, amabas esta colonia más que a cualquier otra cosa y que no querrías separarte de ella por nada del mundo.
– Pues ya lo creo que hay algo por lo que la sacrificaría.
Gertrud se quedó pensativa un rato, y luego preguntó:
– ¿No vas a decirme qué es?
Gabriel no contestó enseguida, sino tras una larga consideración y con la voz medio ahogada.
– Claro que voy a decírtelo: que la mujer que amo me dijera que me quiere.
Gertrud se quedó tan quieta que apenas osaba respirar. No obstante, fue como si Gabriel hubiera oído decir a Gertrud que le amaba o algo semejante, ya que continuó con voz suave:
– Ya verás, Gertrud, cómo el amor por Ingmar volverá a renacer en ti. Has estado enojada con él un tiempo porque te traicionó, pero ahora le has perdonado y le querrás como antes. -Hizo una pausa para esperar una respuesta, pero Gertrud callaba-. Sería terrible si no le quisieras -prosiguió Gabriel-. ¡Piensa en todo lo que ha hecho para recuperarte! ¡Si hasta prefería quedarse ciego a volver a Suecia sin ti!
– Sí, sería terrible que no le quisiera -admitió Gertrud con un hilo de voz casi inaudible. Hasta esa misma noche había creído que sólo podría tener sentimientos por Ingmar-. Sin embargo, esta noche no logro aclararme, Gabriel. No sé qué me pasa, pero no me hables ahora de Ingmar.
Y luego ora uno ora la otra mencionaban que ya era hora de entrar, pero siguieron sin moverse, hasta que Karin Ingmarsdotter salió y los llamó.
– Ingmar quiere que vayáis a verle -dijo.
Coincidió que mientras Gertrud y Gabriel hablaban, Karin había ido al cuarto de Ingmar para pedirle que diese saludos y recuerdos de ella a varias personas. Karin estiró la conversación cuanto pudo. Era obvio que tenía algo que comunicarle que le costaba soltar. Finalmente, dijo en un tono parsimonioso e indiferente que, para quien la conociera, significaba que ahora diría lo que la había llevado allí:
– A Ljung Björn le ha llegado una carta de su hermano Per.
Ingmar la miró.
– Y debo reconocer que me porté mal cuando hablamos en mi cuarto el día que llegaste -añadió ella.
– No, mujer, tú sólo dijiste lo que considerabas correcto.
– No, ahora sé que tenías motivos para divorciarte de Barbro. Ljung Per dice en su carta que no es una mujer decente.
– Yo jamás he dicho nada malo de Barbro -protestó Ingmar.
– Se rumorea que hay un bebé en la finca.
– ¿Cuánto tiempo tiene ese bebé?
– Al parecer nació este agosto.
– Eso es mentira -dijo Ingmar y dio un puñetazo contra la mesa. Por poco le da a la mano de Karin, que se apoyaba en el tablero.
– ¿Quieres pegarme?
– Perdón. No me he fijado en que tu mano estaba de por medio.
Karin siguió hablando de lo mismo, e Ingmar se calmó.
– Como comprenderás, no me gusta oír estas cosas -dijo al cabo-. Dile a Ljung Björn de mi parte que no me gustaría que esto trascendiera mientras no sepamos si es cierto.
– Ya me encargaré de que no abra la boca -dijo Karin.
– Y dile a Gabriel y Gertrud que suban a verme -añadió Ingmar.
Cuando Gertrud y Gabriel entraron en la habitación Ingmar se hallaba acurrucado entre las sombras de un rincón. Al principio apenas le vieron.
– ¿Qué pasa, Ingmar? -preguntó Gabriel.
– Pasa que me he comprometido en un asunto que es más fuerte que yo -respondió Ingmar, meciendo el tronco adelante y atrás.
– Ingmar -dijo Gertrud acercándosele-, ¡sé sincero y dime qué te preocupa! Desde niños nunca hemos tenido secretos el uno para el otro. -Se le veía muy angustiado. Ella se arrimó y colocó una mano en la cabeza de él-. Creo que puedo adivinar lo que te ocurre -añadió.
De pronto, Ingmar se enderezó.
– No, Gertrud, tú no puedes adivinar nada -dijo al tiempo que sacaba su cartera del bolsillo y se la entregaba-. Ahí hay una carta muy larga dirigida a Barbro. ¿La ves?
– Sí, aquí está.
– Pues ahora te pido que la leas. Tú y Gabriel, los dos tenéis que leerla. La escribí al principio de mi estancia aquí, pero en aquella época todavía tenía fuerzas para no enviarla.
Gabriel y Gertrud se sentaron a la mesa y se pusieron a leer. Ingmar se quedó en su rincón; observándoles. «Ahora están leyendo esto -pensaba, imaginándose los distintos párrafos de la carta-, y ahora aquello. Ahora están en el punto en que Barbro me cuenta cómo Berger Sven Persson nos indujo a convertirnos en marido y mujer. Ahora leen cómo ella recuperó las jarras de plata, y ahora han llegado a la narración de lo que Stig Börjesson me contó. Y ahora Gertrud sabrá que ya no la quiero, ahora se dará cuenta exacta del pobre miserable que soy.»
En la habitación el silencio era absoluto. Gertrud y Gabriel no hacían un solo gesto, aparte de ir pasando las hojas. Era como si apenas osaran respirar. «¿Cómo podrá entender Gertrud que no haya podido contenerme por más tiempo y le haya dicho justamente hoy, el día que finalmente ella ha cedido, que quiero a Barbro? -pensó Ingmar-. Y yo mismo ¿cómo voy a entender que fuese al oír la calumnia acerca de Barbro cuando la idea de atarme a otra mujer se me hizo insufrible? No sé qué me pasa, creo que ya no estoy en mis cabales.» La espera se le hacía interminable, esperaba con ansiedad que los otros dijeran algo; pero lo único que le llegaba era el crujido de las hojas. Finalmente, ya no pudo soportarlo más y, despacio, se levantó la venda del ojo con que aún veía.
Entonces miró hacia donde estaban Gabriel y Gertrud. Seguían leyendo, las dos cabezas tan juntas que las mejillas prácticamente se tocaban, y el brazo de Gabriel rodeaba la cintura de Gertrud. Y a medida que leían se iban arrimando más. Ambos tenían las mejillas encendidas por el rubor y de vez en cuando apartaban la vista de la carta para mirarse a los ojos; y los ojos parecían más penetrantes que de costumbre y más radiantes. Cuando por fin acabaron la lectura de la última cuartilla, Ingmar vio cómo Gertrud se apretujaba contra Gabriel; y ambos se quedaron así abrazados, muy conmovidos y solemnes. Tal vez apenas comprendían nada de lo que habían leído, aparte de que ya nada se interponía en su amor. Ingmar entrelazó sus grandes manos, las cuales tenían todo el aspecto de ser las manos de un viejo maltratado por la vida, y le dio gracias a Dios. Transcurrió un largo rato antes de que ninguno de los tres se moviera.
Por la mañana, los colonos se reunieron en la sala de asambleas para rezar sus oraciones matinales. Era la última práctica de sus devociones a la cual asistiría Ingmar. Él y Gertrud y Gabriel tomarían el camino de Jafa al cabo de un par de horas.
El día anterior, Gabriel le había explicado a la señora Gordon y a un par de notables de la colonia que tenía intención de acompañar a Ingmar de vuelta a Dalecarlia y quedarse allí. Al mismo tiempo, tuvo que contar toda la historia de Ingmar. La señora Gordon reflexionó sobre lo que acababa de oír y a continuación dijo:
– Me parece que nadie puede cargar con la responsabilidad de hacer a Ingmar más desgraciado de lo que ya es, por eso no impediré que le acompañes a casa. Pero por otro lado, también tengo la impresión de que con esto Dios nos envía señales de que su voluntad es que se permita a los jóvenes de la colonia contraer matrimonio. Y si lo permitimos, estoy segura de que tú y Gertrud volveréis con nosotros algún día. Me consta que nunca os sentiréis completamente en paz en ningún otro sitio.
Sin embargo, para que Ingmar y los otros pudieran abandonar la colonia en un clima de paz y concordia, se decidió que la versión que la gran mayoría de los colonos conocería de la historia sería aquella según la cual Gabriel acompañaba a Ingmar y Gertrud para ayudarles durante el arduo viaje.