Justo cuando las oraciones matinales estaban a punto de empezar, guiaron a Ingmar al interior de la sala de asambleas. La señora Gordon se levantó y fue a su encuentro. Le tomó de la mano y lo condujo hasta el lugar contiguo al suyo. Había preparado una butaca muy cómoda para él y se ocupó de ayudarle a tomar asiento.
A continuación, la señorita Young, que estaba sentada al órgano, empezó a cantar un himno y las oraciones matinales siguieron su curso acostumbrado.
Pero acabado el breve comentario bíblico que solía hacer la señora Gordon cada mañana, la anciana señorita Hoggs se puso en pie y rogó a Dios que le concediera a Ingmar un buen viaje y un feliz retorno a casa. Luego se fueron poniendo en pie uno tras otro el resto de hermanas y hermanos americanos mientras rogaban a Dios que le concediera a Ingmar la gracia de contemplar la luz de la verdad. Algunos se expresaron en términos muy bonitos. Prometieron rezar a diario por Ingmar, su hermano más querido, y esperaban su total recuperación. Y todos deseaban que volviera a Jerusalén algún día.
Mientras hablaban los extranjeros, los suecos guardaban silencio. Desde sus asientos, justo enfrente de Ingmar, lo observaban. E invariablemente les venía a la mente todo aquello que había de seguro y probo y bien organizado en su tierra natal. Tenían la impresión de que algo de todo aquello les había sido devuelto durante el tiempo que él había permanecido en la colonia. Pero ahora que se marchaba, una angustiosa impotencia se adueñaba de ellos. Se sentían como perdidos en una tierra sin ley entre todos aquellos cazadores de almas que, sin compasión ni piedad, luchaban entre sí en su nueva patria. Luego sus pensamientos, presas de una gran nostalgia, volaron de vuelta a sus antiguos hogares. La bella comarca se extendía con sus granjas y campos. Y las personas viajaban en paz y silencio por los caminos; todo era seguro, día tras día transcurría del mismo modo; y un año era tan igual al anterior que no había manera de distinguirlos.
Pero al recordar la inmensa quietud de su tierra natal, también cayeron en la cuenta de lo maravilloso y embriagador que era haber salido al gran torrente de la vida; haber encontrado una meta que daba sentido a su existencia y dejado atrás la brumosa monotonía de los días. Y uno de ellos, alzando la voz, empezó a rezar en sueco y dijo:
– Te agradezco, Señor, el haberme concedido la gracia de venir a Jerusalén.
A continuación, uno tras otro se levantaron y agradecieron a Dios que les hubiera conducido a Jerusalén.
Agradecieron la existencia de su querida colonia, que era una fuente de alegría. Agradecieron que sus hijos aprendiesen desde niños a convivir en armonía con otras personas; esperaban, por ello, que los jóvenes alcanzarían una mayor perfección que sus padres. Agradecieron los acosos y las persecuciones, agradecieron la hermosa doctrina que habían sido llamados a poner en práctica, y volvieron a agradecer haber ido a aquel país que, aunque sumido en la ruina, florecía día a día ante sus ojos.
Nadie volvió a tomar asiento sin antes dar testimonio de la inmensa felicidad que le embargaba. E Ingmar comprendió que todo eso lo decían en su beneficio y que eso era lo que querían que él contara cuando volviera a casa: que todos eran felices. Enderezó un poco la espalda mientras los escuchaba. Irguió la cabeza y el rasgo de severidad en torno a la boca se hizo más patente.
Finalmente, cuando la afluencia de testimonios fue menguando, la señorita Young entonó un himno y luego todos, creyendo que la celebración había concluido, se levantaron dispuestos a marcharse. Pero entonces la señora Gordon dijo:
– Hoy también cantaremos un himno en sueco.
Entonces los suecos entonaron la misma canción que cantaran al abandonar su tierra: «Volveremos a encontrarnos, volveremos a encontrarnos una vez más, una vez más en el Edén.» Y mientras sonaba la canción todos se emocionaron profundamente y la mayoría de los ojos se llenó de lágrimas. De nuevo pensaban en todas aquellas personas que echaban de menos y que no volverían a ver más que en el cielo.
Sin embargo, en el mismo instante en que finalizó el canto, Ingmar se puso en pie e intentó expresar un par de ideas. Quería confortar a los que se encontraban allí, lejos de su tierra, con palabras que parecieran pronunciadas por el país al que ahora él volvía.
– Pienso que vosotros, desde aquí tan lejos, nos llenáis de honra a los que nos quedamos en casa -dijo-. Pienso que todos se alegrarán de volver a veros algún día, ya sea en el cielo o en la tierra. Pienso que no hay nada más hermoso que lo que vosotros hacéis: a costa de enormes sacrificios, vivir una vida recta y justa.
El niño
Cabe contar ahora lo que le ocurrió a Barbro Svendotter después de que Ingmar se hubiera marchado a Jerusalén.
Cuando Ingmar llevaba fuera más de un mes, Gammel Lisa, anciana sirvienta en la finca de los Ingmarsson, empezó a notar que Barbro era poseída por constantes ataques de angustia e inquietud. «Hay que ver lo extraviada que tiene la mirada -pensaba la vieja-. No me extrañaría si cualquier día de estos perdiera la razón.»
Un atardecer se decidió a interrogar a Barbro.
– Me gustaría saber qué te falta -le dijo-. Cuando yo era una chiquilla vi a la dueña de esta finca pasearse todo un invierno con la misma mirada que tienes tú ahora.
– ¿Era la que mató al niño? -repuso Barbro muy rauda.
– Sí, y ahora empiezo a creer que tú tienes la misma idea en la cabeza.
Barbro no dio ninguna respuesta concreta.
– Cuando me cuentan esa historia -dijo-, sólo una cosa me extraña. -Gammel Lisa quiso saber qué cosa era-. Pues que no acabara consigo misma también.
La anciana, que estaba hilando, puso la mano en la rueca para detenerla y clavó los ojos en Barbro.
– Milagro será que no te hagas mala sangre si nace gente menuda en esta casa después de que tu marido te ha dejado -dijo despacio-. ¿Supongo que él no sabía nada cuando se fue?
– No sabíamos nada, ni él ni yo -repuso Barbro en voz baja, como si la pena la ahogara impidiéndole hablar.
– Pero ahora le escribirás pidiéndole que vuelva, ¿no?
– Eso nunca. Que él no esté aquí es mi único consuelo.
La vieja dejó caer las manos con aspaviento.
– ¿Tu consuelo? -exclamó.
Barbro, de pie junto a la ventana, tenía la mirada perdida al frente.
– ¿Acaso no sabes que una maldición pesa sobre mí? -dijo procurando que su voz sonara serena y firme.
– Pues claro, no va a estar una entrando y saliendo de la cocina sin enterarse de nada -respondió la vieja-. Ya he oído, ya, que eres de la triste cepa del Despeñadero.
Durante un rato no se dijeron nada más. Gammel Lisa hilaba en su rueca. De vez en cuando le echaba un vistazo a Barbro, que seguía junto a la ventana presa de estremecimientos. Cuando hubieron pasado aproximadamente cinco minutos, la vieja interrumpió su trabajo y se dirigió a la puerta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Barbro.
– Pues con mucho gusto te lo diré: voy a buscar a alguien que sepa escribirle una carta a Ingmar.
Barbro no tardó un segundo en interceptarle el paso.
– Mejor olvídate de eso -dijo-. Antes de que termines esa carta yo estaré en el fondo del río.
Las dos mujeres se encontraban frente a frente observándose. Barbro era alta y fuerte y la vieja Lisa creyó que pensaba retenerla por la fuerza. Sin embargo, de pronto, Barbro soltó una carcajada y se echó a un lado.
– Escribe lo que quieras -dijo-, me da igual. Lo único que cambiará será que acabaré con todo antes de lo previsto.
– Ni lo sueñes -dijo la vieja, sabiendo que tenía que ir con tiento puesto que la desesperación de Barbro era extrema-. No voy a escribir nada. No quiero empujarte a que hagas algo precipitado.
– ¡Sí, venga, escribe! A mí no me afecta. Como comprenderás, tengo que acabar con mi vida de todos modos. Me niego a que esta desgracia se perpetúe por los siglos de los siglos.