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A la mañana siguiente, el hombre le dijo a Barbro significativamente:

– No comentaré nada a nadie.

– Cuento con ello -respondió ella.

– No te entiendo -dijo la anciana tan pronto el vagabundo se hubo ido-. ¿Por qué cuentas calumnias de ti misma?

– No tenía otra cosa que hacer.

– ¿Y tú crees que Johannes el quincallero no va a irse de la boca?

– Lo que quiero, precisamente, es que se vaya de la boca.

– ¿Quieres que la gente crea que este niño no es de Ingmar?

– Sí -dijo Barbro-, ahora ya no podemos seguir ocultando que existe. No hay más remedio que dejarles que crean eso.

– ¿Y piensas que yo estaré conforme? -replicó la vieja.

– Si no lo estás, tendrás que aceptar que un idiota sea el heredero de Ingmarsgården.

Hacia mediados de septiembre, los que habían pasado el verano de pastoreo en las cabañas del monte, solían bajar de vuelta a sus casas. También Barbro y Lisa volvieron a Ingmarsgården. De inmediato se hizo evidente que los rumores acerca de Barbro se habían extendido por toda la comarca. Tampoco ella se esforzaba ya en mantener el secreto acerca del hijo; pero, en cambio, sentía un gran temor de que lo vieran. Siempre lo escondía en la alcoba del fondo del lavadero, donde habitaba Gammel Lisa. Parecía no soportar la idea de que descubrieran su enfermedad y el hecho de que nunca sería una persona normal.

Como es natural, ese otoño Barbro sufrió el desprecio y la condena generales. Los lugareños no se molestaban en ocultar la opinión que les merecía Barbro y ella no tardó en sentirse tan cohibida ante la gente que acabó por no salir de casa. Incluso los empleados de la finca cambiaron de actitud hacia ella. Los mozos y sirvientas se permitían maliciosas indirectas para que Barbro las oyera, y ella tenía dificultades en hacer cumplir sus órdenes.

No obstante, esta situación acabó muy pronto y de golpe. Durante la ausencia de Ingmar, el viejo aparcero se había instalado en la finca para gobernarla en calidad de amo. Un día, Stark Ingmar oyó a uno de los mozos responder descortésmente a Barbro y entonces le propinó un sopapo en la oreja que lo dejó tambaleándose.

– Recibirás más como me entere de que vuelves a comportarte así -gruñó el viejo.

Barbro lo miró sorprendida.

– Te lo agradezco mucho -dijo.

Él se giró hacia ella y la expresión con que la miró no tenía nada de dulce.

– No me lo agradezcas -dijo-. Mientras seas la ama de esta finca, me encargaré de que la gente te guarde respeto y te obedezca, eso es todo.

Un poco más entrado el otoño, llegaron noticias de Jerusalén de que Ingmar y Gertrud habían abandonado la colonia. «Cuando leáis estas líneas tal vez ya estén en casa», ponía en la carta. Al oírlo, Barbro sintió un gran alivio. Ahora estaba segura de que Ingmar llevaría a término el divorcio y, una vez libre, ella no tendría que soportar por más tiempo la pesada cruz del menosprecio que llevaba a cuestas.

Sin embargo, más tarde, mientras se ocupaba de las labores de la casa, las lágrimas no dejaban de aflorar a sus ojos. Que todo hubiera acabado entre ella e Ingmar le rompía el corazón. Si ellos ya no estaban juntos, qué vacío tan inmenso.

La vuelta de los peregrinos

Barbro Svensdotter tuvo un hermoso sueño una mañana poco antes de levantarse. Soñó que era una niña pequeña que vivía en la granja de sus padres y que andaba por la nieve empujando un pesado trineo. Era pleno invierno, había un cielo gris y plomizo, la nieve se acumulaba ante ella mientras subía jadeando y gimiendo por un escarpado declive que le exigía todas sus fuerzas para impulsar el trineo. Finalmente, llegó a la cima y giró el trineo para deslizarse por la pendiente. Entonces vio que todo se había transformado. En un mero segundo había irrumpido la primavera. El sol resplandecía entre pequeñas nubes blancas, la nieve amontonada se derretía y a ella le entró prisa por sentarse en el trineo e impulsarse, temerosa de que la nieve se fundiese antes de que descendiera. Nunca había disfrutado de un descenso tan delicioso. Bajó por la pendiente a una jubilosa velocidad. A los pies de la cuesta la nieve ya estaba derretida; sin embargo, el trineo saltó por encima de charcos y terrones a la misma velocidad. Cuando al final se detuvo y Barbro desmontó y miró la pendiente, la primavera avanzaba a marchas forzadas. No quedaba ni un solo montón de nieve; en su lugar había destellantes arroyos y regueros que corrían cuesta abajo mientras la tierra reverdecía y brotaban las flores. Sin embargo, lo más extraordinario era la desbordante alegría que se había adueñado de su ser y que acabó despertándola. Y una vez despierta, la alegría se quedó con ella, que permaneció acostada con la cabeza llena del estallido primaveral y sintiendo sus efluvios alrededor. Su corazón palpitaba tan ligero y feliz como no lo hiciera desde antes de casada. La sensación de no sentirse agobiada por la tristeza era tan maravillosa que no osaba moverse por miedo a que se desvaneciera. Sin duda, creyó que el sueño encerraba parte de una premonición o vaticinio. «Con tal que consiga llegar a la cima de la cuesta, mi vida se hará luminosa y etérea como un día de primavera», pensó.

Tras levantarse, recordó que era domingo y, como se sentía tan animada por el sueño, cobró valor para asistir a misa. Pensó que no era del todo correcto, pero hacía tiempo que deseaba ir a la iglesia y ahora decidió hacerlo. Sintió que ella, en su inmensa desesperación, necesitaba la iglesia más que cualquier otra persona. Se puso la ropa de los domingos y salió sigilosamente de la casa sin decirle a nadie adónde se dirigía, salvo a la vieja Lisa.

Cuando subía por la cuesta de la iglesia le pareció que la gente la seguía con miradas de extrañeza. Entró directamente en la iglesia y tomó asiento sin hablar con nadie. Hizo que el pañuelo le cubriera la frente y agachó la cabeza. Aunque no osara mirar a los ojos a los feligreses, se alegraba de haberse atrevido a salir de casa.

Mientras ella esperaba sentada a que diera comienzo la misa, Ingmar Ingmarsson viajaba hacia allí en un coche de punto procedente de la estación de ferrocarril. Iba sentado en el pescante de un birlocho junto al campesino que lo conducía, y en la testera de atrás iban Gabriel y Gertrud. Justo cuando cruzaban el puente se oyeron las campanas de la iglesia.

– Las personas que más anhelamos ver no estarán en casa a esta hora -dijo Ingmar volviéndose hacia Gabriel y Gertrud-. Así que ¿por qué no vamos a misa?

Los otros estuvieron de acuerdo e Ingmar pidió al cochero que se detuviera en la cuesta de la iglesia.

Cuando entraron en la iglesia, los asistentes ya habían empezado a cantar y tenían las cabezas inclinadas sobre el libro de himnos. Gertrud entró la primera y avanzó rápidamente por el pasillo central, adentrándose un buen trecho antes de que nadie reparara en ella. Por fin, una de sus condiscípulas alzó la vista y la reconoció. La antigua compañera le dio un codazo a su vecina y luego una especie de murmullo se propagó por los bancos: «Es Gertrud, la del maestro.» Barbro también oyó el susurro y levantó los ojos. Una muchacha joven pasaba en ese momento por el pasillo central, era guapa y esbelta, de cutis níveo, ojos claros y paso grácil y vivaz. Había algo dulce y encantador en su persona y tenía todo el aspecto de estar contenta y feliz. Hasta parecía que le costaba contener una sonrisa pese a encontrarse en una iglesia.

A Barbro le dio un vuelco el corazón. ¡Así que ésa era Gertrud! Claro, no podía ser de otra manera. Habría podido afirmar que ésa era Gertrud aun sin oír los murmullos. Qué extraño se le antojó todo.

Durante dos años había estado anhelando esto, que Ingmar consiguiera casarse con Gertrud a fin de que ella, Barbro, pudiera sentirse libre de remordimientos por haberse interpuesto entre ellos. Y de hecho se sentía agradecida porque ahora esa carga había sido levantada de sus hombros, pero al mismo tiempo, inevitablemente, le pesaba saber que Ingmar iba a desposar a otra. Por otro lado, ahora ya no tendría que guardar en secreto la identidad del padre de su hijo y también eso suponía un gran alivio. «Sí, hoy se me ha concedido una enorme alegría, tal como el sueño me anunciaba», se dijo, pero sin sentir toda la alegría que habría cabido esperar.