Barbro se fijó en que Gertrud entraba por un extremo del banco donde estaba sentada la mujer del maestro. Todo transcurrió silenciosamente. La gente se apartaba para que Gertrud pudiera llegar hasta donde se encontraba su madre. Ésta tenía la cabeza inclinada sobre el libro y no se dio cuenta de quién tomaba asiento a su lado. En esa postura, la señora Stina parecía una anciana; tenía la espalda encorvada y sus manos, que sostenían el libro de himnos, se veían muy viejas y arrugadas. Entonces una mano suave y rosada se posó sobre la suya. «Esta mano se parece a la de Gertrud -pensó la señora Stina-. Nunca he visto unas manos más bonitas que las de mi Gertrud.» Sin embargo, no levantó la vista porque se había vuelto una mujer floja y abúlica a la que ya no le importaba nada. La hermosa mano tomó el libro y lo desplazó un poco hacia su lado.
– ¿Puedo leer con usted, madre? -susurró Gertrud.
La señora Stina reconoció la voz y, de no ser porque Gertrud lo sostenía, se le habría caído el libro al suelo. De inmediato miró a la cara a su hija, que parecía radiante de alegría, como suele ocurrirle a aquellos que regresan de un largo viaje. La muchacha, pese a estar en la iglesia, a duras penas podía contener la risa; parecía haber recuperado el buen humor del que gozaba de niña.
– Ahora vamos a cantar, madre, como hacíamos antes -le susurró, y empezó a entonar el himno.
La señora Stina intentó cantar igualmente. No le quedaba voz pero lo hizo de todos modos, y hasta le pareció que la recuperaba, que su voz se fortalecía con cada nota. La esposa del maestro no quería comportarse mal en la iglesia, así que intentó pensar únicamente en las sagradas palabras que estaba pronunciando. Pero no podía evitarlo. Una y otra vez giraba la cabeza para mirar a su Gertrud. ¡Qué radiante se la veía! No cabía duda de que estaba en su sano juicio. Y feliz y contenta, además, y más guapa que nunca.
– Madre, tiene usted que cantar y no sólo mirarme -dijo Gertrud inclinándose hacia delante para disimular cuánto la divertía la reacción de su madre.
Barbro y el resto de los que ocupaban los asientos posteriores al de la señora Stina notaron que, a cada mirada que ésta le echaba a la hija, su espalda se enderezaba un poco. Hacia el final de la misa, tenía la espalda casi tan recta como un palo.
Barbro no intentó siquiera seguir el himno. Porque si Gertrud había venido a la iglesia, cabía esperar que también Ingmar apareciera. Así que acechaba el sonido de sus contundentes pasos por el pasillo central.
En la zona reservada a los hombres, Hök Matts Eriksson ocupaba el extremo de un banco. Su aspecto era el habitual en él, amable y bondadoso, y no había envejecido notablemente. Toda la iglesia se había regocijado cuando Gertrud fue a sentarse junto a su madre; en cambio, Hök Matts, que normalmente se alegraba con la dicha de sus prójimos, se ensombreció y hasta casi le volvió la espalda a ambas mujeres. Y es que para Hök Matts verlas fue como si un sable le atravesara el alma. «Los Storm sí que son felices -pensó-. Ellos han recuperado a la hija perdida, pero para mí no ha vuelto nadie.» Al punto levantó la voz y se puso a cantar de un modo espantoso. Desafinaba horriblemente y nunca cantaba en la iglesia, pero algo tenía que hacer para no sucumbir a su pena.
No pasó mucho tiempo antes de que Barbro oyera nuevos pasos. Eran pasos ligeros, imposible que fueran de Ingmar. Giró la cabeza y vio a un hombre joven aproximándose por el pasillo con la misma sonrisa que Gertrud había exhibido. El muchacho se detuvo junto al asiento que ocupaba Hök Matts y puso la mano sobre su hombro para que le permitiera entrar en el banco. «Es Hök Gabriel», susurró una que ocupaba el asiento contiguo al de Barbro, que ya lo había adivinado pese a que el joven era un hombre alto de rostro muy bello. Lo había reconocido por los ojos, igual de amables que los de su padre.
Lo primero que Gabriel había escuchado al abrir el portón de la iglesia fue la voz de Hök Matts chirriando en falsete una melodía que no tenía nada que ver con la que cantaban los otros. «¿Qué le ha picado a padre para que se haya puesto a cantar? -pensó-. Storm y el párroco estarán furiosos porque desafina como un gato maullando.» Casi incapaz de aguantarse la risa, a punto estuvo de no entrar en la iglesia. Una vez dentro, todas las cabezas se volvieron hacia él, excepto la de su padre, que permanecía impasible de espaldas al pasillo y no hacía más que berrear. Tampoco cuando Gabriel le tocó el hombro se hizo a un lado para dejarle paso, y ni siquiera le miró. Entonces Gabriel se sentó en el banco de atrás, encontró un libro de cánticos muy viejo que abrió y se sumó al coro. La voz de Gabriel era clara y fuerte, por algo había sido uno de los mejores cantantes de la parroquia. El viejo Hök Matts persistió en cantar a su modo, lo cual tuvo el efecto de una competición a dos voces, pero pronto las chirriantes notas desafinadas se fueron debilitando hasta apagarse por completo. ¡Y aun así Hök Matts se mantuvo clavado en su sitio sin girarse durante todo el tiempo que duró el himno! «Es Gabriel el que está sentado detrás de mí cantando», pensaba, pero el miedo a equivocarse era tan intenso que no osaba volver la cabeza. Cuando el himno llegó a su fin se inclinó sobre un feligrés que ocupaba el asiento contiguo.
– ¿Quién era ese que cantaba detrás de mí? -le preguntó.
– Pues es Gabriel.
Entonces el padre, finalmente, se dio la vuelta y miró a su hijo. Y en su mirada había tanta ansia, ternura y miedo de la propia felicidad que Gabriel no pudo comprender cómo había tenido corazón para marcharse de su lado.
Entretanto, Ingmar se había visto brevemente retenido por el cochero, de modo que entró en la iglesia después que los otros. Cuando abrió el portón, el himno ya había terminado y el párroco se había situado ante el altar. Ingmar, para no molestar, prefirió no avanzar por el pasillo y quedarse de pie en el fondo de la iglesia. Pronto corrió la voz de que estaba ahí y uno tras otro se fueron girando para mirarle. Uno de los ojos de Ingmar estaba cerrado; pero con el otro observaba su entorno con menos reserva de lo que era corriente en su familia. «Parece contento -pensó Barbro sin atreverse a dirigirle más que esa única mirada, ya que las lágrimas amenazaban con brotar y el corazón le aporreaba el pecho de tal forma que tenía la sensación de que las mujeres de su alrededor podían oírlo-. ¡Y esto es lo que tanto anhelaba y lo que creía que me haría feliz!», pensó sintiéndose indeciblemente sola y desgraciada.
Cuando la liturgia frente al altar tocó a su fin, Barbro oyó discretos pasos acercándose por el pasillo. Era Ingmar, que venía buscando un sitio mejor. Prestó toda su atención a los pasos. «Irá a sentarse en el banco justo enfrente de Gertrud», pensó. Pero los pasos se detuvieron frente a su propio banco. Entonces no pudo evitar girar la cabeza de nuevo. Ingmar ocupaba un asiento en el banco justo frente al suyo. «Claro, es lo correcto -pensó-. Es en este banco donde se sientan los Ingmarsson.» Aun así, se alegró de que hubiera escogido justamente aquel banco.
Acabado el sermón, algunos que tenían prisa por volver a sus casas se pusieron en pie para marcharse y entonces Barbro aprovechó para levantarse también y abandonar la iglesia. No alzó los ojos cuando salió del banco, pero notó que Ingmar la miraba. De pronto se le ocurrió que él pensaría que ella se avergonzaba de mirarle a los ojos, así que levantó la vista y lo miró. Pero la expresión con que se topó fue totalmente distinta de la que esperaba. También él daba la impresión de sentirse tan colmado de dicha que le costaba aguantarse la risa. Ella apretó el paso y, una vez fuera, en la cuesta de la iglesia no se detuvo ni un segundo sino que fue derecha a casa. ¿Era posible que Ingmar estuviera allí plantado divirtiéndose a costa de ella y sus preocupaciones? De acuerdo que él fuera feliz ahora, pero aun así debería ponerse en su lugar y comprender lo penoso que resultaba todo aquello para ella. Caminando deprisa para llegar pronto a casa, era incapaz de quitarse la imagen de Ingmar de la cabeza. En realidad, no era ninguna clase de burla lo que había creído detectar. Él la había mirado como quien ha ido en pos de una pieza durante mucho tiempo y ahora se alegra de capturarla. «Esa cara la ponía mi padre cuando un zorro había caído en la trampa y sabía que el pobre no podría escapársele.»