– Ya ves que a Stark Ingmar le darías una gran alegría -se obstinó el párroco.
Hasta ese momento, Ingmar había permanecido callado e inmóvil. Pero ver a Barbro tan humillada e infeliz le sublevó profundamente. «Esto que le piden es muy difícil para alguien tan orgulloso como ella», pensó, incapaz de soportar que la persona que había amado y honrado más que a nadie se viese expuesta a la vergüenza y la deshonra.
– Olvida tu sugerencia -le dijo a Stark Ingmar-, es pedirle demasiado a Barbro.
– Se lo pondremos muy fácil, sólo tiene que traer al niño -terció el párroco.
– No, no, es completamente imposible -dijo Barbro mientras se devanaba los sesos buscando algo con que aplazar aquel bautizo.
Stark Ingmar se incorporó en el lecho y dijo poniendo énfasis en cada palabra:
– Ingmar, si no haces que mi último deseo se cumpla, te pesará mientras vivas.
Entonces Ingmar se levantó de golpe y se acercó a Barbro e, inclinándose sobre ella, le susurró:
– Ya sabes que una mujer casada no necesita poner ningún otro nombre en la partida de bautismo que el de su marido. -A continuación, dijo en voz alta-: Voy a avisar que traigan al niño. -Miró a Barbro, quien se estremeció en su asiento. «Parece a punto de perder la compostura», pensó.
Sin embargo, lo que horrorizaba a Barbro era el cambio sufrido por Ingmar. Parecía tan extenuado como si no le quedaran fuerzas para vivir. «Creo que le estoy matando del disgusto», pensó.
Ingmar salió y los breves preparativos no tardaron en llevarse a cabo. De la pequeña bolsa de mano que el sacerdote siempre llevaba consigo fueron sacados la sotana y el misal, y trajeron un cuenco con agua. A continuación entró la tía Lisa con el niño.
El párroco iba abotonándose la sotana.
– Ante todo debo saber qué nombre recibirá el niño -dijo.
– Barbro lo decidirá -propuso el médico.
Todos se volvieron hacia Barbro, cuyos labios se abrieron un par de veces pero no dejaron escapar ni un solo sonido. La espera se prometía interminable. Ingmar pensó: «Ahora recuerda el nombre que su hijo debería llevar si todo fuera como debería ser. Es la vergüenza lo que le impide hablar.» Se compadeció tanto de ella que su ira se desvaneció y el gran amor que albergaba por su esposa se apoderó de él. «¿Qué más da? De todos modos vamos a divorciarnos. Lo mejor sería que dejáramos que la gente creyese que el niño es mío, así ella salvaría su reputación y su buen nombre.»
Pero como no quería decir esto claramente, optó por sugerir:
– Como es Stark Ingmar quien ha propuesto este bautizo, opino que el niño debería llevar su nombre. -Y miró a su esposa mientras lo decía, para ver si ella captaba sus intenciones.
Pero en el momento en que él acabó la frase, Barbro se levantó y, avanzando despacio por la habitación, sé colocó frente al párroco. Acto seguido dijo con voz firme:
– Ingmar ha sido tan bueno conmigo que ya no soporto hacerle sufrir más, por eso voy a reconocer que el niño es suyo. Pero no puede llamarse Ingmar porque está ciego y es idiota.
Dicho esto, sintió una gran amargura por haber dejado que le arrebataran su secreto. «Creo que es mejor para Ingmar que lo sepa porque así no tendrá una mala opinión de mí; pero ahora tengo que matarme porque no puedo volver a ser su esposa», pensó. Se echó a llorar amargamente e, incapaz de dominar el llanto, salió corriendo de la habitación para no molestar al moribundo.
En la sala grande se echó sobre la enorme mesa, deshecha en llanto.
Al cabo de un rato levantó la cabeza y prestó atención a lo que ocurría en la alcoba, donde alguien estaba hablando en voz baja. Era la vieja Lisa narrando sus peripecias arriba en la cabaña del bosque.
De nuevo le sobrevino la amargura por haber revelado su secreto, y una vez más lloró convulsivamente. ¿Qué poder la había obligado a hablar justo cuando Ingmar lo había arreglado todo para que ella pudiera callar un par de semanas más hasta que el divorcio le fuese concedido? «Ahora no tengo más remedio que matarme. Esto es el fin.»
Entonces volvió a prestar atención. El párroco estaba leyendo el sacramento. Hablaba con tanta claridad que pudo entender todas las palabras. Finalmente, llegó el momento de darle el nombre. El nombre lo pronunció más fuerte que el resto: «Ingmar.» Al oírlo, volvió a llorar de pura impotencia.
Al cabo de un instante la puerta se abrió y salió Ingmar. Ella fue hacia él obligándose a cortar el llanto.
– Entre nosotros todo tiene que quedar tal como acordamos antes de que te fueras. Lo entiendes, ¿verdad? -dijo.
Ingmar le pasó lentamente la mano por el pelo.
– No quiero obligarte a nada. Después de lo que acabas de hacer sé perfectamente que me amas más que a tu propia vida.
Ella tomó una de sus manos y la apretó con fuerza.
– ¿Me prometes que podré cuidar del niño sola?
– Sí -dijo Ingmar-, si eso es lo que quieres. Gammel Lisa nos ha contado lo que has luchado por ese niño. Nadie podría tener corazón para arrebatártelo.
Barbro le miró maravillada. No concebía que todos sus temores se hubieran esfumado de repente.
– Creía que serías inflexible si llegabas a saber la verdad -le dijo-. Te lo agradezco mucho más de lo que soy capaz de expresar. Me alegra que nos separemos como amigos, para que podamos hablar tranquilamente cuando nos veamos.
Una sonrisa cruzó el rostro de Ingmar.
– No paro de pensar en si no te gustaría retirar la petición de divorcio -dijo.
Al ver aquella sonrisita en sus labios ella centró su atención. Nunca le había visto así. Todo su rostro se había transformado, se diría que una luz interior iluminaba sus toscas facciones, haciendo que fuese realmente bello a la vista.
– ¿Qué pasa Ingmar? -preguntó-. ¿Qué tienes en mente? Oí que le ponías Ingmar al niño. ¿Qué has pretendido con eso?
– Ahora vas a oír algo muy interesante, Barbro -repuso él tomando sus manos-. Después de que Gammel Lisa nos hubiera explicado cómo lo habíais pasado arriba en el bosque, pedí al médico que examinara al niño. Y el médico no le encuentra ningún defecto. Dice que es pequeño para su edad pero que está completamente sano y que posee la misma capacidad mental de cualquier niño.
– ¿Al doctor no le parece que es feo y raro? -replicó ella con la respiración entrecortada.
– Mucho me temo que los niños de mi familia no salen más guapos -dijo Ingmar.
– ¿Y tampoco cree que sea ciego?
– El doctor se va a reír de ti mientras viva, Barbro, por imaginarte algo así. Dice que te va a mandar un colirio para que le enjuagues los ojos. Y dentro de una semana tendrá los ojitos tan claros como cualquiera.
Barbro se precipitó hacia la alcoba. Ingmar le pidió que volviera.
– No te lleves al niño ahora -le dijo-. Stark Ingmar ha pedido que lo pongamos en la cama con él. Y dice que ahora está igual de bien que mi padre. Seguramente no querrá separarse del niño hasta que muera.
– No voy a quitarle el niño. Pero quiero hablar con el doctor personalmente.
Al regresar, pasó por delante de Ingmar y fue a detenerse frente a la ventana.
– Se lo he preguntado al doctor y ahora sé que es verdad. -Barbro alzó los brazos al cielo. Era como cuando un ave enjaulada recupera la libertad y extiende las alas-. Tú, Ingmar, no sabes qué es la desdicha -dijo-. Nadie lo sabe.
– Barbro -dijo Ingmar-, ¿puedo hablarte de nuestro futuro ahora?
Ella no le escuchaba. Había juntado las manos y empezaba a darle las gracias a Dios. Hablaba en voz baja y excitada, pero Ingmar la oía sin dificultad. Todo el dolor que había sentido por su hijo mermado se lo confiaba a Dios y luego le dio las gracias porque el niño fuera a ser como los demás; porque ella lo vería jugar y correr; porque iría a la escuela y aprendería el abecedario; porque con el tiempo sería un joven fuerte que manejaría el hacha y el arado; porque un día tomaría esposa y se convertiría en el amo de aquella antigua finca.