Cuando hubo dado las gracias a Dios por todo ello, se aproximó a Ingmar y le dijo con la cara radiante:
– Ahora sé por qué mi padre decía que los Ingmarsson son la mejor gente de la parroquia.
– Es porque Dios es más compasivo con nosotros que con el resto -contestó Ingmar-. Pero ahora, Barbro, quiero hablarte de…
Ella le interrumpió.
– No, es porque no os rendís hasta que conseguís reconciliaros con nuestro Señor -repuso-. ¿Qué habría sido de mi hijo si no te hubiera tenido a ti de padre?
– Es muy poco lo que he podido hacer por él -dijo Ingmar.
– Gracias a ti, la maldición le ha sido levantada -dijo Barbro con sentimiento-. Gracias a la peregrinación que hiciste todo ha salido bien. Fue lo único que me mantuvo en pie durante el invierno, en ocasiones se encendía la esperanza de que Dios sería misericordioso conmigo y con el niño, tan sólo por tu viaje a Jerusalén.
Ingmar agachó la cabeza.
– Que yo sepa, Barbro, en toda mi vida no he sido otra cosa que un pobre miserable -dijo con el ánimo igual de melancólico que hacía un momento.
Estaban sentados uno junto al otro en el banco empotrado. La esposa se arrimó a Ingmar; sin embargo, el brazo de él colgaba flojo hacia el suelo y su expresión se tornaba cada vez más lúgubre.
– Creo que estás enfadado conmigo -dijo ella-. Te estás acordando de lo dura y cruel que he sido contigo ahí fuera, en el camino. Pero tienes que saber que ha sido el momento más amargo de mi vida.
– Cómo quieres que esté contento -dijo Ingmar-, si todavía no sé cómo estamos tú y yo. Me dices cosas muy bonitas pero no contestas a mi pregunta de si te atreves a quedarte aquí conmigo como mi mujer.
– ¿No te lo he dicho? -se extrañó ella, sonriente. Y al punto la acometió un ramalazo del antiguo temor y se estremeció. Pero entonces paseó la vista alrededor, abarcó con los ojos toda la antigua sala, la ventana baja y alargada, los bancos pegados a la pared y el hogar donde generación tras generación se había ocupado de sus tareas a la lumbre de los leños de pino resinoso. Todo esto la llenó de confianza. Sintió que aquel lugar la protegería y cuidaría de ella-. No quiero vivir en ningún otro sitio que no sea bajo tu techo y en tu casa -dijo.
Al poco tiempo, el párroco abrió la puerta de la alcoba e indicó que entraran.
– Stark Ingmar ya ve los cielos abiertos -les dijo mientras ellos pasaban delante de él.
Selma Lagerlöf