Pero el maestro no calló sino que continuó enumerando todo lo que era menester hacer para proteger al rebaño del inminente ataque de los lobos.
– Pues yo no he visto ningún lobo -dijo el pastor.
– Están de camino, reverendo, me consta -respondió el maestro.
– En ese caso es usted, Storm, quien está a punto de abrirles la puerta. -Y se puso en pie, sumamente molesto por las palabras del maestro, y el rubor que teñía su rostro le devolvió parte de su dignidad-. Viejo amigo, ¡no hablemos más del asunto! -dijo entonces.
A continuación se dirigió a la señora de la casa y se puso a conversar. Hizo alguna broma a costa de la última novia que doña Stina había vestido, pues era a ella y no a la señora del párroco o a la del sacristán a quien correspondía el honor de vestir a las novias en aquella parroquia. Sin embargo, la buena mujer adivinaba cuánto torturaban al pastor sus propias limitaciones. Sollozó de compasión y las lágrimas no la dejaron responder a sus preguntas, de modo que el párroco se vio obligado a platicar solo, mientras para sus adentros se decía: «¡Ay, si conservase la energía y el talento de mi juventud! Entonces le demostraría a este campesino lo aberrante de su comportamiento.»
Luego, de pronto se volvió hacia el maestro.
– ¿De dónde ha sacado usted el dinero?
– Hemos creado una sociedad -respondió Storm, y para que el pastor comprendiera que se trataba de hombres que no querían perjudicarle ni a él ni a la Iglesia, nombró a algunos de los labriegos que habían prometido ayudarle.
– ¿Ingmar Ingmarsson también está metido en esto? -preguntó el pastor como herido por un nuevo golpe-. Confiaba en Ingmar Ingmarsson tan ciegamente como en usted, Storm.
Y sin añadir más, se dirigió a la dueña de casa y siguió dándole conversación. Evidentemente, se percataba de que la mujer estaba llorando, pero fingió no advertirlo.
Luego volvió a la carga contra el maestro.
– No lo haga, Storm -le rogó-. ¡Renuncie a ese proyecto, póngase en mi lugar! A usted no le agradaría que alguien montase una escuela al lado de la suya.
El maestro reflexionó con la vista fija en el suelo.
– No puedo, reverendo -dijo, recobrándose enseguida e intentando adoptar un aire tranquilo y enérgico.
El párroco no volvió a abrir la boca y un silencio de muerte reinó durante diez largos minutos. Al cabo, se levantó, se puso la pelliza y la gorra y se dispuso a marchar. Se había esforzado por encontrar palabras que pudieran convencer a Storm de que iba a cometer un agravio no sólo contra él, sino contra toda la comunidad, la cual se vería gravemente afectada por aquella empresa. Pero a pesar de que las palabras y las ideas se agolpaban en su mente, no fue capaz de articularlas ni de ordenarlas porque, como hemos dicho, era un hombre acabado.
Al dirigirse hacia la puerta reparó en Gertrud, que estaba jugando en su rincón con sus pedacitos de vidrio y sus tacos de madera. Se detuvo y la observó. Era obvio que no había escuchado ni una palabra de la conversación; los ojos de la niña brillaban de emoción y sus mejillas se veían más sonrosadas que de costumbre.
Al sacerdote le impactó ver que la alegría más despreocupada pudiera convivir con la pesada aflicción que él arrastraba, y eso atrajo sus pasos hacia la niña.
– ¿Qué haces? -le preguntó.
Hacía un buen rato que la niña tenía el pueblo acabado; incluso había tenido tiempo de destruirlo todo y de iniciar un nuevo proyecto.
– ¡Lástima que el reverendo no haya venido un ratito antes! -respondió-. ¡He hecho un pueblo más bonito con su iglesia y su escuela!
– Bueno, ¿y ahora dónde lo tienes?
– Pues acabo de destruirlo, voy a construir una nueva Jerusalén y…
– ¿Qué dices? -la interrumpió el pastor-. ¿Estás diciendo que has destruido el pueblo para construir una nueva Jerusalén?
– Sí -respondió Gertrud-. Era un pueblo muy bonito pero es que ayer en la escuela estudiamos la historia de Jerusalén y ahora he deshecho el pueblo para construir Jerusalén.
El sacerdote se quedó de pie mirándola. Se pasó la mano por la frente intentando ordenar sus ideas. «Tiene que ser alguien que está muy por encima de esta niña quien habla por su boca», pensó.
Las palabras de la niña le parecían tan asombrosas que fue repitiéndolas en silencio. Mientras lo hacía, sus pensamientos tomaron los derroteros de costumbre y, una vez más, volvió a maravillarse de cómo Dios disponía las cosas y de los medios que utilizaba para imponer su voluntad.
Retrocedió hacia el maestro y le dijo con la voz amable que era habitual en él y una nueva lucidez en la mirada:
– Ya no estoy enfadado con usted, Storm. Usted no hace más que cumplir con su deber. He dedicado mucho tiempo de mi vida a intentar comprender la Providencia divina; aunque sin mayor éxito, lo admito. Tampoco esto lo entiendo; pero lo que sí entiendo es que usted sólo hace lo que tiene que hacer.
Vieron los cielos abiertos
La misma primavera en que se construyó el templo, el deshielo fue muy abundante y el río Dal [6] tuvo una gran crecida. Era realmente extraño contemplar toda el agua que ofreció aquella primavera. Caía agua del cielo en forma de lluvia, bajaba a chorro por las laderas de las montañas, y la tierra empapada, incapaz de filtrarla, la escupía; cada huella de carreta y cada surco del arado contenía agua hasta los bordes.
Y toda esa agua quería abrirse paso hasta el río, el cual crecía y crecía arremolinándose cada vez con mayor velocidad. Ya no era un río de aguas oscuras y quietas como un espejo, sino una corriente gris de reflejos ocres debido a toda la tierra disuelta que iba a parar a su cauce y que, al precipitarse arrastrando un revoltijo de troncos y témpanos de hielo, provocaba un estupor sombrío cargado de amenazas y presagios.
En un comienzo los mayores no se preocuparon demasiado de aquella crecida primaveral. Sólo los niños, cuando podían, bajaban corriendo hasta las orillas para mirar el río enloquecido y todo lo que arrastraba.
Sin embargo, pronto no fueron sólo troncos y témpanos lo que bajaba, no señor. Ahora el río traía lavaderos enteros y casetas de baño. Y al poco tiempo arrastró barcas y restos de pontones hechos añicos.
«Se llevará nuestro puente, ya lo verás, seguro», decían los niños. Algo inquietos sí estaban; pero predominaba en ellos la alegría de estar viviendo algo tan extraordinario.
De repente bajó un enorme abeto con todas sus ramas y raíces intactas, y tras él pasó de largo un álamo de tronco blanco en cuyas extensas ramas, visibles desde la orilla, destacaban botones muy hinchados por la prolongada inmersión. Después, siguiendo de cerca a los árboles, bajó un pequeño henil flotando boca abajo. Todavía estaba lleno de paja y heno y navegaba sobre su techumbre como un barco sobre su casco.
Fue al traer el río este tipo de cosas cuando los adultos empezaron a reaccionar. Comprendieron que el río se había desbordado en algún sitio hacia el norte y se apostaron en las márgenes con pértigas y bicheros para pescar desde enseres hasta construcciones enteras.
En la zona más septentrional de la parroquia, un área despoblada donde vivía muy poca gente, Ingmar Ingmarsson había bajado sin compañía alguna a la orilla del río. Rondaba los sesenta años pero aparentaba bastantes más. Tenía el rostro curtido y cuarteado, la espalda encorvada; y al igual que antes, su aspecto era el de alguien torpe y desvalido.
Estaba de pie apoyado en un bichero largo y pesado mientras sus ojos vagaban ensimismados por la corriente. El río bramaba escupiendo espuma, mostrando con orgullo todo lo que había ido rapiñando en las márgenes. Era como si pretendiera burlarse del parsimonioso labriego. «No serás tú quien me arrebate nada de lo que arrastro», parecía jactarse.