»Don Ingmar no quiso saber mucho de los que estábamos allí, la muerte se le aproximaba. "Pronto llegará mi hora, reverendo", dijo. "Lo único que pido es poder ver a Stark Ingmar antes de morir." Yacía en la amplia cama de la alcoba, tapado con el tapiz más magnífico que tienen. Mantenía los ojos abiertos, sin cesar de mirar algo muy lejano que solo él veía. A los pequeños que había salvado los habían subido a la cama y estaban muy quietecitos los tres acurrucados a sus pies. Sólo apartaba la mirada de eso que veía a lo lejos para contemplar a los niños, y entonces una sonrisa iluminaba su rostro.
»Finalmente dieron con el aparcero y don Ingmar, al reconocer los contundentes pasos de su amigo en el zaguán, recuperó su mirada normal y esbozó una sonrisa. Cuando tuvo al hombre junto a su lecho le tomó la mano y se la acarició despacio; luego le preguntó: "¿Tú te acuerdas, Stark Ingmar, de cuando cruzábamos el puente de la iglesia y vimos los cielos abiertos?" "Pues claro, cómo no voy a acordarme de cuando juntos vimos lo que es el cielo", le respondió el aparcero.
»Entonces don Ingmar se giró completamente hacia él, con una sonrisa ancha y radiante, como si fuese a comunicar la noticia más maravillosa del mundo. "Pues ahí es adónde voy a ir yo ahora", le anunció al amigo. El aparcero se inclinó sobre él y le miró profundamente a los ojos. "Yo te seguiré", le dijo, y don Ingmar asintió con la cabeza. "Pero ya sabes que no me está permitido ir hasta que tu hijo haya hecho su peregrinaje y vuelva a casa." "Sí, sí, ya lo sé", respondió don Ingmar asintiendo con la cabeza. Tras lo cual aspiró unas bocanadas de aire y después murió.
El matrimonio estuvo de acuerdo con el pastor en que se trataba de una muerte muy bella. Los tres guardaron silencio un buen rato.
– Pero -saltó la señora Stina de repente-, ¿qué quiso decir Stark Ingmar con eso del peregrinaje?
El párroco alzó la vista levemente confundido.
– No lo sé -respondió-. Don Ingmar murió en ese mismo instante, no he tenido tiempo de pensarlo. -Y se sumió en nuevas cavilaciones-. Es una afirmación muy curiosa, tiene usted razón, señora Stina -añadió al cabo.
– Usted ya sabrá que de Stark Ingmar se dice que tiene el don de adivinar el futuro.
El párroco se frotó la frente con la mano como para poner orden en sus ideas.
– El hombre propone y Dios dispone, y estudiar eso es maravilloso -sentenció-. Nada más maravilloso hay en el mundo.
Karin Ingmarsdotter
Era una mañana de otoño. En la escuela sonó la campana del recreo. El maestro y su hija Gertrud fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y la señora Stina sirvió café.
Antes de que tuvieran tiempo de apurar sus tazas llegó una visita.
El visitante era Halvor Halvorsson, un joven granjero que acababa de abrir una tienda de comestibles en el pueblo. Su familia era dueña de la granja de Timsgården y por eso a menudo le llamaban Tims Halvor. [10] Era un hombre alto y garrido, pero se le veía muy desanimado. La señora Stina le sirvió café a él también, el joven tomó asiento y se puso a hablar con el maestro.
Por su parte, la señora Stina sacó sus agujas y se sentó a hacer calceta en el banco situado bajo la ventana. Desde allí divisaba el camino. De repente dio un respingo y estiró el cuello para ver mejor. Al punto adoptó una apariencia tranquila y, fingiendo indiferencia, dijo:
– Y digo yo que hoy ha salido a pasear lo mejorcito de la comarca.
Al tendero no se le escapó un dejo inusual en su voz y se levantó para mirar por la ventana. Vio a una mujer alta, algo encorvada, y un muchacho a medio camino de la edad adulta que se aproximaban a la escuela.
– Si mis ojos no me engañan, es Karin Ingmarsdotter -dijo la señora Stina.
– Sí, ya lo creo que es Karin -confirmó el tendero y, sin añadir más, se apartó de la ventana y escrutó con la vista las cuatro paredes de la vivienda como si buscara una vía de escape. Sin embargo, acabó regresando calmadamente a su asiento.
La cuestión es que el verano anterior, aún en vida de Ingmar Ingmarsson, Halvor había solicitado la mano de Karin Ingmarsdotter. Fue un cortejo prolongado, con muchos peros y contras. Los venerables Ingmarsson dudaban de si Halvor les convenía. No era una cuestión de dinero, Halvor era rico; el problema consistía en que su padre se había entregado a la bebida y bien pudiera ser que eso fuera hereditario. Al final, no obstante, quedó acordado que Karin sería suya.
Se fijó el día de la boda y se decidió con el párroco el período de las amonestaciones; pero antes de la primera vez en que iban a ser leídos sus nombres en la misa mayor, Karin y Halvor hicieron un viaje a Falun a fin de comprar los anillos de boda y un libro de cánticos. Estuvieron fuera tres días. Al volver, Karin le comunicó a su padre que no podía casarse con Halvor; aunque su única queja era que Halvor se había emborrachado durante el viaje en una ocasión. Como Karin veía ahora fundados sus temores de que Halvor fuera a salir como su padre, Ingmar Ingmarsson no quiso obligarla a aquel matrimonio. Así pues, Halvor fue rechazado.
Halvor se lo tomó muy mal. «Vas a arrastrar mi nombre por el lodo -le reprochó a Karin-. ¡Qué vergüenza, es intolerable! ¿Qué pensará la gente de mí si me repudias de esta manera? Esto no se le hace a un hombre honrado.» Pero ella no dio el brazo a torcer y desde ese día Halvor se convirtió en un hombre taciturno y desgraciado. No podía olvidar la afrenta infligida por los Ingmarsson.
Y ahora entraría Karin y se encontraría con Halvor. ¿Cómo resolver la situación?
Lo que estaba claro es que no había reconciliación posible. Desde el otoño pasado, Karin era la mujer de Eljas Elof Ersson. Ella y su marido vivían en la gran casa de labranza de los Ingmarsson, de la que eran los amos desde la muerte de don Ingmar la primavera anterior. Ingmar había dejado cinco hijas y un hijo; sin embargo, éste era demasiado joven para hacerse cargo de la finca.
Karin entró en la cocina. Tenía veintitantos, pero seguramente ni de niña había parecido joven. En muchos otros sitios se la habría tildado de ser una mujer muy fea ya que había heredado los rasgos familiares de su clan y tenía los párpados pesados, el pelo ligeramente rojizo y una boca de líneas duras. Sin embargo, al maestro Storm y a los suyos ese parecido les gustaba.
Al ver a Halvor no se inmutó; todo lo contrario, a paso lento y muy tranquila fue saludando a unos y otros. Cuando le tendió la mano a Halvor, él extendió la suya lo suficiente para que sus dedos se rozaran en la punta.
Karin tenía un modo característico de caminar ligeramente encorvada. Al acercarse a Halvor, dio la impresión de que su cabeza se inclinaba algo más que de costumbre; por su parte, Halvor irguió la espalda cuanto pudo y pareció más alto que nunca.
– Así que hoy nuestra querida Karin ha salido a dar un paseo -dijo la señora Stina arrimándole la butaca en que solía sentarse el párroco.
– Así soy yo -replicó Karin-. Ahora que ha helado no cuesta tanto caminar.
– Sí, esta noche se ha formado una capa muy gruesa de escarcha -apuntó el maestro.
A continuación se abatió un pesado silencio sobre la habitación, nadie tenía nada que decir. Tras permanecer todos callados un par de minutos, Halvor se puso en pie y los otros lo imitaron como despertando de un profundo sueño.
– Bueno, es hora de regresar a la tienda -dijo.
– No creo que Halvor tenga tanta prisa -protestó la dueña de casa.
– No será por culpa mía que Halvor se va -dijo Karin. Pronunció su nombre con un tono de gran humildad.
Tan pronto Halvor se hubo marchado, el hechizo se disolvió y al maestro no tardó en ocurrírsele un tema de conversación. Miró al muchacho que acompañaba a Karin, a quien nadie le había hecho caso hasta ahora. Era sólo un niño, no mucho mayor que Gertrud, con un infantil rostro dulce y luminoso, aunque también tenía cierto aire repipi; no costaba mucho ver a qué familia pertenecía.