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– Creo que Karin ha venido a traernos un nuevo alumno -dijo Storm.

– Es mi hermano. Ahora él es Ingmar Ingmarsson.

– Es un poco pequeño para ese nombre -advirtió Storm.

– Sí, padre murió demasiado pronto.

– Y que lo digas -asintieron el maestro y su esposa al unísono.

– Ha estado yendo al colegio de Falun -dijo Karin-. Por eso no ha venido a su escuela antes.

– ¿Y no va usted a dejar que siga yendo este año también, Karin?

Ésta bajó sus gruesos párpados y soltó un largo suspiro.

– Por lo visto se le dan muy bien los estudios -eludió la pregunta.

– Bien, me temo que aquí conmigo no aprenderá gran cosa. Seguro que ya sabe tanto como yo.

– Me consta que usted sabe mucho más que un chiquillo como éste, señor maestro.

De nuevo se hizo el silencio, hasta que Karin retomó el hilo.

– No se trata únicamente de inscribirle en la escuela. También quería preguntarle a usted, señor maestro, y a usted también, señora Stina, si el chico puede vivir aquí en su casa.

El maestro y su esposa se miraron asombrados, sin saber qué responder.

– Lo cierto es que no nos sobra espacio -dijo Storm finalmente.

– He pensado que podría pagarles con mantequilla, leche y huevos.

– Sí, pero es que…

– Me harían un gran favor -añadió la rica campesina.

La mujer del maestro comprendió enseguida que Karin no les pediría algo tan extravagante a menos que realmente necesitara ayuda. De modo que tomó una decisión rápida.

– No hace falta que nos ruegue más, Karin -dijo-. Haremos todo cuanto esté en nuestra mano por ayudar a los Ingmarsson.

– Gracias -dijo Karin.

Después, mientras la señora Stina y Karin hablaban largamente sobre las condiciones en que Ingmar viviría con ellos, Storm se llevó al muchacho al aula. Una vez allí, Ingmar eligió asiento en un pupitre al lado de Gertrud. Durante todo el primer día no abrió la boca.

Halvor se mantuvo lejos de la escuela toda una semana, como si temiera volver a encontrarse con Karin. Pero una mañana que llovía a cántaros y en que no cabía esperar clientes, un profundo desaliento se abatió sobre él. «Soy un inútil, nadie me respeta», pensaba, atormentándose como solía desde el día en que Karin lo rechazara. Al final decidió ir a visitar a la señora Stina para al menos poder charlar un poco con alguien amable y alegre.

Cerró su tienda, se ciñó la chaqueta todo lo que pudo y corrió hasta la escuela intentando esquivar la lluvia y los salpicones de los charcos.

Halvor se sentía tan a gusto allí que no se movió ni cuando sonó la campana del primer recreo y llegaron Storm y los dos niños para tomar el café de la mañana.

Los tres se le acercaron para saludarle. Halvor se levantó para estrecharle la mano al maestro; pero cuando Ingmar le tendió la suya Halvor ya se había sentado y estaba tan concentrado en su conversación con la señora Stina que pareció no advertir la presencia del niño. Ingmar se quedó de pie esperando sin decir nada, después se dirigió a la mesa y se sentó. Más de una vez le oyeron suspirar de la misma forma en que lo hiciera Karin el día que estuvo allí.

– Halvor ha venido a enseñarnos su reloj nuevo -dijo la señora Stina.

Y Halvor se sacó del bolsillo un reloj de plata y lo mostró. Era muy bonito, bastante pequeño, con una flor dorada grabada en la tapa. El maestro abrió el reloj, fue al aula por la lupa, se la encajó en el ojo y observó la maquinaria. Presa del mayor entusiasmo, se quedó absorto contemplando cómo las ruedecillas se engarzaban unas con otras. Nunca había visto un trabajo tan excelente, dijo. Por fin, le devolvió el reloj a Halvor y éste se lo guardó, pero sin dar muestras ni de alegría ni de satisfacción como se suele hacer normalmente cuando alguien alaba algo que acabamos de adquirir.

Mientras estuvo comiendo, Ingmar no abrió la boca pero tras apurar su café le preguntó a Storm si entendía de relojes.

– Sí -contestó el maestro-; ya sabes que entiendo un poco de todo.

Entonces Ingmar se sacó un reloj del bolsillo de su chaleco. Era un reloj de plata grande y redondo, feo y demasiado pesado, especialmente ahora, que acababan de admirar el de Halvor. La cadena de la que colgaba también era fea y pesada. La caja carecía del más mínimo ornamento y tenía una gran abolladura. Aquel reloj no valía gran cosa. Le faltaba el cristal que protegía las manecillas y el esmalte de la esfera también estaba dañado.

– No va -dijo Storm, arrimándoselo al oído.

– No -confirmó el muchacho-. Quisiera saber si usted, señor maestro, conoce a alguien que pudiera arreglarlo.

Storm abrió el reloj, se oía un tintineo en su interior, como si los engranajes estuvieran sueltos.

– No sé si has estado partiendo avellanas con este reloj o qué, pero yo no puedo hacer nada.

– ¿Cree usted que Erik el relojero podría arreglarlo?

– Él podrá hacer tan poco como yo. Lo mejor será que lo envíes a Falun a que le cambien la maquinaria.

– Sí, ya me lo imaginaba -dijo Ingmar recuperando el reloj.

– ¿Qué demonios has estado haciendo con ese reloj? -preguntó el maestro.

El muchacho tragó saliva un momento, como atragantado por el llanto.

– Era el reloj de mi padre -dijo-. Quedó así cuando aquel madero lo arrolló.

Ahora los presentes eran todo oídos e Ingmar hizo un esfuerzo por continuar.

– El accidente ocurrió durante las vacaciones de Pascua, así que yo estaba en casa y fui el primero en llegar a donde estaba padre. Lo encontré en el suelo con el reloj entre las manos. «Me muero, Ingmar», me dijo. «Lamento que el reloj se haya roto porque quiero que se lo des a alguien a quien he ofendido; dáselo con un saludo de mi parte.» Entonces me dijo a quién debía darle el reloj, y me pidió que antes lo hiciese arreglar en Falun. Pero no he podido volver a Falun y ahora no sé qué hacer.

El maestro se puso a rebuscar en su memoria algún posible conocido que fuera a viajar a la ciudad dentro de poco. La señora Stina preguntó:

– Ingmar, ¿a quién debías darle el reloj?

– No sé si decirlo -respondió el muchacho.

– ¿No era a Tims Halvor, aquí presente?

– Sí, a él -admitió el niño.

– En ese caso, dáselo tal como está -dijo la señora Stina-. Eso le satisfará más que nada.

Ingmar se levantó obedientemente de la silla, sacó el reloj y le dio brillo con la manga de su chaqueta para dejarlo lo más bonito posible. Después cruzó la habitación con porte formal.

– Le presento saludos de parte de mi padre y le entrego esto -dijo tendiéndole el reloj.

Halvor, que había permanecido callado y sombrío todo el rato, se llevó la mano a los ojos como para no verlo. Ingmar siguió plantado ante él sosteniendo el reloj. Al final, el muchacho desvió la vista hacia la dueña de casa como pidiendo ayuda.

– «Bienaventurados sean los pacificadores» [11] -dijo ella entonces.

Halvor estiró un brazo y apartó de sí aquel reloj.

– En mi opinión, no puede usted pedir mayor desagravio, Halvor -terció Storm-. Siempre he sostenido que si Ingmar Ingmarsson no hubiese muerto, hace tiempo que se habría encargado de reparar su honor tal como usted se merece, Halvor.

Entonces vieron que Halvor, con la mano con que no se tapaba los ojos, casi contra su voluntad, agarró el reloj y se lo llevó de un tirón. Y una vez en su mano, lo metió bajo la doble protección del abrigo y el chaleco.

– Ese reloj no se lo quitará nadie -dijo el maestro, y soltó una carcajada al ver lo bien que se abrochaba la chaqueta que escondía el reloj.

Halvor también se rió, luego se puso en pie, estiró la espalda e inspiró hondo. El color subió a sus mejillas. Paseó una mirada franca y alegre por la habitación.

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[11] Las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña (San Mateo 5). (N. de la T.)