– Creo que Halvor se siente como si acabasen de resucitarlo -dijo la esposa del maestro.
Halvor se metió la mano en la chaqueta y sacó su reloj. Se acercó a Ingmar, quien de nuevo se había sentado a la mesa.
– Ya que yo he aceptado el reloj que era de tu padre, ahora tú debes aceptar éste que es mío -le dijo.
Y colocó el reloj sobre la mesa y se marchó sin despedirse de nadie.
Todo el día se lo pasó vagando por caminos y senderos. Un par de campesinos de la granja de Västgården bajaron para comerciar con él. Estuvieron esperando a la puerta de la tienda desde el mediodía hasta el ocaso; pero de Tims Halvor no se vio ni rastro.
Elof Ersson de la granja de Eljasgården, casado con Karin Ingmarsdotter, tuvo un padre malo y avaricioso que siempre fue muy severo con su hijo. De pequeño a Eljas apenas le daban de comer y de adulto siguió sufriendo una tremenda represión. El viejo no cesaba de hostigarle para que trabajara más, nunca le permitió ir a un baile y tampoco los domingos le concedía descanso. Es de lamentar que el matrimonio no significara para Eljas Elof un medio de alcanzar la independencia, ya que al ir a vivir a la finca de los Ingmarsson tuvo que supeditarse a la autoridad de su suegro. Lo cierto es que tampoco en Ingmarsgården encontró otra cosa que servidumbre y parquedad. Curiosamente, sin embargo, mientras vivió Ingmar Ingmarsson, Eljas siempre dio muestras de estar muy satisfecho y trabajaba como un esclavo sin quejarse nunca de nada. La gente comentaba que los Ingmarsson habían encontrado la horma de su zapato, ya que Elof Ersson no sabía hacer otra cosa en la vida que trabajar.
Pero fue morir Ingmar Ingmarsson y el yerno se dio a la bebida y empezó a llevar una vida de lo más disipada. Trabó amistad con todos los crápulas del pueblo y o bien los invitaba a la finca o bien se iba de ronda con ellos por todas las tabernas y posadas de la comarca. Se olvidó de trabajar y no pasaba un día sin emborracharse. En cuestión de un par de meses se convirtió en un pobre borracho.
Cuando su esposa, Karin Ingmarsdotter, lo vio ebrio por primera vez se quedó de piedra. «Dios me castiga así por haberme portado mal con Halvor», fue lo primero que cruzó su mente.
En el marido no desperdició demasiadas palabras de reproche o amenaza. Enseguida comprendió que aquel hombre era como un árbol de raíces podridas que nunca podría darle apoyo ni sombra.
En cambio, las hermanas de Karin Ingmarsdotter no eran tan perspicaces como ella. Se avergonzaban de aquellos excesos y de que desde la carretera se oyera el jaleo y las juergas que armaban los borrachos en la casa familiar. Ora se mofaban de él ora le reprendían, y aunque el cuñado en el fondo era un hombre apacible, a veces se encolerizaba. Resumiendo, en aquel hogar reinaba la discordia.
Karin sólo pensaba en cómo sacar a sus hermanas de la casa familiar para ahorrarles el tormento que ella sufría. Durante el verano concertó los matrimonios de las dos mayores y a las dos menores las envió a América con unos parientes que habían prosperado considerablemente.
A todas estas hermanas se les pagó su parte de la herencia, es decir, veinte mil coronas. Karin se quedaba con la finca pero sólo tras acordar que el joven Ingmar podría comprársela cuando alcanzase la mayoría de edad, momento en el que Karin y Eljas Elof se mudarían a otro lugar.
Era digno de admiración que Karin, con lo torpe e indecisa que aparentaba ser, tuviera la capacidad de equipar a tantos pájaros para que abandonaran el nido, consiguiéndoles maridos y viviendas o pasajes para América. Todo lo hizo sola. De su marido no obtuvo ayuda de ninguna clase.
Pero de todas sus preocupaciones, sin embargo, la mayor era el hermano, aquel que ahora era Ingmar Ingmarsson, quien le plantaba cara al marido de Karin más encarnizadamente que cualquiera de las hermanas. El muchacho no lo hacía de palabra sino mediante sus actos. En una ocasión vació todas las botellas de aguardiente que Eljas Elof guardaba en la casa, y en otra fue pillado rebajando sus licores con agua.
Llegado el otoño, Karin solicitó a su marido, único tutor del menor de edad, que el muchacho asistiese al colegio de Falun como en años anteriores; pero Eljas se opuso tajantemente.
«Ingmar será un labriego como lo hemos sido yo y su padre y el mío -declaró Eljas Elof-. ¿Qué se le ha perdido en el colegio? Este invierno, él y yo lo pasaremos arriba en el bosque haciendo carbón. Es lo mejor que puede aprender. Cuando yo tenía su edad me pasaba el invierno entero metido en una choza de carbonero.»
Karin no logró hacerle cambiar de opinión y tuvo que conformarse con que Ingmar se quedara en casa.
A partir de entonces Eljas Elof empezó a mostrar interés en ganarse a Ingmar. Sobre todo cuando salía de casa quería que el niño lo acompañase. Éste lo seguía a desgana. Aborrecía ser testigo de las francachelas del cuñado, quien le juraba que no irían más allá de la iglesia o la tienda, pero, una vez que el chico se encontraba subido al carro, lo llevaba muy lejos, hasta la planta industrial de Bergsåna o la posada de Karmsund.
Karin se alegraba de que el marido se llevara al chico, le parecía una garantía de que Elof no acabaría tirado en una cuneta o el caballo muerto de extenuación.
Pero un día Eljas llegó a casa a las ocho de la mañana con Ingmar dormido a su lado en el pescante.
– ¡Hazte cargo de él y llévalo dentro! -le gritó a su esposa-. El chiquillo está borracho y no se tiene en pie.
A Karin, consternada, se le cayó el alma a los pies. Antes de cargar con el hermano tuvo que sentarse en el escalón de la entrada unos instantes.
Cuando finalmente incorporó al chico vio que no estaba dormido, sino inconsciente y frío, como un muerto. Lo tomó en sus brazos y lo llevó a la alcoba. Allí se encerró con él e intentó reanimarlo.
Al cabo de un rato salió al comedor, donde Eljas estaba tomando su desayuno. Karin se le aproximó y le puso la mano en el hombro.
– Más vale que te hinches de comida porque si has matado a mi hermano, en adelante no comerás tan bien como en esta casa.
– Bah, qué cosas dices -repuso él-. No creo que un poco de aguardiente le haya sentado tan mal.
– ¡Fíjate bien en lo que te digo! -le gritó Karin hincando unos dedos largos y huesudos en el hombro del marido-. Si se muere, te pasarás veinte años entre rejas, Eljas, eso te lo juro.
Cuando Karin volvió a la alcoba, Ingmar había recuperado el conocimiento pero la cabeza no le funcionaba, no podía mover ningún miembro y sufría grandes dolores.
– ¿Crees que me voy a morir, Karin? -preguntó.
– Eso nunca -contestó ella sentándose a su lado.
– No sabía lo que me estaban dando -aseguró él.
– Pues menos mal, gracias a Dios -contestó Karin muy seria.
– Escríbeselo a nuestras hermanas si me muero -suplicó el muchacho-. Yo no sabía que eran licores.
– Ya -repuso Karin.
– No lo sabía, te lo juro.
Todo ese día lo pasó Ingmar en cama con fiebre y mareos.
– No se lo cuentes a padre, por favor -le pidió a su hermana.
– No, nadie se lo va a contar a padre -contestó ella.
– Pero si me muero padre se enterará y entonces tendré que avergonzarme ante él.
– ¿No decías que no era culpa tuya? -repuso Karin.
– Sí, pero a lo mejor padre piensa que debería haberme negado a tomar cualquier cosa que me diese Eljas.
»¿Crees que todo el pueblo sabe que me he emborrachado? -preguntó luego-. ¿Qué dicen los mozos y qué dice la tía Gammel Lisa y qué dice Stark Ingmar?
– Pues ésos no dicen nada -respondió Karin.
– Por favor, tienes que contarles cómo fue. Mira, te explico: estuvieron bebiendo toda la noche y entretanto yo dormía sentado en un rincón. Fue en la posada de Karmsund. Entonces Eljas me despertó y me dijo muy amable: «Venga, Ingmar, tómate algo caliente. ¡Ten, bébete esto, sólo es agua con azúcar!» Y yo al despertarme sentí frío, así que acepté. Cuando probé lo que me daba sólo noté que era dulce y estaba caliente. Y ahora resulta que había echado licor. ¿Qué dirá padre ahora?