Karin abrió la puerta porque Eljas todavía estaba ahí y pensó que convenía que oyera lo que hablaban.
– Si padre viviera, Karin, ay si padre viviera.
– Entonces ¿qué, Ingmar?
– ¿No crees que lo mataría a palos?
En la otra habitación, Eljas se echó a reír y el chico palideció tanto que Karin se levantó y cerró la puerta.
Después de este incidente Eljas Elof se volvió lo bastante dócil como para no impedir que Karin llevase a Ingmar a casa del maestro.
Los primeros tiempos tras recibir el reloj, Halvor tenía siempre la tienda llena de clientes. No había granjero que viniese al pueblo sin pasar por el almacén para oír la historia del reloj de don Ingmar. Los parroquianos, con sus abrigos de pieles blancos hasta los pies y los rostros curtidos y serios, se pasaban horas apoyados en el mostrador escuchando a Halvor, quien remataba su narración sacando el reloj de su chaleco y luego señalaba la caja abollada y la esfera rota. «¿Así que ahí fue donde recibió el golpe? -se maravillaban los presentes imaginando la escena en que Ingmar Ingmarsson resultó herido-. ¡Qué suerte tienes, Halvor, de poseer ese reloj!»
Cuando Halvor mostraba el reloj nunca lo soltaba, sino que lo mantenía sujeto por la cadena. Ni un solo instante permitía que se lo quitasen de las manos.
Un día, Halvor, rodeado de un círculo de oyentes, como era habitual últimamente, fue desarrollando su relato hasta que tocó el momento de sacar el reloj. Como por ensalmo, una noble emoción invadió a todos y mientras se pasaban el reloj de mano en mano el silencio fue casi total.
Justo entonces entró Eljas, pero el reloj acaparaba toda la atención de los presentes así que nadie se dio cuenta. Eljas también había oído la historia del reloj de su suegro y enseguida comprendió la situación. No es que le tuviera envidia a Halvor, simplemente le parecía ridículo verle a él y a los demás tan emocionados en torno a ese trasto abollado y viejo por muy de plata que fuera.
De puntillas se acercó a los que hacían corro frente al mostrador, de un rápido zarpazo agarró el reloj y de un tirón lo tuvo en su puño. Sólo era una broma, Eljas no pretendía quitarle el reloj a Halvor, su única intención era fastidiar un poco.
Halvor lanzó un manotazo para recuperar el reloj pero Eljas dio un paso atrás sosteniéndolo en alto, como quien enseña un hueso a un perro jadeante. Halvor, haciendo pértiga con la mano sobre el mostrador, saltó al otro lado. Estaba tan furioso que Eljas se asustó y, en vez de quedarse quieto y devolverle el reloj, salió corriendo por la puerta.
Al otro lado de la puerta había una escalera de madera cuyos peldaños estaban en muy mal estado. Eljas metió el pie en un resquicio, tropezó y cayó escaleras abajo. Halvor se le echó encima, recobró su reloj y le propinó varias patadas.
– No te molestes en darme tan fuerte -advirtió Eljas-. Yo de ti miraría qué le pasa a mi espalda.
Halvor se contuvo pero Eljas no hizo ademán de levantarse.
– Ayúdame a ponerme en pie -pidió.
– Ya te ayudarás tú mismo cuando hayas dormido la mona.
– No estoy borracho -dijo Eljas-, lo que pasa es que cuando bajaba las escaleras me pareció ver a don Ingmar que venía hacia mí reclamando el reloj. Por eso caí de tan mala manera.
Halvor se inclinó para ayudar a aquel pobre diablo. Después tuvieron que llevarle a casa tumbado en una carreta. Se había roto la espina dorsal y nunca más volvería a andar.
A partir de entonces Eljas Elof siempre guardó cama; era un hombre desvalido que no podía moverse. Pero hablar sí podía, y se pasaba el día suplicando que le trajeran aguardiente. El médico le había prohibido rotundamente a Karin que le proporcionase cualquier tipo de licor, ya que en ese caso la bebida no tardaría en mandarlo a la tumba. Entonces Eljas empezó a conseguir lo que deseaba por la fuerza, a base de pegar gritos y armar mucho alboroto, principalmente de noche. Se comportaba como un loco y perturbaba el reposo de todos.
Éstos fueron los años más duros para Karin. Su marido la martirizaba hasta tal punto que más de una vez creyó que no lo resistiría. Con su lengua venenosa él llenaba la casa de maldiciones y blasfemias, de modo que aquello era como el infierno.
Karin le rogó al maestro y su esposa que alojaran a Ingmar. No quería que el hermano viniese a casa un solo día al año, ni siquiera por Navidad.
Todos los criados de la casa eran parientes lejanos de los amos y el predio de los Ingmarsson había sido su hogar de toda la vida. De no haber estado tan arraigados con los Ingmarsson, habrían sido incapaces de permanecer en sus puestos. Porque no fueron muchas las noches que Eljas les dejó dormir tranquilos. Y constantemente ideaba nuevos modos de atormentarlos a ellos y a Karin, para obligarles a claudicar ante sus exigencias.
Sumida en esta desgracia vivió Karin un invierno, un verano y otro invierno más.
Karin Ingmarsdotter tenía un lugar al que solía ir para estar a solas y rumiar sus penurias. Era un banquillo estrecho situado tras la valla del pequeño campo de lúpulo; allí acostumbraba acurrucarse con los codos apoyados en los muslos y la barbilla entre las manos mirando fijo al vacío. Buenas vistas no le faltaban, ni a lo ancho ni a lo largo. Desde el lugar donde se sentaba, los sembrados se extendían hasta las lomas boscosas y la puntiaguda montaña con forma de tacón de Klackberget.
Allí se encontraba una tarde de abril. Se sentía débil y desanimada, como a menudo suele ocurrirle a la gente en primavera, cuando la nieve, sucia y polvorienta, se va derritiendo y la lluvia primaveral todavía no ha limpiado el suelo. El sol picaba fuerte, y el viento del norte soplaba sin trabas a su alrededor porque el lúpulo que la hubiese resguardado aún no había nacido, sino que dormía su sueño invernal bajo un manto de ramas de abeto. Era un viento cortante, trapos y trozos de papel y hierba seca giraban en remolinos a ras del suelo. En lo alto de las montañas se acumulaba la nieve del deshielo y las copas de los abedules empezaban a ponerse pardas, pero en la linde del bosque la nieve todavía se amontonaba muy alta. La primavera estaba en camino y no tardaría en irrumpir en serio, pensamiento que le provocó un cansancio aún mayor. Sentía que no podría sobrevivir otro verano.
Pensó en la avalancha de tareas que se le venían encima, la siembra y la siega, amasar el pan de toda la temporada, la colada pendiente de todo el invierno, tejer y coser. Se le antojaba imposible pasar por todo aquello.
– Además, más me valdría morir -dijo muy quedamente-. El único sentido que tiene mi vida es impedir que Eljas se mate bebiendo.
De repente alzó la vista como si atendiese una llamada. Frente a ella vio a Halvor Halvorsson, que la observaba apoyado contra el cercado.
Karin no sabía cuándo había llegado. Tuvo la impresión de que llevaba allí un buen rato.
– Me imaginaba que te encontraría aquí -dijo él.
– ¿Ah sí?
– Antes solías venir aquí cuando tenías un rato libre para dedicarle a tus penas.
– Entonces pocas eran mis penas.
– Las que no tenías te las buscaste.
Al mirar a Halvor, Karin pensó que él debía pensar que había sido una tonta al no casarse con un hombre tan orgulloso y gallardo. «Ahora me tiene acorralada -se dijo-. Ha venido aquí para escarnecerme.»
– He ido a tu casa y he hablado con Eljas -dijo Halvor-. De hecho, era a él a quien quería ver.
Karin no respondió y siguió sentada con la vista baja y las manos cruzadas, esperando la lluvia de sarcasmos que Halvor iba a descargar sobre ella.
– Le he dicho -prosiguió él- que me considero parcialmente responsable de su desgracia porque fue en mi casa donde tuvo el accidente. -Se interrumpió, como esperando una señal de aprobación o de desagrado por parte de ella; pero Karin callaba-. Por eso le he preguntado -continuó Halvor- si no quería venir a vivir conmigo una temporada. Representaría un cambio de aires y allí vería a más gente que aquí.