Karin levantó los ojos pero siguió sin moverse.
– Hemos acordado -siguió Halvor- que mañana lo mandarás a mi casa con el carro. Acepta venir conmigo porque cree que en mi casa podrá beber, pero puedes estar segura de que no será así, Karin. No tomará más aguardiente en mi casa que en la tuya. Bien, entonces quedamos en que vendrá mañana. Se alojará en la trastienda y le he prometido que la puerta siempre estará abierta para que pueda ver gente.
Karin se preguntó si aquello formaba parte de algo que Halvor había ideado para burlarse de ella, pero al punto comprendió que hablaba en serio.
Y es que Karin siempre pensó que Halvor había pedido su mano porque era rica y de buena familia. Nunca se le ocurrió que él pudiera quererla por méritos propios. Sabía muy bien que ella no era el tipo de mujer que gusta a los hombres. Por otro lado, tampoco ella había estado enamorada, ni de Halvor ni de Eljas.
Sin embargo, ahora que Halvor le proponía compartir la carga tan pesada que llevaba a cuestas, se vio embargada por una inmensa y sublime emoción. ¿Cómo era posible que Halvor pudiera ser tan bueno con ella?
El corazón de Karin empezó a palpitar. Estaba despertando a algo que nunca antes había experimentado. Se preguntó qué podría ser hasta que de repente comprendió que la bondad de Halvor había fundido el hielo que envolvía su corazón, haciendo que en ella prendiera una primera llama de amor hacia él.
Halvor continuó exponiendo su plan, temiendo posibles reparos.
– Hay que ponerse en su lugar -dijo-, el pobre necesita un cambio de aires. Y lo difícil que ha sido contigo no se atreverá a serlo conmigo. A mí me tiene miedo, con un hombre no es lo mismo.
Karin no sabía dónde meterse, le parecía que no podía hacer un solo gesto o pronunciar una sola palabra sin que Halvor notara que estaba enamorada de él. Y sin embargo, era preciso contestar algo.
Al final, Halvor calló y se quedó mirándola.
Karin se levantó como a desgana, se acercó a él y acarició su mano lentamente.
– Dios te bendiga, Halvor -dijo con voz quebrada-. Dios te bendiga.
A pesar de todas sus precauciones, Halvor debió de percibir algo puesto que con un gesto rápido le sujetó las manos y la atrajo hacia sí.
– ¡No, no! -exclamó ella, horrorizada, luego se soltó y salió corriendo.
Eljas fue trasladado al almacén de Halvor y estuvo tumbado en la trastienda todo el verano. Sin embargo, no le ocasionó demasiadas molestias a Halvor porque entrado el otoño Eljas murió.
Al poco tiempo del suceso, la señora Stina le dijo a Halvor:
– Ahora debe usted prometerme una cosa, Halvor. -Él dio un respingo y alzó la vista-. Tiene usted que prometerme que tendrá mucha paciencia con Karin.
– Claro que tendré paciencia -contestó, extrañado.
– Lo digo porque es de las que merecen el esfuerzo de esperarlas, aunque sean siete años enteros.
Hablar de paciencia era fácil, pero para Halvor tenerla no lo fue tanto debido a los rumores que empezaron a llegarle acerca de si ora éste ora el otro estaba cortejando a Karin. Esta situación se creó a los catorce días exactos del entierro de Eljas.
Un domingo por la tarde, Halvor estaba sentado en los escalones de la entrada observando la gente que iba y venía por la carretera. Enseguida se le antojaron demasiados los elegantes carricoches que pasaban de largo rumbo a la finca de los Ingmarsson. En el primer carruaje vio a uno de los inspectores de la fábrica de Bergsåna, tras él pasó el hijo del hotelero de Karmsund, y finalmente pasó Berger Sven Persson, un rico hacendado de la parroquia lindante; de hecho, el terrateniente más acaudalado de toda la región oeste de Dalecarlia y, además, un hombre sensato de muy buena reputación. Si bien es cierto que ya no era lo que se dice joven. Había estado casado en primeras y segundas nupcias y acababa de quedarse viudo por segunda vez.
Cuando vio pasar a Berger en su coche, Halvor ya no pudo estarse más sentado. Echó a andar por la carretera y, casi sin quererlo, había cruzado el puente y se hallaba en la misma margen del río en que se hallaba Ingmarsgården. «Me gustaría saber adónde iban todos esos coches», se dijo. Siguió las huellas y no tardó en sentirse más y más ansioso. «Sé que esto que hago es una estupidez -se dijo, recordando la advertencia de la señora Stina-. Sólo voy a subir hasta el camino de la finca para ver lo que están tramando allá arriba.»
Berger Sven Persson y un par de hombres más estaban en la sala grande de Ingmarsgården tomando café. Ingmar Ingmarsson, que seguía viviendo en la escuela, había ido a pasar el domingo a su casa y, por lo tanto, estaba sentado a la mesa con los visitantes haciendo las funciones de anfitrión ya que Karin no estaba, se había excusado con que tenía cosas que hacer en la cocina debido a que todas las criadas habían ido al pueblo para escuchar misionar al maestro.
En el comedor reinaba un aburrimiento mortal, todos sorbían su café sin decir nada. Los pretendientes prácticamente no se conocían y cada uno aguardaba una oportunidad para meterse en la cocina y hablar a solas con Karin.
En ésas la puerta se abrió dando paso a un nuevo visitante. Ingmar Ingmarsson fue a recibirle y lo condujo hasta la mesa.
– Es Halvor Halvorsson de Timsgården -le dijo a Berger Sven Persson.
Éste no se levantó, saludó únicamente con un ligero gesto de la mano y dijo con cierta sorna:
– Qué suerte poder conocer a un hombre de tanta fama.
Ingmar Ingmarsson le ofreció una silla a Halvor haciendo tanto ruido al arrastrarla que éste se libró de responder.
A partir del momento en que llegó Halvor, todos los pretendientes se volvieron locuaces y grandilocuentes. Empezaron a respaldarse y a darse coba mutuamente, como si se hubiesen puesto de acuerdo para mantenerse unidos hasta eliminar a Halvor de la partida.
– Qué caballo más magnífico ha traído usted hoy, señor juez -empezó el inspector.
Berger Sven Persson le siguió el juego y alabó a su vez al inspector por un oso que había cazado el pasado invierno. A continuación, ambos felicitaron al hijo del hotelero de Karmsund por las nuevas viviendas edificadas por su padre. Finalmente, los tres se dedicaron a fanfarronear acerca de la fortuna de Berger Sven Persson. La locuacidad de aquellos hombres no tenía fin y con cada palabra le decían a Halvor que, comparado con ellos, era un don nadie. Halvor, sintiéndose en efecto muy insignificante, se arrepintió amargamente de haber ido.
Al poco entró Karin con la cafetera para rellenar las tazas. Cuando descubrió a Halvor su primera reacción fue de alegría, pero después pensó en la mala impresión que causaría que hubiese venido a visitarla a tan pocos días de la defunción del marido. Si mostraba tanta prisa, la gente pensaría que Halvor había descuidado sus atenciones a Eljas a propósito para deshacerse de él y así poder casarse con ella.
Karin habría querido que Halvor esperara dos o tres años antes de ir a verla, ese lapso habría sido suficiente para que la gente comprendiese que la impaciencia no había impulsado a Halvor a causarle ningún mal a Eljas. «¿Por qué tiene tanta prisa? -pensó-. Ya debería saber que nunca tomaré a nadie más que a él por marido.»
Al entrar Karin se hizo un nuevo silencio en la habitación y nadie pensó en otra cosa que en observar cómo se saludaban ella y Halvor. Pero las yemas de sus dedos apenas se rozaron. Al verlo, al juez del distrito se le escapó un agudo silbidito de alegría mientras que el inspector soltó una carcajada. Halvor se giró lentamente hacia él.
– ¿Se puede saber de qué se ríe usted, inspector? -le preguntó impasible.
Así de pronto al inspector no se le ocurrió nada. No quería decir algo hiriente mientras Karin estuviera en la sala.