– No veo por qué Krister y yo habríamos de ser menos que usted, maestro.
Tims Halvor, previendo una pelea, se levantó para calmar los ánimos.
– Todos los que han puesto dinero para construir esta sala deberían ser consultados antes de aceptar a un nuevo predicador.
Sin embargo, a estas alturas también Krister Larsson estaba furioso, y enseguida replicó:
– Recuerdo que cuando construimos esta casa acordamos que sería una sala de culto cristiano libre y no una iglesia en la que sólo una persona tiene derecho a predicar el Evangelio.
Pronunciadas estas palabras, fue como si todos los presentes hubieran tocado fondo. Hasta hacía sólo una hora a nadie se le habría ocurrido pensar en que les gustaría escuchar a otro predicador que el maestro; sin embargo, ahora se decían: «Sería divertido cambiar, me gustaría escuchar otras palabras y ver caras nuevas ahí en el estrado.»
Sin embargo, tal vez la disputa no habría ido a más de no ser por Kolås Gunnar. Éste era otro de los cuñados de Tims Halvor, un hombre alto y flaco, de complexión morena y mirada afilada. Apreciaba al maestro tanto como los demás, pero aún apreciaba más una buena pelea.
– Sí, se habló mucho de la libertad cuando edificamos esta sala, pero desde que quedó lista no he oído ni una sola cosa que tenga que ver con la libertad.
El maestro se ruborizó hasta las orejas. Ésta era la primera manifestación cargada de verdadera malicia e insolencia.
– Te diré algo, Kolås Gunnar -replicó-: aquí has oído predicar libertad de la buena, de la que Lutero predicaba; no queremos malgastar la libertad predicando verdades que son flor de un día.
– El maestro quiere hacernos creer que, cuando se trata de la «doctrina», todo lo nuevo es malo -repuso el hombre, más calmado y como arrepentido-. Le parece bien que sigamos nuevos métodos para criar ganado y quiere que compremos maquinaria moderna para arar la tierra; pero de las nuevas herramientas que surgen para labrar las viñas del Señor no quiere que sepamos nada.
El maestro empezaba a creer que la intervención de Kolås Gunnar no había sido tan malintencionada como le pareció en un principio.
– ¿No pretenderás -preguntó como en broma- que aquí se predique otra doctrina que la luterana?
– No se trata de una nueva doctrina -espetó Gunnar, mordaz-, sino de quién tiene derecho a predicar, y que yo sepa, Matts Eriksson es tan buen luterano como usted, maestro, o como el señor párroco.
El maestro, que se había olvidado del párroco unos momentos, bajó la vista hasta éste, que permanecía sentado e inmóvil, con la barbilla apoyada en el puño del bastón y un brillo extraño en la mirada. Storm se dio cuenta de que sus ojos estaban clavados en él y que no se los quitaba de encima ni un segundo. «Después de todo, tal vez hubiera sido preferible que el párroco no hubiera venido esta tarde», pensó.
Le pareció que esto que le sucedía era similar a algo que ya había vivido otras veces en el aula. Podía ocurrir que un magnífico día de primavera viniera un simple gorrioncillo a posarse en el alféizar de la ventana y empezara a trinar alegremente. De pronto, todos los alumnos pedían permiso para ausentarse, dejaban de estudiar, se peleaban y armaban jaleo, y se volvían prácticamente ingobernables. Algo semejante era lo que había pasado esta tarde tras la aparición de Hök Matts. Pero al maestro no le cabía duda de que iba a demostrarles al párroco y a los demás que contra él no valían los motines. «De entrada les dejaré hacer, hasta que los agitadores se cansen de arengar», pensó, y fue a sentarse tranquilamente en una silla situada tras la mesa, donde había un vaso de agua.
Su gesto desató una instantánea y terrible borrasca dirigida contra él, ya que ahora a cada cual le asaltaba la siguiente idea: «Si el maestro no es mejor que nosotros, ¿por qué hemos de aceptar que sólo él nos diga en qué debemos y en qué no debemos creer?» [14] Este razonamiento era nuevo para la mayoría, pero aun así, se hacía obvio al escucharles que había germinado y crecido en su interior a partir del momento en que el maestro construyera el templo, pues con ello quedaba demostrado que un hombre sencillo y humilde era capaz de exponer la palabra de Dios.
Al cabo de un rato el maestro pensó: «Bueno, supongo que estos jóvenes ya se habrán desahogado. Ha llegado la hora de enseñarles quién lleva el timón de este barco.»
Storm se puso en pie, descargó un manotazo contra la mesa y gritó:
– ¡Se acabó! Basta de cháchara. Quiero irme a mi casa y vosotros os vais a ir a la vuestra para que yo pueda apagar y cerrar la sala.
Algunos se levantaron ya que, como antiguos alumnos del maestro, sabían que cuando éste golpeaba la mesa más valía obedecer; sin embargo, la inmensa mayoría permaneció en su sitio. «El maestro olvida que nos hemos hecho mayores -pensaron-. Cree que saldremos corriendo sólo porque le dé de puñetazos a la cátedra.»
Los presentes continuaron proclamando que querían escuchar nuevos predicadores, pero dudaban sobre a quiénes invitar. Hasta se establecieron dos bandos, los que querían a la gente de Waldenström [15] y los que preferían traer a los de la Fundación Patriótica Evangélica.
El maestro miraba a la congregación completamente atónito, como si fuera testigo de algo abominable. Hasta ese momento sólo había visto al niño que se ocultaba en cada rostro. Pero ahora, de los mofletes de piel delicada, de los dorados rizos y la mirada angelical de los niños de antaño no quedaba nada. El maestro sólo vio un grupo de adultos de facciones ásperas y graves, y sintió que sobre ellos no tenía ningún poder. Ni siquiera sabía cómo dirigirse a ellos.
La discusión arreció y el bullicio aumentaba por momentos. El maestro guardó silencio, impasible ante la borrasca. Kolås Gunnar, Ljung Björn y Krister Larsson iban a la cabeza del ataque. Hök Matts, causante inicial de todo aquel barullo, se levantó repetidas veces pidiéndoles que se callaran, pero nadie le hizo caso.
El maestro volvió a bajar la vista hacia el párroco, quien seguía igual de inmóvil, observándole con el mismo brillo en los ojos. «Seguro que se está acordando de aquella noche hace cuatro años, cuando le comuniqué que quería construir esta sala -pensó Storm-. Al final tenía razón, todo aquello que más temíamos está ya aquí: la herejía, la insubordinación y el cisma, y lo peor es que tal vez nada de esto hubiera llegado si no fuera por mi empeño en construir este templo mío de Sión.»
Nada más formular este pensamiento, alzó la cabeza y se irguió. Del bolsillo de su chaqueta sacó una pequeña llave de acero brillante con la cual abría y cerraba la puerta de la sala. Colocó la llave en dirección a la luz y sus destellos se divisaron desde todo el recinto.
– Ahora mismo voy a depositar esta llave sobre la mesa -anunció-, y nunca más volveré a cogerla. Pues todo aquello que yo quería ahuyentar con esta llave, se ha infiltrado en nuestra comunidad por culpa de ella.
Dicho lo cual, dejó la llave, tomó su sombrero y se dirigió hacia donde estaba sentado el párroco.
– Quiero darle las gracias por haber venido a escucharme esta tarde -le dijo-, ya que de no haber venido esta tarde, no habría podido escucharme nunca.
Correría salvaje
Según la opinión de muchos, Eljas Elof Ersson no debería haber encontrado reposo en su tumba por lo odiosa que había sido su conducta para con Karin Ingmarsdotter y el joven Ingmar Ingmarsson.
Elof no sólo había provocado la ruina propia y la de Karin, sino que lo había hecho a propósito, de modo que Karin tuvo muchas dificultades tras su muerte, la propiedad estaba tan endeudada que de no ser porque Halvor Halvorsson era muy rico y pudo comprar la finca y pagar las deudas, Karin habría tenido que entregarla a los acreedores.
Las veinte mil coronas que le correspondían a Ingmar Ingmarsson y que Eljas tenía el deber de administrar, se habían esfumado y no quedaba ni rastro. Algunos creían que Eljas había enterrado el dinero, otros que lo había regalado a alguien, lo cierto es que no salía por ninguna parte. De todo esto nadie supo nada hasta que se redactó la escritura del inventario de bienes del difunto. El albacea estuvo buscando el dinero de Eljas durante varios días pero no lo encontró.