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Cuando le comunicaron a Ingmar que era pobre, quiso que Karin le aconsejara acerca de su futuro. Ingmar dijo que a él le gustaría estudiar para maestro. Le pidió que le dejara continuar viviendo con la familia Storm hasta que tuviera edad para ingresar en la Escuela Normal. Allá en el pueblo tenía acceso a los libros del maestro y del párroco, y además, Storm dejaba que Ingmar le asistiera ayudando a los niños de la escuela, lo cual era una buena manera de practicar el oficio.

Karin sopesó la propuesta detenidamente y al final dijo: «Entiendo que no quieras continuar viviendo en casa, ahora que no podrás ser el amo de la finca.»

Cuando Gertrud, la hija del maestro, se enteró de que Ingmar regresaba puso mala cara. Cayó en la cuenta de que, si habían de tener un chico viviendo con ellos, habría preferido que fuera Bertil, el hijo del juez del distrito, que era muy guapo, o si no Gabriel, un chico muy alegre que era hijo de Hök Matts Eriksson.

A Gertrud tanto Gabriel como Bertil le gustaban mucho; en cambio, no se aclaraba respecto a sus sentimientos hacia Ingmar. Sentía aprecio por él porque la ayudaba con sus tareas escolares y la obedecía como un esclavo; pero a menudo la exasperaba porque era torpe y flojo y porque no sabía jugar. Por una parte, lo admiraba porque era aplicado y aprendía con facilidad; pero, por la otra, lo despreciaba porque nunca se hacía valer.

Gertrud siempre tenía la cabeza llena de fantasías y sueños que le confiaba a Ingmar. Si él se iba un par de días, ella se sentía inquieta y sola, sin nadie con quien hablar. Pero luego, cuando él volvía, le parecía del todo incomprensible que le hubiera estado añorando.

La muchacha nunca tenía en cuenta que Ingmar fuera rico y perteneciera a la mejor familia del pueblo, antes bien, lo trataba como si fuera un poco inferior. Sin embargo, cuando se enteró de que había perdido toda su fortuna se echó a llorar, y cuando más tarde él le explicó que no pensaba recuperar la finca, sino que quería hacerse maestro, ella se enfadó tanto que apenas pudo controlarse.

¡A saber todo lo que ella habría soñado para él!

La educación que recibían los chicos en casa del maestro era muy estricta. Se les obligaba a perseverar en sus tareas y rara era la vez en que se les permitía una distracción. Pero esa primavera, al dejar Storm de dar sus sermones en el templo, las cosas cambiaron. De vez en cuando, la señora Stina le decía a su marido: «Mira, Storm, ha llegado el momento de dejar que la juventud se divierta. ¡Recuerda cómo éramos tú y yo a los diecisiete años! A su edad nos pasábamos muchas noches bailando desde que se ponía el sol hasta que salía.»

Un sábado por la tarde, cuando el joven Hök Gabriel Mattsson y Gunhild, la hija del concejal, vinieron de visita, hasta hubo baile en la escuela. Gertrud estaba loca de alegría por poder bailar; en cambio, Ingmar no quiso formar parte del grupo. Agarró un libro y fue a sentarse en el banco situado bajo la ventana. Gertrud no hacía más que acercársele una y otra vez para arrancarle de la lectura, pero él, enfurruñado y tímido, se resistía. La señora Stina suspiró al verle. «Se nota que pertenece a una familia con mucha solera -pensó-. Dicen que la gente así nunca es joven del todo.»

Los tres que bailaron se lo pasaron tan bien que decidieron ir a un baile el sábado siguiente. Al final, le preguntaron al matrimonio Storm qué opinión les merecía la idea.

– Bueno, si vais a bailar en casa de Stark Ingmar os doy mi permiso -dijo la señora Stina-. Me consta que allí sólo va gente decente que conocemos todos.

Storm puso otra condición:

– ¿Cómo voy a dejar que Gertrud vaya a bailar sin que Ingmar la acompañe y cuide de ella?

Los tres acudieron a Ingmar, pero él, manteniendo la vista clavada en el libro y sin dejar de leer, les dio su no más rotundo. «No vale la pena insistir», dijo entonces Gertrud en un tono tan inusual que Ingmar se vio obligado a alzar la vista y mirarla. Era tremendo lo guapa que estaba Gertrud después de bailar. En cambio, al darse ella la vuelta y apartarse, él vio que sus ojos echaban chispas y que en su sonrisa sólo había desdén. Se veía a las claras cuánto le despreciaba, a él, sentado en un rincón, huraño y feo, que no sabía nada de lo que era ser joven. Ingmar no tuvo más remedio que desdecirse y decir que sí.

Una tarde, al cabo de unos días, Gertrud y su madre estaban sentadas en la cocina trabajando. Gertrud no tardó en captar la repentina inquietud de su madre, quien había detenido la rueca y aguzaba el oído entre cada palabra que pronunciaba.

– No sé qué pasa -dijo-. ¿Tú no oyes nada, Gertrud?

– Sí -respondió ésta-, hay alguien arriba en el aula.

– ¿Quién puede ser a estas horas? ¿Oyes las pisadas y cómo cruje el suelo de una esquina a la otra?

Se oían crujidos y chirridos y golpes y carreras en el aula vacía. Tanto Gertrud como la señora Stina se horrorizaron.

– Tiene que haber alguien arriba -dijo Gertrud.

– No puede haber nadie allí arriba, y para que te enteres, esto pasa cada noche desde que estuvisteis bailando.

Gertrud comprendió entonces que su madre creía que desde aquella noche del baile la casa estaba embrujada. Y si su madre se empeñaba en esa creencia, ¡adiós bailes!

– Ahora mismo subo y veo qué es -se ofreció, pero la señora Stina la sujetó por la falda.

– No te dejaré ir.

– ¡Sí, madre, es mejor averiguar lo que es!

– En ese caso iremos las dos juntas.

Subieron muy sigilosamente la escalera. No se atrevieron a abrir la puerta, y la señora Stina se agachó para mirar por la cerradura.

Entonces se quedó allí como absorta, y al cabo de unos momentos incluso dio la impresión de estar riendo.

– ¿Qué pasa, madre? -preguntó Gertrud.

– Míralo tú misma, pero no hagas ruido.

Gertrud se agachó y miró por el orificio. Los bancos y pupitres que normalmente ocupaban toda el aula habían sido arrinconados, en el aire flotaba una espesa nube de polvo, y en medio de esa nube volaba Ingmar Ingmarsson de un lado a otro con una silla en los brazos.

– ¿Se ha vuelto loco? -exclamó Gertrud.

– Silencio -dijo su madre, y se la llevó escaleras abajo-. Debe de estar aprendiendo a bailar. Quiere aprender para poder ir al baile -le explicó sonriendo.

Una vez abajo, la madre se echó a reír a carcajadas.

– Menudo susto me ha dado -jadeó-. Por suerte también él sabe ser joven, gracias a Dios. -Y una vez pasado el acceso de risa-: De todo esto ni una palabra a nadie, ¿me oyes, Gertrud?

En ésas llegó el sábado y al anochecer los cuatro jóvenes se encontraban en la entrada de la escuela listos para salir. La señora Stina pasaba revista; estaban hermosos y radiantes. Los chicos llevaban pantalones de gamuza amarillo claro y chalecos verdes de sayal con mangas cortas rojas. Gertrud y Gunhild llevaban blusas blancas de amplia manga almidonada y grandes pañoletas floreadas que les bajaban por los hombros hasta la cintura, las faldas eran a rayas con una orla roja y los delantales amplios y con el mismo diseño de rosas que las pañoletas.

Al principio caminaron en silencio bajo la hermosa noche primaveral. Gertrud, recordando sus esfuerzos para aprender a bailar, echaba miradas furtivas a Ingmar. Luego no supo por qué, si era la imagen de Ingmar bailando, o si el hecho de que fueran a un lugar de recreo, pero sus ideas se volvieron ingrávidas y maravillosas y se las ingenió para retrasarse un poco y poder soñar a solas. Compuso entonces un breve relato sobre el posible origen de las hojas de aquel bosque de caducifolias.