Gunhild le dio las gracias a Ingmar por el relato; en cambio, Gertrud guardó silencio, como si se hubiese asustado. Había oscurecido un poco. Todo lo que hasta hacía unos momentos había sido anaranjado era ahora gris o azul, y sólo del bosque llegaba todavía el destello de alguna hoja tierna que al resplandor del crepúsculo brillaba en rojo como la pupila de un trol. [17]
Nunca antes había escuchado Gertrud hablar a Ingmar tanto tiempo y de forma tan detallada, y lo cierto es que la impresionó. No pudo evitar fijarse en que él ahora caminaba con la cabeza más alta y que sus pisadas eran más decididas. «Desde que hemos entrado en su territorio está como transformado», pensó. Y no supo por qué esa idea la inquietaba, por qué incluso le desagradaba. Sin embargo, se repuso y, burlona, le preguntó a Ingmar si pensaba bailar.
Por fin llegaron a una cabaña de madera gris. Dentro las luces estaban encendidas, los estrechos ventanucos apenas filtraban la luz del día. Les recibió el sonido de un violín y el trotar de pies de la danza; aun así, las chicas dudaron.
– ¿Seguro que es aquí? ¿Se puede bailar ahí dentro?
Se diría que en aquella cabaña no había sitio ni para una sola pareja.
– ¡Venga! -dijo Gabriel-. ¡Entrad! La cabaña no es tan pequeña como parece.
La puerta estaba abierta y alrededor de la entrada se veían jóvenes acalorados que tomaban el fresco entre baile y baile. Las mozas se abanicaban con sus cofias blancas, los mozos se quitaban las cortas chaquetillas de lana negra para seguir bailando sólo con sus chalecos de tela roja y verde.
Los recién llegados se abrieron paso entre la gente apiñada en la entrada y se metieron dentro de la cabaña. Al primero que vieron fue a Stark Ingmar. Era un hombre canijo pero corpulento, de cabeza voluminosa y barba larga. «Seguro que es descendiente de gnomos y trols», pensó Gertrud. El viejo tocaba en el hueco de la chimenea, probablemente para no estorbar a las parejas que bailaban.
La cabaña, más espaciosa de lo que habían creído, era humilde y estaba descuidada, los maderos desnudos que cubrían las paredes estaban carcomidos y las vigas del techo negras de hollín. No había cortinas en las ventanas ni un mantel sobre la mesa. Se notaba que Stark Ingmar era un hombre solitario. Sus hijos habían emigrado a América dejándole solo. El único placer que distraía al viejo en su soledad era atraer a la juventud con las notas de su violín los sábados por la noche.
El interior de la cabaña estaba en penumbra y el calor era sofocante, las parejas giraban en círculos muy cerca unas de otras. En un primer momento, a Gertrud se le cortó la respiración y deseó salir corriendo; pero después se detuvo ante la imposibilidad de atravesar la barrera humana.
Cuando Ingmar Ingmarsson cruzó el umbral, Stark Ingmar, que tocaba normalmente con un compás marcado y seguro, desafinó con el arco de modo que todas las cuerdas rechinaron y las parejas interrumpieron el baile.
– No, no -les pidió-, ¡seguid bailando, no pasa nada!
Ingmar rodeó el talle de Gertrud para sacarla a la pista y ella, por supuesto, se sorprendió mucho de que él quisiese bailar. Sin embargo, no pudieron hacerlo porque las parejas bailaban tan apretadas que, si no te habías introducido en el corro desde el principio, no tenías posibilidad de sumarte al baile.
El viejo Stark Ingmar interrumpió entonces la música nuevamente y, dando unos toques con el arco contra la repisa de la chimenea, dijo lleno de autoridad:
– ¡Cuando se baila en mi casa hay que hacerle sitio al hijo de don Ingmar!
Todo el mundo se giró para mirar a Ingmar, quien sintió vergüenza y se quedó clavado. Gertrud tuvo que darle un tirón y arrastrarlo a la pista.
Terminada la pieza, el aparcero se les acercó para saludarles. Cuando Ingmar le estrechó la mano el viejo fingió asustarse y la soltó de inmediato.
– Ay, perdona -dijo-, cuidado con esas manos tan finas de maestro. Un bruto como yo te las podría estrujar fácilmente.
Luego llevó a Ingmar y a sus acompañantes hasta la mesa y echó a unas abuelas que estaban allí sentadas disfrutando del baile. Después sacó pan, mantequilla y cerveza de un armario.
– Nunca invito a nada -les dijo-, los demás tienen de sobra con el baile y la música; pero por una vez que viene Ingmar Ingmarsson a mi casa, no le faltará algo que llevarse a la boca.
Mientras los jóvenes comían acercó un taburete pequeño de tres patas y se sentó frente a Ingmar sin quitarle ojo.
– Y tú eres el que va a ser maestro -dijo.
Ingmar se quedó con la mirada baja. La comisura de los labios le temblaba ligeramente, como si se aguantara la risa; en cambio, cuando contestó lo hizo con bastante tristeza:
– En casa no hay trabajo para mí.
– ¿Que no hay trabajo para ti en tu casa? -se extrañó el viejo-. ¿Y cómo sabes tú cuándo hay trabajo para ti en Ingmarsgården? Eljas vivió sólo dos años. ¿Quién sabe cuántos años vivirá Halvor?
– Halvor es un hombre fuerte y sano -repuso Ingmar.
– Sabes muy bien que Halvor se mudará de la finca en cuanto tú puedas comprarla.
– Tendría que estar loco para irse de Ingmarsgården ahora que es el dueño.
Mientras hablaba, Ingmar iba apretando el canto de la mesa con los dedos. La rústica mesa, con su grueso tablero de pino, crujió de repente: Ingmar acababa de romper una esquina. Stark Ingmar, con la mano alzada siguió hablando sin enterarse.
– Nunca te dejará la finca si te haces maestro.
– ¿De veras lo crees así?
– Sí, de veras lo creo así -respondió el aparcero con sorna-; en tu hablar se oye cómo te han educado. ¿Alguna vez en tu vida has empujado un arado?
– No -contestó Ingmar.
– ¿Alguna vez has hecho guardia en una carbonera o has talado un pino viejo?
Ingmar seguía aparentando mansedumbre pero el borde de la mesa no hacía más que crujir bajo sus dedos. Por fin el viejo se dio cuenta y entonces se calló al instante.
– Vaya, vaya -dijo al ver cómo se astillaba el borde de la mesa-, por lo visto, tendré que darte un nuevo apretón de manos. -Recogió unas astillas y las colocó en su sitio-. ¡Pero si podrías ir mostrando tus habilidades por las ferias! Farsante, más que farsante -le dijo a Ingmar con un golpecito en el hombro-, ¡menudo maestro estás hecho tú!
Y de un salto se plantó junto a la chimenea y empezó a tocar. La música le salía con una energía muy distinta ahora. El viejo seguía el compás con el pie dándole al baile un ritmo desenfrenado.
– ¡Ésta es la polonesa del joven Ingmar! -proclamó en voz alta-. ¡Ea, que toda la casa baile en honor del joven Ingmar!
Gertrud y Gunhild, las dos muy guapas, pudieron bailar todos y cada uno de los bailes. Ingmar no bailó mucho. La mayor parte del tiempo la pasó de tertulia con los hombres de edad del fondo de la sala. Entre baile y baile la gente hacía un corro alrededor de Ingmar, como si el solo hecho de mirarle les alegrara la fiesta.
A Gertrud le pareció que Ingmar se olvidaba de ella por completo y eso la inquietó. «Ahora caerá en la cuenta de que él es el hijo de don Ingmar mientras que yo sólo soy la hija del maestro», pensó, extrañándose de que esa idea le resultara tan amarga.
Entre baile y baile los jóvenes salían fuera y el frío de la noche primaveral les mordía el cuerpo, que no tardaba en enfriarse. Estaba bastante oscuro y como a nadie le apetecía irse a casa decían:
– No podemos irnos todavía. Lo haremos cuando la luna salga, saldrá en cualquier momento, ahora está muy oscuro.