En una ocasión en que Ingmar estaba con Gertrud junto a la puerta, salió Stark Ingmar y se lo llevó aparte.
– Ven, que te enseñaré una cosa -le dijo.
Lo tomó de la mano y lo guió a través de la maleza hasta la parte trasera de la cabaña.
– Quédate quieto y mira abajo -le ordenó.
Ingmar bajó la vista hacia la quebrada que se abría a sus pies y en cuyo fondo relucía una claridad imprecisa.
– Debe de ser el rabión de Långforsen -dijo.
– Ya lo creo que es el Långforsen -respondió el aparcero-, pero ¿para qué crees tú que sirve un rabión?
– Pues para montar un aserradero o un molino, qué sé yo.
El viejo se echó a reír, dándole golpecitos y empujones a Ingmar que casi lo despeñan por el barranco.
– Sí, eso es, pero dime: ¿quién va a montar un aserradero aquí, quién se va a hacer rico, quién va a recuperar la finca de los Ingmarsson?
– Eso digo yo -respondió Ingmar.
Entonces el aparcero empezó a contarle el gran plan que tenía pensado. Ingmar tenía que convencer a Tims Halvor de que montara un aserradero abajo, en el rápido, para después arrendárselo. Y es que los últimos años el viejo aparcero no había tenido otra cosa en la cabeza que encontrar la manera de que el hijo de Ingmar Ingmarsson recuperase la fortuna que le correspondía.
Ingmar permaneció quieto con la vista fija en el rabión.
– Bueno, ahora entremos y volvamos al baile -dijo Stark Ingmar.
Pero Ingmar no se movió y el viejo esperó paciente. «Si es de buena raza -se dijo-, no responderá a la propuesta ni hoy ni mañana. Los amos como Dios manda necesitan tiempo.»
Mientras estaban allí oyeron unos ladridos penetrantes y furiosos, como de un perro que corriese tras una presa en lo más hondo del bosque.
– ¿Oyes algo, Ingmar? -le preguntó el aparcero.
– Sí, un perro que corre tras algo.
Oyeron que los ladridos se aproximaban, que casi los tenían encima, como si la batida fuese a pasar justo por en medio de la cabaña. El viejo agarró a Ingmar por la muñeca.
– Ven -le apremió-. ¡Date prisa, hay que meterse dentro!
– ¿Qué pasa? -preguntó Ingmar.
– ¡Corre! -ordenó el aparcero-. ¡Calla y métete dentro!
Mientras recorrían los pocos pasos que les separaban de la cabaña era como si los agudos ladridos les pisaran los talones.
– Pero ¿qué clase de perro es ése? -preguntaba Ingmar una y otra vez.
– ¡Que te digo que entres! -El aparcero lo metió en el zaguán de un empujón, mientras él se quedaba en el umbral haciendo ademán de cerrar la puerta-. ¡Si hay alguien fuera -gritó con voz estentórea-, que entre! -Mantuvo la puerta entreabierta mientras la gente venía corriendo de todas partes-. ¡Entrad, deprisa! -les apremiaba dando pataditas de impaciencia-. ¡Deprisa, entrad todos!
Entretanto, los que estaban dentro se iban inquietando por momentos, todos querían saber qué pasaba. Finalmente entró el último y el aparcero echó la aldabilla a la puerta.
– ¿Estáis locos quedándoos ahí fuera cuando anda suelto el can de los montes? -los increpó. En el mismo momento, el ladrido se oyó muy cerca de la cabaña, rodeándola una y otra vez, con un aullido potente y terrorífico.
– ¿Acaso no es un perro de verdad? -quiso saber un mozo.
– ¿Por qué no sales y lo llamas, a ver qué pasa, Nils Jansson?
Todos enmudecieron para escuchar el aullido que daba vueltas y más vueltas alrededor de la cabaña. Era un sonido horrible y espantoso que les hacía estremecer y más de uno se puso lívido. Estaba claro que eso no era un perro corriente, qué va, sino algo abominable escapado del infierno.
El aparcero, aunque viejo y canijo, era el único que se movía. Primero cerró el regulador del tiro de la chimenea, luego fue apagando las velas.
– No, no -imploraron las mujeres-, ¡no las apague!
– Dejad que yo haga lo que más nos conviene -replicó el viejo.
Una de ellas lo agarró por la chaqueta:
– Ese can del monte ¿es peligroso?
– No es él -respondió el aparcero-, sino todo lo que le sigue.
– ¿Y qué le sigue?
El viejo se quedó parado escuchando.
– ¡A callarse todo el mundo! -ordenó.
Todos callaron, nadie osaba ni respirar. El ladrido rodeó la cabaña una última vez, después disminuyó de potencia y se le oyó bajar por la ciénaga del Långforsen y subir por las laderas del otro lado del valle. A continuación se hizo un silencio de muerte.
Uno de los hombres no pudo reprimirse y dijo:
– El perro ya se ha ido.
Stark Ingmar le dio un bofetón en la boca, con lo cual volvió a reinar el silencio.
Muy lejana, venida desde la cima afilada como un tacón de Klackberget, se oyó una nota intensa, como un soplo de viento, aunque bien podía ser un cuerno de caza. Otra nota prolongada, seguida de ruidos, resoplidos y fuertes pisadas.
El fragor se aproximaba rodando monte abajo con gran estruendo. Lo oyeron precipitarse por la ladera, lo oyeron en la linde del bosque, lo oyeron abalanzarse sobre ellos. Parecía una tormenta que avanzara a ras de suelo, como si la montaña entera se desplomase valle abajo en avalancha. Y cuando lo tuvieron encima, todos agacharon la cabeza y encogieron los hombros. Nos va a aplastar, pensaban, nos va a aplastar.
No era miedo a la muerte lo que sentían, sino horror ante la idea de que fuera el Príncipe de las Tinieblas el que desplegaba su poder aquella noche. Lo que más les asustaba era que, en medio de todo ese estruendo, se oyeran chillidos y lamentos. Aquello rugía y silbaba, rechinaba y gemía, profería risotadas y alaridos. Cuando les arrolló lo que hasta hacía un instante les había parecido una tormenta, percibieron que se componía de quejidos y amenazas, de llanto y cólera, del estridente sonido de los cuernos de caza, del crepitar de las llamas, del grito de los aparecidos, de las carcajadas de los demonios, del batir de unas grandes alas.
Sintieron que todo el mal de los abismos corría libre aquella noche y que arremetía contra ellos.
El suelo retembló, la cabaña osciló unos instantes, como si fuera a derrumbarse.
Era como si una manada de caballos saltara la cabaña y sus cascos resonaran contra el tejado, como si almas en pena aullaran alrededor de la casa, como si se estrellaran contra la chimenea murciélagos y búhos que batían pesadamente las alas.
Mientras duró todo eso alguien rodeó la cintura de Gertrud con el brazo y la hizo arrodillarse. Luego Ingmar le susurró:
– Tenemos que arrodillarnos y rogar a Dios, Gertrud.
Hasta ese momento ella estaba segura de que iba a morir, tan espantoso era el pánico que sentía. «No me importa si voy a morir -pensó-, lo terrible es que estos poderes malignos nos tengan tan a su merced.»
Pero apenas sintió la presión del brazo de Ingmar en su cintura, su corazón volvió a latir y el entumecimiento de sus miembros cedió. Entonces se arrimó y se apretó contra él. Mientras él la abrazara no tendría miedo. Qué curioso, sin duda también él sentía temor pero, en cambio, irradiaba una gran tranquilidad.
Por fin aquellos ruidos fragorosos fueron menguando y los oyeron alejarse. Siguieron el mismo camino que antes había tomado el perro siniestro, descendiendo primero por la ciénaga del Långforsen y escalando luego las laderas boscosas de la montaña de Olofshättan.
Sin embargo, en la cabaña de Stark Ingmar el silencio y la quietud seguían igual. Nadie se movió, nadie dijo nada, era como si a ninguno le quedasen fuerzas.
A ratos cabría creer que el terror había extinguido la vida ahí dentro, pero de vez en cuando se oían hondos suspiros que delataban un signo de vida.
Nadie se movió hasta pasado mucho rato. Algunos estaban de pie, apoyados contra la pared, otros se habían desplomado sobre las banquetas, la mayoría estaban tumbados en el suelo rezando angustiosamente. Todos se quedaron quietos, paralizados por el terror.
Así fueron pasando las horas, durante las cuales más de uno examinó su conciencia y tomó la determinación de comenzar una nueva vida más próxima a Dios y más alejada de sus enemigos. Porque cada uno de los presentes se decía: «Esto es un castigo por algo que he cometido. La culpa es de mis pecados. He oído perfectamente cómo esos que nos rodeaban me llamaban y me escarnecían y gritaban mi nombre.»