En cuanto a Gertrud, ella sólo tenía un pensamiento en la cabeza: «Ahora sé que nunca podré vivir separada de Ingmar sino a su lado para siempre, porque él me tranquiliza y me da una gran seguridad.»
Poco a poco se fue haciendo de día y la débil luz del amanecer penetró en la cabaña, iluminando la palidez de todos aquellos rostros.
Se oyó el trino de algún que otro pájaro. La vaca de Stark Ingmar mugió pidiendo comida, y su gato, que durante las noches de baile nunca dormía dentro, maullaba al otro lado de la puerta.
Pero nadie se movió, no hasta que el sol despuntó tras las montañas del este. Entonces fueron saliendo uno tras otro, sin abrir la boca ni despedirse de nadie.
Fuera, a los que se iban les esperaba el horror de los estragos causados. Un gran pino que se alzaba junto a la entrada yacía arrancado de cuajo, se veían ramojos y estacas de cercados tirados por todas partes, unos cuantos búhos y murciélagos se habían estrellado contra la pared de la cabaña.
Hasta el picacho de Klackberget se abría una ancha vía en la que todos los árboles habían sido derribados.
Nadie quiso seguir contemplando la devastación y todo el mundo se apresuró a bajar al pueblo.
A medida que avanzaban la mañana se desperezaba a su alrededor. Era domingo y la gente se levantaba tarde; pero alguno que otro se disponía a alimentar el ganado. De una cabaña salió un viejo sacudiendo y cepillando su abrigo de los domingos. De otra, el padre, la madre y los hijos ya vestidos y listos para, probablemente, ir de visita al pueblo vecino.
A los trasnochadores les supuso un gran consuelo ver esas personas tan tranquilas, felizmente ignorantes de los horrores ocurridos en el bosque durante la noche.
Por fin llegaron al río, donde las viviendas no distaban tanto unas de otras, y entraron en el pueblo. Se alegraron de ver la iglesia y el resto de la población. Encontraron un nuevo consuelo al comprobar que ahí abajo nada había cambiado. El rótulo de la tienda de ultramarinos chirriaba como de costumbre. El cuerno de la estafeta de correos colgaba en su sitio, y el perro del posadero dormía a los pies de su caseta como siempre.
También supuso un consuelo ver que un arbusto de cerezo aliso había empezado a brotar desde que pasaran por allí la última vez; así como los bancos pintados de verde que ahora veían en el jardín de la casa parroquial, seguramente colocados allí la noche anterior.
Todo esto era enormemente tranquilizador. No obstante, nadie osó abrir la boca hasta que hubo llegado a su casa.
Cuando Gertrud estuvo ante la entrada de la escuela le dijo a Ingmar:
– Ingmar, éste ha sido mi último baile.
– Sí -respondió Ingmar-, también el mío.
– Ah, Ingmar -continuó ella-, te harás sacerdote, ¿verdad? Y si no puede ser, por lo menos serás maestro. Hay tanta tiniebla y tanto mal que combatir…
Ingmar la observó.
– Esas voces, Gertrud -le preguntó-, ¿a ti qué te decían?
– Me decían que estaba atrapada en las redes del pecado y que los demonios vendrían a buscarme porque me gusta tanto bailar.
– Pues ahora te contaré lo que oí yo -dijo Ingmar-. Me pareció que todos mis antepasados me amenazaban y maldecían por pretender convertirme en otra cosa que en un campesino y por querer trabajar en algo que no fueran la tierra y el bosque.
Hellgum
Esa noche en que los jóvenes bailaron en casa de Stark Ingmar, Halvor estuvo fuera y Karin Ingmarsdotter durmió sola en la alcoba. En medio de la noche tuvo una horrible pesadilla. Soñó que Eljas vivía y que había organizado una gran bacanal. De la sala grande le llegaba el sonido de las copas, las carcajadas y las canciones de borrachos.
Le pareció que el barullo que armaban él y sus compadres no hacía más que aumentar, hasta que en cierto momento le pareció que destrozaban todos los muebles. El pavor que sintió era tan intenso que la despertó.
No obstante, pese a haberse desvelado, el estruendo no cesaba. Temblaba el suelo, algo sacudía los cristales de las ventanas, las tejas volaban del tejado, los viejos perales de la esquina fustigaban la casa con sus ramas tiesas.
Se diría que amanecía el día del Juicio Final.
Justo cuando el fragor culminaba, un cristal de la ventana se desprendió y se estrelló contra el suelo. El silbido del vendaval inundó el cuarto y Karin oyó una risa junto a su oído, una risa idéntica a la que acababa de oír en sueños.
Creyó que iba a morir. Nunca antes había sentido un terror semejante. Su corazón se detuvo y su cuerpo se paralizó.
De repente cesó el fragor y Karin volvió a la vida. El frío aire nocturno bañó la alcoba y pasado un rato decidió levantarse y tapar el agujero de la ventana. Sin embargo, al bajar de la cama las rodillas le flaquearon y descubrió que no podía andar.
Karin no pidió ayuda, sino que se tumbó en silencio. «Seguro que podré moverlas en cuanto me haya calmado», pensó. Al cabo de un rato hizo un nuevo intento. Pero le faltaba fuerza en las dos piernas. Fue incapaz de sostenerse, así que se quedó tumbada junto a la cama.
Tan pronto la casa se puso en movimiento a primera hora de la mañana avisaron al médico, quien no tardó en llegar. Sin embargo, éste no entendía lo que le ocurría a Karin. No padecía enfermedad alguna ni parálisis. Su opinión era que su estado era fruto del miedo. «Karin se pondrá bien pronto», sentenció.
Karin le escuchó en silencio. Ella sabía que Eljas había entrado en su alcoba durante la noche y que era él quien le había provocado aquello. También sabía que nunca se recuperaría.
Toda la mañana la pasó muda, cavilando. Intentaba dilucidar por qué Dios la castigaba de aquella manera. Examinó a fondo su conciencia pero no encontró ningún pecado que mereciera una penitencia tan dura. «Dios es injusto conmigo», pensó.
Por la tarde fue a la capilla del maestro Storm, donde por aquellos días hablaba el predicador Dagson. Tenía la esperanza de que éste le explicara por qué había recibido un castigo tan severo.
Los sermones de Dagson eran muy apreciados, pero nunca antes tuvo tantos oyentes como esa tarde. ¡Válgame Dios, qué concurrencia se había reunido aquel día en la sala de Storm! Y nadie hablaba de otra cosa que de lo ocurrido en el baile de la noche anterior.
La congregación entera estaba despavorida después de aquello y ahora hacían piña para escuchar una palabra divina que tuviera la fuerza suficiente de exorcizar su terror. Ni siquiera una cuarta parte de los presentes pudieron entrar, pero como todas las puertas y ventanas estaban abiertas y como Dagson tenía una voz muy potente, también los que se quedaron fuera oían.
El predicador era consciente de lo ocurrido y de lo que aquella gente anhelaba. Inició su sermón con unas terroríficas alusiones al infierno y al Príncipe de las Tinieblas. Les recordó la figura de aquel que vaga en la oscuridad a la caza de almas, colocando las trampas del vicio y la honda tentación del pecado.
Los presentes se estremecían imaginando un mundo infestado de demonios que les seducían con sus tentaciones. Todo era abismo y perdición. Y ellos caían en aquellas trampas infernales como animales salvajes del bosque, hostigados y torturados.
La voz de Dagson inundaba la sala como una ráfaga huracanada y cada frase era como una llama de fuego.
Aquellos que oían el sermón lo comparaban con un bosque incendiado. Todos esos demonios, el humo y las llamaradas se asemejaban a un bosque ardiendo, cuando las llamas lamen el musgo que uno pisa y torbellinos de humo inundan el aire que uno respira, cuando el intenso calor chamusca el pelo, el fragor del incendio ensordece los oídos y las chispas se disparan y prenden la ropa.