La despertó el rumor de voces bajo su ventana. No podía ver de quién se trataba pero la voz era fuerte y profunda. Nunca había oído una voz más hermosa.
– Halvor, ya sé que te parece un desatino que un herrero pobre y sin estudios haya podido encontrar la verdad cuando tantos caballeros cultos han fracasado -dijo la voz.
– Sí -respondió Halvor-, no entiendo cómo puedes estar tan seguro.
«Halvor está hablando con Hellgum», pensó Karin. Luego intentó cerrar la ventana pero no pudo.
– Dicen las escrituras -prosiguió Hellgum- que si alguien te pega una bofetada hay que poner la otra mejilla, y que no hay que resistirse al mal y muchas otras cosas por el estilo. En general, no hay nadie que sea capaz de llevar todo eso a la práctica. Tus vecinos te quitarían campos y bosques, te robarían tus patatas y se llevarían tus simientes si no defendieras lo que es tuyo. Imagino que hasta te arrebatarían la finca de los Ingmarsson.
– Es posible -concedió Halvor.
– En ese caso, las palabras de Cristo no tienen ningún sentido, sólo las dijo por decir.
– No sé a dónde quieres llegar.
– Mira, hay otra cosa en la que también vale la pena reflexionar -dijo Hellgum-. Me refiero a lo evolucionada que está nuestra sociedad. Ya no hay nadie que robe, nadie que asesine, ni nadie que ultraje a viudas ni huérfanos. Hoy en día, nadie odia ni acosa al prójimo. Entre nosotros, que practicamos una religión tan estupenda, jamás se da el caso de que alguien obre mal.
– Pero hay muchas cosas que no son como debieran ser -replicó Halvor, pero en su tono sosegado había cansancio y desinterés.
– Ya, pero si tienes una trilladora que no funciona lo primero que haces es mirar a ver qué le pasa. Y no desistes hasta que encuentras dónde está el fallo. Del mismo modo, si descubres que no hay forma de hacer que las personas lleven una vida cristiana, deberías averiguar si existe algún fallo en el cristianismo.
– Me cuesta creer que la doctrina de Jesucristo sea deficiente -dijo Halvor.
– No, sin duda al comienzo debía funcionar bien; pero puede que con el tiempo se haya estropeado. Tal vez se trate de un pequeño engranaje solamente, basta con que un pequeño engranaje se rompa para que toda la máquina deje de funcionar.
Hellgum permaneció callado un rato, como si buscara palabras y pruebas de lo dicho.
– Ahora te explicaré cómo me fue a mí hace un par de años. Por esa época intenté vivir según la doctrina cristiana por primera vez y ya verás cómo acabé. Entonces yo trabajaba en una fábrica. Cuando mis compañeros descubrieron cómo era yo empezaron por pasarme a mí gran parte de su trabajo, luego me quitaron el puesto y finalmente se las arreglaron para que yo cargara con la culpa de un robo que uno de ellos había cometido y por el cual me enviaron a la cárcel.
– No siempre se topa uno con tan mala gente -dijo Halvor con la misma indiferencia.
– Entonces me dije a mí mismo: No sería difícil ser cristiano si uno estuviera solo en la Tierra, sin otros seres humanos. Estar en la cárcel me encantó ya que allí podía llevar la vida de un hombre justo y virtuoso sin preocupaciones ni estorbos. Pero luego pensé que eso de llevar una vida justa en soledad era como un molino que gira y gira sin grano que triturar entre sus muelas. Si Dios ha puesto tantos hombres en el mundo, pensé, debe ser para que nos ayudemos y apoyemos mutuamente y no para causar la perdición los unos de los otros. Después, comprendí al fin que el diablo había suprimido algo de la Biblia para hacer que el cristianismo saliese mal.
– Dudo que tuviera el poder de hacer eso -dijo Halvor.
– Pues sí, lo que ha quitado es esto: «Aquellos de vosotros que queráis llevar una vida Cristina debéis buscar el apoyo de vuestro prójimo.»
Halvor no dijo nada; Karin, en cambio, asintió con un gesto de aprobación. Había estado escuchando atentamente sin perderse una palabra.
– Tan pronto salí de la cárcel -continuó Hellgum- me dirigí a casa de un compañero y le pedí que me ayudase a llevar una vida justa, y he aquí que entonces me fue mucho mejor. Al poco tiempo se unió a nosotros un tercer compañero y luego un cuarto, y cada vez iba mejor. Ahora somos treinta los que vivimos juntos en una casa en Chicago. Lo compartimos todo y velamos los unos por los otros a fin de no descarriarnos, y así el camino de la justicia y la virtud se extiende llano y liso ante nosotros. Tenemos la oportunidad de comportarnos cristianamente porque un hermano no abusa de la bondad de otro ni aprovecha su humildad para pisotearlo.
Como Halvor seguía callando, Hellgum continuó, empeñado en convencerle:
– Tú ya sabes, Halvor, que el que quiere realizar algo grande debe asociarse a otras personas y recibir su apoyo. Tú solo no podrías llevar esta finca. Y si quisieras montar una fábrica deberías conseguir varios socios, por no hablar de la cantidad de personas a las que tendrías que pedir ayuda si quisieras construir un ferrocarril. El proyecto más difícil es vivir según el Evangelio, y eso, en cambio, quieres llevarlo a cabo en solitario, sin la ayuda de nadie. Aunque tal vez lo cierto es que ni siquiera lo intentas ya que sabes de antemano que está condenado al fracaso.
»Los únicos que vamos por buen camino somos yo y los que viven conmigo allí en Chicago. Nuestra comunidad es la única y verdadera Jerusalén descendida del cielo. Y has de saber que la llama del Espíritu Santo que se posó sobre los primeros cristianos también arde sobre nuestras cabezas ya que entre nosotros hay quienes escuchan la voz de Dios, otros que tienen el don de la profecía, y otros el de sanar a los enfermos…
– ¿Tú puedes sanar enfermos? -le interrumpió Halvor bruscamente.
– Sí -respondió Hellgum-, puedo sanar a aquel que crea en mí.
– Cuesta creer en otra fe que aquella que te enseñaron de pequeño -dijo Halvor, pensativo.
– En cambio, yo sé a ciencia cierta que tú, Halvor, muy pronto nos ayudarás a crear la nueva Jerusalén -dijo Hellgum.
Se hizo el silencio y a los pocos instantes Karin oyó que Hellgum se despedía.
Al cabo de un rato, Halvor fue a reunirse con Karin. Cuando la vio sentada junto a la ventana abierta le dijo:
– Por lo visto, has oído todo lo que ha dicho Hellgum.
– Sí -respondió su mujer.
– ¿Oíste que dijo que podía sanar a un enfermo que creyera en él?
Karin se ruborizó levemente, las enseñanzas de Hellgum le habían parecido lo mejor que había oído aquel verano. Había en ellas una gran dosis de sentido común y sensatez que la atraía, eran los actos y los hechos lo que contaban, no los sentimientos, terreno este último que ella no dominaba en absoluto. Sin embargo, no quiso admitirlo porque estaba cansada de predicadores.
– No creerás que yo pueda tener una fe distinta a la de mi padre -respondió.
Un par de semanas más tarde, Karin volvía a encontrarse en la sala grande. Había llegado el otoño, el viento ululaba alrededor de la casa y el fuego crepitaba en el hogar. En la habitación no se hallaba nadie más, aparte de su hijita que pronto cumpliría un año y que acababa de dar sus primeros pasos. La niña estaba sentada a los pies de su madre, jugando.
Entonces se abrió la puerta y entró un hombre alto y moreno. Tenía el cabello crespo, la mirada acerada y las manos grandes y nervudas de un herrero. Antes de que el hombre tuviera tiempo de abrir la boca Karin ya había adivinado que se trataba de Hellgum.
El hombre la saludó y preguntó por Halvor. Ella le respondió que su marido estaba fuera, en una reunión, y que se le esperaba en cualquier momento.
Hellgum tomó asiento y guardó silencio, aunque de vez en cuando echaba una rápida mirada en dirección a Karin.
– He oído que está usted enferma -dijo él al cabo de un rato.
– Sí -respondió Karin-, hace seis meses que no camino.
– He pensado que podía venir aquí a rogar por usted -dijo el predicador. Karin no respondió, bajó la vista y se encerró en sí misma-. ¿No ha oído decir la señora que se me ha concedido la gracia de Dios de sanar a los enfermos?