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Ella levantó los ojos y le dedicó una mirada de desconfianza.

– Le agradezco que haya pensado en mí, pero desgraciadamente no puedo aceptar su ayuda porque yo no soy de las que cambian de fe así como así -le dijo.

– Bien pudiera ser que Dios quisiera ayudarla igualmente -repuso el hombre-, ya que usted siempre ha intentado llevar una vida cristiana.

– Dios no me tiene en su gracia lo suficiente como para ayudarme.

Hubo un largo silencio, y luego Hellgum dijo:

– ¿Nunca se ha preguntado por la causa de su penitencia? -Ella no respondió, nuevamente encerrada en sí misma-. Algo me dice que Dios ha hecho esto para que su nombre sea más alabado todavía -añadió Hellgum.

Karin se exasperó. Sus mejillas se tiñeron con un par de nítidas manchas rojas. Hellgum era muy engreído si creía que ella sufría esa enfermedad sólo para que él pudiera lucirse con un milagro.

El predicador se puso en pie, se acercó a Karin y le puso una mano en la cabeza.

– ¿Quieres que rece por ti? -preguntó.

Al instante, Karin percibió un soplo de vida y salud corriendo por sus venas; pero se sentía tan ofendida por la impertinencia de Hellgum que se sacudió la mano con brusquedad y hasta levantó el brazo como si fuera a pegarle. Porque lo que se dice palabras, no las halló.

Hellgum se retiró hacia la puerta.

– No está bien rechazar lo que el Señor nos envía -dijo.

– No -replicó Karin-, lo que el Señor nos envía hay que aceptarlo.

– Pues yo te digo que hoy mismo la gracia de Dios se extenderá por esta casa -dijo él. Ella no contestó-. ¡Acuérdate de mí cuando recibas la ayuda! -añadió Hellgum y salió por la puerta sin más.

Karin se quedó muy erguida en su silla. Sus mejillas siguieron arreboladas largo rato.

«¿Acaso no voy a poder estar tranquila ni en mi propia casa? -pensó-. Es curioso la cantidad de personas que se creen unos enviados de Dios.»

De pronto, Karin vio cómo su hijita se levantaba y miraba la chimenea. La niña acababa de descubrir el fuego que ardía en el hogar y, con un gritito de alegría, se apresuró hacia las llamas, primero a gatas y luego andando.

Karin le ordenó que se apartara, pero la niña no obedeció, antes bien, se esforzó por subir al hogar, cayó un par de veces en el intento pero finalmente consiguió encaramarse hasta donde ardían los troncos.

– ¡Que Dios me ayude, que Dios me ayude! -suplicó Karin, empezando a dar voces a pesar de saber que nadie la oiría.

La pequeña se inclinaba risueña sobre las llamas. Entonces un leño ardiente se desprendió de la hoguera y rodó hasta el sayo ocre de la niña. Karin se puso en pie de un salto, corrió hasta la chimenea y de un tirón levantó a la niña en brazos.

No fue hasta después de sacudir todas las chispas y ascuas del sayo y de comprobar que la niña estaba ilesa cuando se paró a pensar en lo sucedido. ¡Sus piernas la sostenían, había andado sobre ellas, y seguía andando en ese momento!

Una conmoción como nunca había experimentado en su vida sacudió su alma, y al mismo tiempo la mayor felicidad. Sentía que se encontraba bajo el amparo y particular supervisión de Dios, y que un santo había traspasado las puertas de su casa enviado por Dios en su auxilio, para sanarla.

Por aquellas fechas, Hellgum salía a menudo al porche de la cabaña de Stark Ingmar a disfrutar de las vistas que se ofrecían desde allí. El paraje que divisaba se embellecía por momentos. La tierra era de un ocre luminoso y las hojas de los árboles coloradas o de un amarillo claro. Aquí y allá las copas de un bosque de caducifolios se balanceaban al viento con el resplandor de un ondulante mar dorado. Y entre las extensiones de abetos que cubrían las cimas de los montes destacaban pinceladas amarillas provenientes de los árboles de hoja caduca que se habían perdido entre el verde de las agujas perennes.

Así como una miserable cabaña irradia magníficos haces de luz al incendiarse, así brillaba aquella pobre región de Suecia con un inusitado esplendor. Todo era tan áureo y maravillosamente relumbrante como pudiera serlo un paisaje sobre la superficie del sol.

En cambio, al contemplar todo aquello, Hellgum pensaba en que se aproximaba la hora en que Dios haría resplandecer de santidad aquella tierra, y en la que las palabras que él había ido sembrando durante el verano germinarían dando deslumbrantes cosechas de virtud.

Y he aquí que un atardecer subió Tim Halvor hasta la cabaña para invitar a Hellgum y su esposa a la casa de los Ingmarsson.

Al cruzar el patio de la entrada vieron que estaba muy limpio, se notaba que acababan de pasarle la escoba, no había ni rastro de hojas secas y todos los aperos y carros que normalmente lo abarrotaban estaban ahora en otro sitio. Anna Lisa se dijo que habría más invitados. En ese momento Halvor abrió la puerta de la sala grande.

La sala estaba llena de gente que, sentada en los bancos que flanqueaban sus cuatro paredes, aguardaba con gran solemnidad. Hellgum reconoció a las mejores familias de la parroquia.

A los primeros que vio fue a Ljung Björn Olofsson y su esposa Märta Ingmarsdotter, y a Kolås Gunnar y señora. Después reconoció a Krister Larsson e Israel Tomasson con sus respectivas esposas, que también pertenecían al clan de los Ingmarsson. A continuación se fijó en Hök Matts Eriksson, que iba con su hijo Gabriel, y en Gunhild, la hija del vocal, además de en varios más. En total había unas veinte personas.

Después de que Hellgum y Anna Lisa dieran la vuelta al corro de gente para saludar, Tim Halvor anunció:

– Nos hallamos reunidos aquí unos cuantos que hemos meditado sobre lo que usted, Hellgum, nos ha dicho este verano. En general, pertenecemos a una antigua familia que siempre ha intentado andar por los caminos de Dios, así que, si usted quiere ayudarnos en esa empresa, nosotros le seguiremos.

Al día siguiente, por toda la comarca corrió el rumor de que en Ingmarsgården acababa de fundarse una comunidad que afirmaba poseer la única y auténtica doctrina cristiana.

La nueva senda

Estamos en la primavera siguiente, poco después del deshielo. Ingmar y Stark Ingmar acababan de bajar al pueblo para poner en marcha la sierra. Todo el invierno lo habían pasado en los bosques talando árboles y haciendo carbón, y al bajar al llano Ingmar se sentía como un oso recién salido de su hibernáculo; a duras penas soportaba la visión del sol en el cielo abierto, pestañeaba sin cesar como si la luz le hiriese los ojos. También el rugido del rabión le molestaba, así como el sonido de la voz humana, y no digamos ya el alboroto que reinaba abajo en la finca, para él era un verdadero suplicio. No obstante, todo esto también le llenaba de alegría. Por descontado que no lo mostró ni en su talante ni en su forma de moverse; sin embargo, esa primavera se sintió tan joven como las yemas que iban brotando en los abedules.

Nadie podría imaginar cuánto disfrutaba durmiendo entre sábanas limpias y saboreando guisos como Dios manda.

¡Por no mencionar lo contento que estaba en casa con Karin, que lo cuidaba con más cariño que una madre! La hermana había encargado al sastre ropa nueva para él y de vez en cuando salía de la cocina y le ofrecía un buen bocado, como si en el fondo él no fuera más que un crío.

Y ¡qué decir de los extraordinarios sucesos ocurridos mientras él trajinaba en el monte! A Ingmar solo le habían llegado vagos rumores acerca de la secta de Hellgum; sin embargo, oyendo a Karin y Halvor describir su felicidad y la forma en que ellos y sus correligionarios se apoyaban mutuamente para seguir los caminos de Dios, pensó que sonaba muy hermoso.

«Estamos seguros de que te unirás a nosotros», dijo Karin. Ingmar le contestó que ganas no le faltaban pero que primero debía meditarlo. «Durante todo el invierno no he hecho más que esperar tu regreso para que participaras de nuestra bienaventuranza -le dijo su hermana-, porque nosotros ya no vivimos en la tierra sino en la nueva Jerusalén descendida del cielo.»