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– Pues no veo yo que eso sea una desgracia -dijo Ingmar-. Fält iba camino de matarse con la bebida.

– No, como a ti te sobran los amigos uno más o uno menos da igual; hasta te parecería bien que la chiquillería hubiese convertido al maestro.

– No me digas que esos pobres niños se han atrevido a meterse con Storm -dijo Ingmar atónito. Después de todo, quizá fuera cierto que la parroquia estuviera patas arriba como decía Stark Ingmar.

– Y tanto que sí, una veintena de niños se metió en el aula una tarde mientras Storm redactaba algo en sus cuadernos y empezaron a sermonearle.

– ¿Y Storm qué hizo? -quiso saber Ingmar, sin poder evitar una carcajada.

– De entrada se quedó tan perplejo que no pudo decir ni hacer nada. Pero la cuestión es que Hellgum había entrado en la cocina para hablar con Gertrud sólo unos instantes antes.

– ¿Fue a ver a Gertrud?

– Sí, Hellgum y Gertrud se han hecho muy buenos amigos desde que él se doblegó a sus deseos en el asunto de Gunhild. Cuando Gertrud oyó el jaleo que se había armado en el aula le dijo a Hellgum: «Llega usted justo a tiempo para ver algo insólito. A partir de ahora los niños vendrán a la escuela a impartir clases a su maestro.» Cosa que hizo reír a Hellgum; me imagino que comprendería que esa jugarreta era una locura. Así que echó de allí a los niños en un periquete y sanseacabó. -Y observó a Ingmar de un modo especial, como cuando el cazador contempla el oso que acaba de abatir y se pregunta si será necesario rematarlo con un tiro más.

– No sé qué esperas de mí -dijo Ingmar.

– ¿Qué quieres que espere si no eres más que un crío? Además, no tienes nada en propiedad. Lo único que tienes son dos manos vacías.

– Se diría que lo que quieres es que mate a Hellgum.

– Abajo en el pueblo dicen que todo se arreglaría si pudieras convencer a Hellgum de que se fuera de aquí.

– Toda nueva religión provoca luchas y cismas, siempre ha sido así -observó Ingmar.

– De todos modos, sería una buena oportunidad de demostrar lo que vales -se obstinó Stark Ingmar.

Ingmar le volvió la espalda y puso en marcha la sierra. Lo que más le habría gustado preguntar era qué había pasado con Gertrud, y si ya se había unido a los hellgumianos; pero era demasiado orgulloso para revelar su inquietud.

A las ocho regresó a la casa para desayunar. Como de costumbre, sobre la mesa le esperaba abundante y apetitosa comida, y Halvor y Karin se mostraron especialmente afables. Nada más verles, Ingmar pensó que todo lo que Stark Ingmar le había contado no eran más que disparates. Recobró los ánimos y se convenció de que el viejo había exagerado.

No obstante, su preocupación por Gertrud reapareció con tanta virulencia que le cortó el apetito.

– ¿No has bajado a casa del maestro últimamente, Karin? -preguntó de repente.

– No -respondió Karin-. Cómo quieres que me mezcle con esa gente impía.

Ingmar permaneció un buen rato sin decir nada, ya que aquella respuesta merecía considerarse a fondo. ¿Qué era lo correcto en aquel momento, hablar o quedarse callado? Si hablaba se enemistaría con los de su casa; por otro lado, tampoco quería que nadie pensase que él aprobaba las injusticias.

– Yo nunca he notado nada impío en su modo de vida -dijo al cabo-, y eso que he vivido con ellos cuatro años.

Ahora le tocó a Karin preguntarse lo que Ingmar se había preguntado hacía sólo unos instantes: si debía callar o decir lo que pensaba. Evidentemente, estaba obligada a atenerse a la verdad, por mucho que a Ingmar le doliera, así que su respuesta fue que si una persona se negaba a seguir la llamada de Dios, no quedaba otro remedio que considerarla impía.

Luego Halvor terció:

– Para los niños y para su educación es de una importancia capital.

– Storm ha educado toda la comarca, Halvor, incluido a ti.

– Pero no nos ha enseñado a vivir como se debe -dijo Karin.

– En mi opinión, eso es algo que tú, Karin, siempre has intentado hacer.

– Ingmar, déjame que te explique lo que representa vivir según la doctrina de antes. Es como andar sobre un tronco redondo: ora avanzas, ora te caes. Pero si dejo que mis convecinos me den sus manos y me sostengan, podré caminar por la estrecha vía de los justos sin caerme.

– De acuerdo -dijo Ingmar-, pero eso no tiene ningún mérito.

– Te equivocas, sigue siendo difícil, pero ya no imposible.

– Bueno, pero ¿qué me decías del maestro y su familia? -insistió Ingmar.

– Sí, que los nuestros sacaron a sus hijos de la escuela. No queremos que los niños aprendan nada de la vieja doctrina.

– ¿Y el maestro qué dijo?

– Dijo que hay una ley que obliga a los niños a ir a la escuela.

– Opino lo mismo.

– Por lo que envió al alguacil a buscar a los hijos de Israel Tomasson y Krister Larsson a sus casas.

– ¿Y ahora os habéis enemistado con los Storm?

– Nosotros sólo frecuentamos a nuestros hermanos.

– Apuesto a que os habéis enemistado con todo el mundo.

– Sólo nos guardamos de tratar con aquellos que quieren inducirnos al pecado.

Cuanto más hablaban, más iban bajando la voz; cada nueva palabra aumentaba su ansiedad porque a las claras se veía que aquella conversación les conducía a una situación lamentable.

– Pero puedo darte saludos de Gertrud -dijo Karin tratando de sonar más alegre-. Hellgum ha hablado mucho con ella este invierno y dice que esta noche piensa unirse a nosotros.

El labio de Ingmar empezó a temblar. Era como si todo el día hubiera estado esperando su ejecución y ahora sonase el disparo. En aquel momento la bala atravesaba la carne.

– Así que se une a vosotros -dijo casi imperceptiblemente-. Hay que ver todo lo que pasa aquí abajo mientras uno se mata trabajando arriba en los bosques. -Ingmar creyó comprender que desde el principio Hellgum le había estado dando coba a Gertrud y tendiendo lazos para atraparla-. ¿Y qué va a ser de mí ahora? -preguntó de repente. En su voz había un deje de desamparo muy extraño.

– Compartirás nuestra fe -dijo Halvor sin dudar-. Hellgum ha vuelto y en cuanto puedas intercambiar unas palabras con él, enseguida te convertirás.

– Puede que yo no quiera convertirme -dijo Ingmar. Halvor y Karin callaron-. Puede que yo no quiera tener una fe distinta a la de mi padre -insistió Ingmar.

– Mejor que no digas nada hasta que hayas hablado con Hellgum -le advirtió Karin.

– Supongo que si no me paso a los vuestros, no me querréis viviendo bajo vuestro techo -replicó Ingmar levantándose de la mesa.

Al no obtener respuesta, le pareció que todo su mundo se derrumbaba de golpe; pero no tardó en recomponerse y en adoptar un aire más valiente. «Mejor que aclaremos las cosas de una vez por todas», pensó.

– Quiero saber qué pasará con el aserradero -dijo.

Halvor y Karin se miraron, ambos temían pronunciarse.

– Ante todo recuerda que no hay nadie en el mundo a quien queramos más que a ti, Ingmar -dijo Halvor.

– De acuerdo, pero ¿qué pasará con el aserradero? -insistió Ingmar.

– Primero tienes que cortar toda la madera que hay, Ingmar.

Las elusivas respuestas de Halvor hicieron que Ingmar empezara a atar cabos.

– ¿No me digas que será Hellgum quien arriende el aserradero de ahora en adelante?

A Halvor y Karin la brusquedad de Ingmar les anonadaba, desde el momento en que le explicaron aquello sobre Gertrud les resultaba imposible razonar con él.