Ingmar respondió que estaba demasiado cansado como para hablar con nadie.
– Si no me equivoco, esta visita te sentará bien -le aseguró Karin.
Gertrud entró en el cuarto, muy seria y afectada. A Ingmar le gustaba ya desde aquella época en que ella le hacía objeto de sus burlas y lo pinchaba; sin embargo, por aquel entonces siempre hubo algo en él que se resistía al amor. Ahora, en cambio, la ansiedad y la añoranza de todo un año habían hecho mella en Gertrud transformándola de tal modo que Ingmar, sólo con verla, sintió un deseo irresistible de conquistarla.
Al acercarse Gertrud a la cama, él se cubrió los ojos con la mano.
– ¿No quieres verme? -preguntó ella.
Ingmar sacudió la cabeza. Ahora era él quien se comportaba como un niño majadero.
– Sólo me permiten decirte unas palabras -dijo Gertrud.
– Supongo que has venido para anunciarme que te has hecho hellgumiana.
Gertrud cayó de rodillas junto a la cama y apartó la mano con que Ingmar se tapaba los ojos.
– Hay una cosa que no sabes, Ingmar. -Él la miró interrogante, pero sin decir nada. Gertrud sintió dudas y se ruborizó, pero al final dijo-: El verano pasado, justo cuando te mudaste de nuestra casa, yo había empezado a quererte de verdad.
Ingmar enrojeció y una leve sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios, pero enseguida recuperó su actitud seria y desconfiada.
– Te añoraba tanto, Ingmar… -Él sonrió incrédulo pero le dio unas suaves palmaditas en la mano para agradecerle que fuera tan bondadosa-. En cambio, tú no viniste a verme ni una sola vez -se quejó ella-. Era como si hubiese dejado de existir para ti.
– No quería verte hasta que fuera un hombre acomodado que pudiera pedirte en matrimonio -se justificó Ingmar como si fuera la cosa más obvia del mundo.
– Pero yo creía que me habías olvidado. -A Gertrud le afloraron las lágrimas-. No te imaginas el año que he pasado. Hellgum ha sido muy bueno conmigo y me ha consolado. Me dijo que mi corazón encontraría la paz si se lo entregaba enteramente a Dios.
Ahora Ingmar la miraba con una nueva esperanza en los ojos.
– Cuando viniste esta mañana me asusté, tenía miedo de no poder resistirme a ti y de tener que luchar conmigo misma de nuevo.
Por fin apareció una sonrisa radiante en el rostro de Ingmar. Pero igual siguió callado.
– Luego esta tarde me dijeron que habías socorrido a alguien a quien odias y entonces mis propósitos se vinieron abajo. -Las mejillas de Gertrud se encendieron-. Sentí que me era imposible hacer algo que me separara de ti. -Y se inclinó sobre la mano de Ingmar y la besó.
Éste tuvo la impresión de oír campanas de gloria junto a sus oídos. La paz de los domingos se extendió en su alma, y en su boca sintió la miel del amor derramando un delicioso bienestar hasta el último rincón de su ser.
SEGUNDA PARTE
Una nebulosa noche de verano de 1880, es decir, un par de años antes de que el maestro de la escuela construyese su templo y de que Hellgum regresara de América, el vapor de pasajeros galo L'Univers cruzaba el Atlántico en su travesía desde Nueva York a El Havre.
Debían de ser las cuatro de la madrugada y la totalidad de los pasajeros, así como la mayoría de la tripulación, dormían en sus literas. Las grandes cubiertas estaban desiertas.
En esos momentos de la aurora, un viejo marinero francés, incapaz de dormir, se volvía de un lado a otro en su hamaca. Había marejada y la madera del barco crujía y chirriaba sin cesar; sin embargo, no era esto lo que le impedía conciliar el sueño.
El marinero y sus compañeros descansaban tras un tabique en la entrecubierta, en un espacio grande pero de techo muy bajo. A la luz de un par de faroles el marinero podía ver las compactas filas de hamacas grises meciéndose despacio con su carga de hombres dormidos. Por una de las puertas, entraba de vez en cuando una ráfaga de aire tan húmedo y frío que todo ese mar de ahí fuera, agitándose en pequeñas olas verdosas bajo la niebla, se hacía presente en sus pensamientos.
«No hay nada como la mar», pensó el viejo. Y al punto le envolvió una extraña quietud. Ya no oía el resuello de las máquinas o el chirrido de las cadenas, o el chapoteo de las olas, o el zumbido del viento, no oía nada en absoluto.
Pensó que el buque se había hundido de repente y que él y sus compañeros nunca recibirían sepultura con mortaja en un ataúd; sino que colgarían de aquellas grises hamacas sumergidas en lo más hondo del océano para toda la eternidad.
Hasta ese momento, la idea de encontrar su tumba entre las olas le asustaba; ahora, en cambio, le complació. Le gustaba que fuera agua transparente y viva la que lo acogiera en lugar de la tierra negra, pesada y asfixiante del cementerio.
«No hay nada como la mar», pensó una vez más.
Pero luego, nuevas cavilaciones le inquietaron. Se preguntó si su alma podría verse perjudicada por el hecho de reposar en el fondo del mar sin haber recibido los Santos Sacramentos. Temía que la pobre nunca supiera encontrar el camino del cielo.
Entonces vislumbró un débil reflejo luminoso de la parte de proa, donde la sala se estrechaba, y se incorporó para ver de dónde provenía. Enseguida advirtió que se acercaban un par de personas llevando velas encendidas. El marinero se inclinó aún más para observarlas mejor.
Las hamacas colgaban tan cerca unas de otras y a tan poca distancia del suelo que si alguien quisiera atravesar la sala sin empujar o golpear a los que dormían, lo mejor sería avanzar a gatas. El viejo no acababa de entender quién podría estar en condiciones de abrirse paso de ese modo.
Pronto lo descubrió: eran dos monaguillos que aún llevaban sus bujías en la mano. Distinguió claramente sus largos hábitos negros y sus cabecitas rapadas.
El marinero no se sorprendió, le pareció natural que esos dos, tan bajitos, pudiesen pasearse con velas encendidas bajo las hamacas.
«Me pregunto si vendrán en compañía de un sacerdote.» Enseguida oyó el tintineo agudo de una campanilla y divisó una figura que los seguía; pero no era ningún sacerdote, sino una anciana no mucho más alta que los dos monaguillos.
Le pareció reconocerla. «Debe ser madre -pensó-. Nunca he visto a nadie de menor estatura que madre. Y sólo madre sería capaz de andar a hurtadillas de esa manera imperceptible y silenciosa sin despertar a nadie.»
Vio que su madre, sobre el vestido negro, llevaba una túnica larga de batista blanca con orla de encaje, como suelen vestir los sacerdotes. En su mano sostenía el grueso misal con la cruz dorada en la tapa que había visto miles de veces sobre el altar de la iglesia de su pueblo.
Los monaguillos colocaron las bujías al pie de su hamaca y se arrodillaron haciendo oscilar el incensario. El marinero percibió el dulce aroma del incienso, vio cómo se elevaban las volutas de humo y escuchó el tintineo de las cadenas del pebetero.
Mientras tanto, la madre abrió el grueso misal y a él le pareció que le administraba los últimos sacramentos.
Ahora yacer ahogado en el fondo del mar se le antojó una delicia y una bendición. Esto era mucho mejor que el cementerio.
Se estiró cuan largo era en la hamaca y aún por cierto tiempo le envolvió la voz de su madre murmurando frases en latín. El incienso humeaba a su alrededor y el tintineo de las cadenas del incensario acariciaba su oído.
De súbito, todo se acabó. Los monaguillos recogieron sus bujías y se abrieron paso delante de la mujer, que cerró el misal bruscamente y se fue tras ellos. El marinero vio esfumarse a los tres bajo el gris de las hamacas.
En el mismo momento en que los perdió de vista se acabó el silencio. De nuevo oyó la respiración de sus compañeros, el crujido de la madera del barco, los silbidos del viento y el vaivén de las olas. Comprendió que todavía pertenecía al dominio de los vivos que se mantenían a flote.