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Una vez arriado, habría sido sumamente difícil encontrar sitio en aquel bote porque entonces todos intentarían subirse a él, y cuán terrorífica sería entonces la situación en la compuerta y la escala. La anciana no paraba de felicitarse por su inteligente previsión.

El bote de la señorita Hoggs colgaba en la parte posterior de la popa; con todo, si se asomaba por la borda, distinguía la escala.

Veía ahora que un bote había sido tripulado y puesto a disposición de los pasajeros, quienes comenzaban a ocuparlo; sin embargo, enseguida se oyó un horrible chillido. Alguien, presa del pánico, había dado un traspié y caído al agua, lo cual debió de asustar a los demás, ya que se oyeron más chillidos mientras los pasajeros se apretujaban desaforadamente en la compuerta, dándose empujones y peleándose en la escala de cuerda. Varios cayeron al mar durante el forcejeo y más de uno, al ver que era imposible descender por la escala, se tiró al agua sin más para alcanzar el bote a nado. Poco después el bote se alejó. Su carga era ya muy pesada y los que habían conseguido una plaza esgrimieron cuchillos para tajar a los que pretendieran agarrarse a la borda.

La señorita Hoggs permaneció sentada observando cómo echaban bote tras bote. Observó asimismo cómo un bote tras otro iba zozobrando bajo el peso excesivo de las personas que se arrojaban a su interior.

En cuanto a los botes que colgaban junto al de la señorita Hoggs, fueron echados al agua; pero la casualidad quiso que nadie se acercara al bote en que se había instalado ella. «Gracias a Dios a mi bote lo dejarán tranquilo hasta que haya pasado lo peor», pensó.

Allí colgada, presenció y escuchó cosas verdaderamente horribles; su impresión era de estar suspendida sobre un infierno. La cubierta en sí no la veía; sin embargo, le pareció oír ruidos de pelea, escuchó disparos de revólver y vislumbró ligeras nubes de humo azulado elevándose desde cubierta.

Hasta que por fin se hizo una calma total. «Ya va siendo hora de que echen mi bote al agua», pensó ella.

No tenía ni pizca de miedo, se quedó ahí tan tranquila hasta el último momento, cuando el buque empezó a inclinarse de costado. Sólo entonces comprendió que L'Univers se hundía y que nadie se había acordado del bote en que se hallaba ella.

A bordo del vapor se encontraba una joven americana, una tal señora Gordon, que se dirigía a Europa para visitar a sus ancianos padres, quienes residían en París desde hacía varios años.

Sus dos hijos viajaban con ella. Eran dos niños varones de corta edad que dormían en el camarote con su madre cuando ocurrió la catástrofe.

Ella se despertó de inmediato, consiguió ponerles algunas prendas de abrigo a sus hijos y también a sí misma, y salió al estrecho pasillo entre las hileras de camarotes.

El pasillo estaba abarrotado de gente ansiosa por subir a cubierta, pero aun así no tuvieron dificultad en avanzar. La escalera, en cambio, resultó mucho peor ya que más de cien personas querían abalanzarse por ella al mismo tiempo.

La joven americana tenía a sus hijos cogidos de la mano, uno a cada lado. Elevó la vista con ojos anhelantes hacia la escalera preguntándose cómo iba a subir por allí con los pequeños. Todos a su alrededor se apretujaban y empujaban sin pensar en nadie más que en sí mismos, nadie parecía verla siquiera. Se vio obligada a mirar a quienes la rodeaban porque necesitaba ayuda. Tenía la esperanza de encontrar a alguien que quisiera tomar a uno de los niños y llevarlo en brazos escaleras arriba mientras ella cargaba con el otro. Pero no se atrevía a dirigirle la palabra a nadie.

Los hombres llegaban corriendo vestidos de cualquier manera, algunos cubriéndose con una manta, otros con el abrigo puesto sobre el pijama. Muchos se aferraban a sus bastones y al observar ella la frialdad de sus miradas tuvo la impresión de que todos eran peligrosos. Las mujeres no le daban miedo pero, en cambio, no distinguió una sola a la que pudiera confiarle a su hijo. Todas estaban desquiciadas, habían perdido los nervios y el autodominio; de pedirles algo, habrían sido incapaces de entender nada. Las examinó, dudando que realmente alguna estuviera en condiciones de razonar con cordura. Al verlas llegar, unas empecinadas en salvar las flores que les habían regalado al zarpar de Nueva York, otras chillando y retorciéndose las manos, optó por no pedir ayuda a ninguna.

Al final, intentó detener a un joven que había sido vecino suyo en la mesa y que siempre se había mostrado muy cortés con ella durante las comidas.

– Ay, señor Martens…

El joven le dirigió la misma mirada enloquecida que irradiaban los ojos de los otros caballeros. Luego alzó levemente su bastón, y si ella hubiese intentado retenerlo sin duda la habría golpeado.

Al cabo de poco oyó un aullido, aunque en realidad no se trataba de un aullido; sino más bien de un bufido de ira, como cuando una amplia e intensa ráfaga de viento se ve aprisionada en un callejón estrecho. El bramido lo proferían las personas atrapadas en la escalera, a las que ahora algo impedía seguir adelante.

Por la escalera habían subido a un hombre tullido que no se valía por sí mismo. Su invalidez era tal que durante las comidas su criado lo llevaba a cuestas hasta la mesa. Se trataba de un hombre corpulento y pesado, y en ese momento el criado, con mucho esfuerzo, acababa de cargar con él hasta la mitad de la escalera y allí se había detenido para recobrar el aliento, cuando los empujones de la gente le hicieron caer de rodillas. Ahora, él y su amo ocupaban todo lo ancho de la escalera obstaculizando el paso, de modo que nadie avanzaba.

Entonces la señora Gordon vio a un hombre fornido y grueso inclinarse y levantar al tullido en vilo para luego arrojarlo por la barandilla al hueco de la escalera. Lo más terrible fue que, siendo un acto tan espantoso, nadie se horrorizó ni mostró indignación, la única preocupación de todos los presentes era trepar por aquellas escaleras y alcanzar la cubierta. Para aquella gente, lo sucedido no tenía más importancia que un pedrusco que se aparta del camino de un puntapié.

La joven americana comprendió que entre personas así no cabía esperar ninguna ayuda. Ella y sus pequeños perecerían irremisiblemente.

Una pareja joven, marido y mujer, se encontraban realizando su viaje de bodas. Su camarote se hallaba tocando la popa y su sueño había sido tan profundo que no percibieron nada de la colisión. Allá atrás tampoco se produjo demasiado alboroto, y como nadie se acordó de llamar a su puerta, dormían todavía cuando el resto de los pasajeros se encontraban en cubierta luchando por una plaza en los botes.

Sin embargo, sí se despertaron cuando la hélice, que durante toda la noche había zumbado justo debajo de ellos, súbitamente dejó de girar. El hombre se puso una bata por encima y salió corriendo para averiguar qué ocurría.

Al cabo de pocos segundos regresó y cerró la puerta del camarote cuidadosamente. Luego dijo:

– El barco se hunde.

Al decirlo tomó asiento, y cuando la esposa quiso echar a correr le dijo que no perdiera el tiempo.

– Ya no hay botes -explicó-. La mayoría se ha ahogado, y los que quedan a bordo se pelean a vida o muerte por una tabla o un salvavidas. -En una escalera había tenido que pasar por encima del cadáver de una mujer pisoteada y el griterío de los moribundos se oía por todos los rincones-. Es imposible salvarse -concluyó-. No salgas. ¡Es mejor morir juntos!

La esposa pensó que tenía razón y, obediente, se sentó a su lado.

– No querrás ver toda esa gente peleando -dijo el marido-. Vamos a morir, y es preferible una muerte tranquila.

A ella le pareció correcto quedarse junto a él durante esos minutos de vida restantes. Había sido su intención entregarle toda su vida, desde sus mejores años de juventud hasta bien entrada la vejez.