Выбрать главу

– Y yo que me imaginaba -dijo él- que después de muchos años de casados, tú estarías sentada junto a mi lecho de muerte y yo te daría las gracias por una larga y dichosa vida en común.

En ese instante ella vio un hilo de agua filtrándose por la puerta cerrada. Y no pudo soportarlo. Estiró los brazos con gesto de desesperación.

– ¡No puedo! -gritó-. ¡Déjame salir! No puedo quedarme quieta esperando la muerte aquí encerrada. Te quiero, pero no puedo.

Salió justo en el momento en que el buque, escorando, comenzaba a oscilar instantes antes de hundirse.

La joven señora Gordon se mantenía a flote en el agua, boqueando. El vapor se había hundido, sus hijos se habían ahogado y ella misma había sido arrastrada a las profundidades. Sabía que volvería a hundirse y que eso significaría la muerte.

Entonces no pensó más en su esposo ni en sus hijos, ni en ningún asunto de este mundo. Lo único que ocupaba su mente era dirigir su alma hacia Dios. Y su alma se elevó como un preso liberado. Sintió cómo su espíritu se alegraba de poder desprenderse de las pesadas cadenas de la vida humana y se preparaba jubiloso para volar hacia su verdadera morada.

«¿Tan fácil es morir?», pensó.

Al pensarlo le pareció que aquel caos de ruidos -el chapoteo de las olas, el ulular del viento, los lamentos de los que se ahogaban y el estruendo de los restos flotantes al chocar entre sí- se fundía en sonidos inteligibles para ella, del mismo modo que a veces las nubes amorfas componen cierto orden representando una imagen.

Y lo que oía le contestó:

«Es verdad que morir es fácil. Lo difícil es vivir.»

«Sí, así es», pensó ella, y se preguntó qué sería necesario para que la vida fuese tan fácil como la muerte.

A su alrededor los náufragos luchaban y se peleaban por un trozo de madera flotante o por un bote volcado. Pero en medio de las blasfemias y los gritos de desesperación, percibió de nuevo que aquella cacofonía formaba unas estentóreas palabras de respuesta.

Creyó que era el Señor de todas las cosas quien transformaba el fragor y los ruidos en un vehículo para responderle.

La rescataron mientras esas palabras resonaban aún en sus oídos. La sacaron del agua desde una pequeña yola ocupada únicamente por tres personas: un marinero corpulento vestido de domingo, una anciana con ojos de búho y un pobre chiquillo lloroso que sólo llevaba puesto una camisa hecha jirones.

Hacia la tarde del día siguiente, un barco noruego navegaba en dirección a los grandes bancos de pesca de las costas de Groenlandia Newfoundland.

El tiempo era soleado y había calma, el mar se extendía liso como un espejo y el velero apenas se movía, con todas sus velas izadas intentando atrapar las últimas bocanadas del viento agonizante.

La superficie del mar era de una gran belleza, extendiéndose azul y brillante hasta el horizonte, mientras que donde soplaba la escasa brisa el agua se rizaba plateada.

Cuando ya llevaban un rato de calma chicha, la tripulación del barco divisó a lo lejos un objeto oscuro flotando en el agua. Lentamente se fue aproximando y pronto descubrieron que era un cadáver. El cúter pasó rozando al muerto, cuyas ropas proclamaban su condición de marino. Flotaba boca arriba con una expresión serena en el rostro y los ojos abiertos. No había permanecido en el agua el tiempo suficiente para hincharse. Daba la impresión de que se dejara mecer plácidamente por el suave oleaje. No obstante, al apartar la vista de él, los marineros casi gritaron al unísono ya que, súbitamente y sin que se dieran cuenta, junto a la proa apareció otro cadáver. Faltó poco para que lo arrollaran, pero en el último momento los remolinos del barco lo apartaron del casco. Todos los tripulantes se inclinaron por la borda. Esta vez era una niña pequeña, una niñita muy arreglada y con un abrigo azul.

– ¡Oh, Dios! -se lamentaron los marineros con lágrimas en los ojos-. ¡Oh, Dios, Dios, es tan pequeña!

La niña, meciéndose en la corriente, pasó de largo mirándoles con una gravedad adulta, como si estuviese cumpliendo una misión de suma importancia.

Al cabo de unos instantes, uno de los hombres divisó otro cadáver más, y enseguida otro tripulante vio uno más en otra dirección. De repente vieron cinco cadáveres de golpe, luego diez, luego tantos que ni siquiera pudieron contarlos.

La embarcación navegaba muy despacio en medio de todos aquellos muertos que parecían rodearla como si desearan algo.

Algunos se acercaban flotando en nutridos grupos, de lejos parecían madera flotante o algo procedente de tierra; y sin embargo no eran más que cadáveres.

Los marineros, con la vista fija y sin osar moverse, apenas daban crédito a sus ojos.

En cierto momento creyeron ver una isla surgiendo del mar, porque lo que se aproximaba parecía tierra; no obstante, pronto comprobaron que, una vez más, eran cadáveres flotando muy juntos unos de otros.

Rodeaban el barco por los cuatro costados, se diría que lo seguían, como si quisieran cruzar el océano en su compañía.

El patrón dio orden de virar en un nuevo rumbo para hinchar las velas; pero no sirvió de nada, las lonas colgaban fláccidas y los muertos continuaron persiguiéndoles.

Los marineros se volvían más pálidos y taciturnos por momentos. El cúter avanzaba tan despacio que no podía esquivar los muertos y los tripulantes temieron que toda la noche les deparase lo mismo.

Entonces, un marinero sueco se encaramó a la proa y empezó a rezar un Padre Nuestro en voz alta. A continuación entonó un cántico.

El sol se puso en mitad de aquel cántico y entonces la brisa nocturna expulsó la nave fuera del dominio de los muertos.

La carta de Hellgum

Una anciana salía de una cabaña en el bosque. Aunque era un día entre semana iba endomingada como para ir a la iglesia. Sacó la llave de la cerradura y la escondió en el lugar acostumbrado, bajo los peldaños del zaguán.

Después de andar un buen trecho, se giró y contempló su casa, que asomaba diminuta y gris entre unos grandes abetos cubiertos de nieve. Había mucho cariño en su mirada. «Cuánta felicidad he vivido yo aquí -se dijo con gravedad-. Ay, sí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó.»

Luego se alejó por el sendero que atravesaba el bosque. Era muy vieja y débil pero pertenecía a esa clase de gente que, por mucho que la edad intente doblegarles, mantienen la espalda erguida y recta.

Su rostro era bello y su pelo blanco y sedoso. Tan dulce era su apariencia que sorprendía escucharla hablar con una voz que tenía la aspereza, la lentitud y la solemnidad de los antiguos profetas.

Le quedaba un largo camino por andar porque se dirigía a una de las reuniones de los hellgumianos en casa de los Ingmarsson; la anciana Eva Gunnarsdotter era una de las personas que con más entusiasmo habían abrazado las enseñanzas de Hellgum.

«Vaya, vaya -pensaba mientras caminaba por el sendero-, qué días aquéllos, los de los primeros tiempos, cuando todo comenzaba y era nuevo, cuando más de la mitad de la parroquia ensalzaba a Hellgum. Quién iba a pensar que serían tantos los que acabarían renegando, que al cabo de sólo cinco años no seríamos más que una veintena, sin contar los niños pequeños.»

Sus pensamientos regresaron a aquellos días en que ella, después de muchos años viviendo sola y olvidada entre las sombras del bosque, de repente ganó un montón de hermanos y hermanas que venían a aliviarla de su soledad, que nunca olvidaban quitar la nieve del camino después de las grandes nevadas, y que le llenaban el cobertizo de leña seca y cortada sin que tuviera necesidad de pedirlo. Se acordaba de aquel tiempo en que Karin Ingmarsdotter y sus hermanas, así como mucha otra gente importante, venían a su humilde cabaña de madera gris a compartir su mesa con amor fraternal.

«Qué lástima que tantos hayan desperdiciado la verdadera oportunidad de salvarse -pensó-. Ahora se nos castigará por ello. El próximo verano nos exterminarán a todos por culpa de los que no han respondido cuando se les llamaba, y porque los pocos que sí lo han hecho no han perseverado.»