Выбрать главу

La abuela desvió sus pensamientos hacia la carta de Hellgum, una de esas cartas que los hellgumianos consideraban equivalentes a las Epístolas de los Apóstoles y sobre las cuales impartían su doctrina, del mismo modo que otras congregaciones cristianas lo hacen sobre el Evangelio.

«Hubo un tiempo en que sus cartas manaban leche y miel -se dijo-. Nos ordenaba tener paciencia con los que no se habían convertido y compasión con los renegados; enseñaba a los ricos a hacer caridad igual con los justos que con los injustos. Pero de un tiempo a esta parte todo es hisopo y hiel, no hace más que hablar de pruebas y castigos.»

La anciana llegó a la linde del bosque, desde donde se divisaba todo el pueblo.

Era un día muy hermoso de febrero, los campos nevados extendían su blanca pureza por toda la comarca, los árboles dormían su sueño invernal y no corría una gota de viento.

Sin embargo, ella iba pensando que toda esta región, que ahora hibernaba tan plácidamente, despertaría sólo para arder bajo la furia sulfurosa de las llamas, e imaginaba todo el territorio cubierto de fuego, del mismo modo que ahora lo veía cubierto de nieve.

«No lo ha dicho letra por letra -pensó la vieja-, pero siempre habla de una gran prueba. Ay Señor, ay Señor, ¡quién se sorprenderá si nuestra parroquia sufre el castigo de Sodoma y la destrucción de Gomorra!»

Mientras Eva Gunnarsdotter recorría las calles del pueblo, no pasó delante de una sola casa sin imaginar cómo el terremoto que se avecinaba iba a echarla abajo como si fuese de arena. Y a las personas con que se cruzaba las veía perseguidas y devoradas por inmundas bestias del infierno.

«Mira, ahí va Gertrud, la hija del maestro -pensó al cruzarse con ella una joven muy guapa-. Sus ojos brillan luminosos como dos manchas de sol en la nieve. No me extraña que esté alegre porque para el otoño se casa con el joven Ingmar Ingmarsson. Con la madeja de hilado de algodón que lleva bajo el brazo querrá tejerse unas cortinas para la cama de matrimonio, y manteles para su futuro hogar. Pero antes de que ella acabe la tela, la hecatombe habrá acabado con nosotros.»

Echando miradas lúgubres en derredor, la vieja atravesó el pueblo, que se había expandido y desarrollado hasta alcanzar una prosperidad inimaginable. Sin embargo, todas aquellas casas pintadas de amarillo y blanco, con paredes revestidas de maderos y los ventanales tan altos, se derrumbarían del mismo modo que la mísera cabaña que era la suya, en la cual las ventanas eran como agujeros y crecía musgo entre los troncos bastos de las paredes.

De pronto, se detuvo en medio del pueblo y golpeó su bastón muy fuerte contra el suelo. Una ira incontenible se apoderó de ella.

– ¡Sí, sí! -exclamó en voz tan alta que la gente que estaba fuera se paró para mirarla-. Sí, sí, en estas casas tan bonitas viven personas que han desdeñado el Evangelio de Cristo y prefieren el Evangelio del enemigo. ¿Por qué no han atendido la llamada? ¿Por qué no se arrepienten de su pecado? Por su culpa pereceremos sin remedio. La mano de Dios es implacable. La mano de Dios imparte a justos e injustos el mismo castigo.

Tras cruzar el río, otros hellgumianos le dieron alcance: el viejo cabo Fält y Kolås Gunnar y su mujer Brita Ingmarsdotter. Al poco tiempo se les unió Hök Matts Eriksson y su hijo Gabriel, además de Gunhild, la hija del vocal.

Engalanados con sus abigarrados trajes regionales, su marcha en medio del paisaje nevado conformaba un hermoso cuadro. Sin embargo, Eva Gunnarsdotter sólo pensaba en que eran como reos de camino al cadalso, como animales conducidos al matadero.

Los hellgumianos parecían abatidos; caminaban cabizbajos como presionados por una amarga carga de desaliento. Todos habían confiado en que el reino de los bienaventurados se extendería rápidamente sobre la tierra, y en que verían con sus propios ojos la nueva Jerusalén descender de los cielos. Pero al ver que los suyos quedaban tan reducidos en número, no les quedó más remedio que reconocer que sus esperanzas eran vanas, y fue como si algo se hubiese roto en su interior. Caminaban arrastrando los pies, suspirando a menudo y sin nada que decirse. Porque se lo habían tomado todo muy en serio, habían apostado su vida en el intento y habían perdido.

«¿Por qué están tan desolados? -se preguntó la abuela-, si ni siquiera se imaginan lo peor. No quieren comprender el sentido de las cartas de Hellgum. Les he interpretado sus palabras pero no quieren escuchar. Bah, los que viven bajo cielo abierto en la planicie no saben lo que es el temor; les falta el entendimiento de aquellos que vivimos solos en la oscuridad del bosque.»

La anciana pensó que los hellgumianos estaban asustados porque Halvor los había convocado un día entre semana. Temían que quisiera comunicarles una nueva deserción. Se miraban preocupados, escrutándose los unos a los otros con desconfianza, como inquiriendo: «¿Hasta cuándo resistirás tú, y tú?»

«Quizá sería mejor acabar de una vez, disolver la hermandad enseguida, al igual que es preferible una muerte rápida a una agonía lenta y prolongada.»

¡Ay, su comunidad, su evangelio de la paz, su dulce vida de concordia y fraternidad que tanto amaban, todo condenado a la ruina!

Mientras aquellas desconsoladas personas continuaban su marcha, el resplandeciente sol invernal recorría con alegres destellos la inmensidad azul del firmamento. Del suelo se elevaba un dulce y fresco olor a nieve que les daba ánimos y valor renovado; y de los montes cubiertos de abetos que circundaban la parroquia descendían silencio y paz, infundiéndoles calma.

Por fin llegaron al predio de los Ingmarsson y subieron al porche cubierto de nieve del zaguán.

En la sala grande de la casa, colgaba alto un cuadro realizado hacía más de un siglo por un viejo maestro de la pintura rural. [20] Representaba una ciudad cercada por altas murallas, por encima de las cuales despuntaban las cornisas y cubiertas de varios edificios. Algunos eran casas de labranza pintadas de rojo con techado de turba, otros tenían paredes blancas y techado de pizarra al estilo de las casas señoriales de provincias, y otros, finalmente, ostentaban pesados torreones revestidos de cobre como los de la iglesia de Santa Cristina, en Falun. Extramuros se paseaban caballeros con pantalones a media pierna, elegantes zapatos y un junco en la mano; y por una de las puertas de la ciudad salía un carricoche transportando unas damas de cabellos empolvados y amplias pamelas. A los pies de la muralla crecían árboles de espeso follaje verde oscuro, y entre la hierba alta y ondulante discurrían las aguas cristalinas de varios manantiales.

Bajo el cuadro leíase impreso con grandes y adornados caracteres: «Jerusalén, ciudad santa de Dios.» Colgado tan cerca del techo, no era frecuente que alguien reparara en el cuadro. La mayoría de quienes visitaban la casa apenas debía de conocer su existencia.

Sin embargo, aquel día, una guirnalda de hojas de arándano rodeaba el marco, lo cual resaltaba su presencia ante los invitados. Eva Gunnarsdotter lo descubrió enseguida, y pensó: «Ea, al parecer los Ingmarsson ya saben que vamos a morir, por eso quieren que contemplemos la ciudad celestial.»

Karin y Halvor se dirigieron hacia ella con una expresión si cabe más lúgubre y sombría que la de los otros. «Claro -pensó ella-, éstos ya saben que el fin está cerca.»

A Eva Gunnarsdotter, por ser la persona de más edad, se le asignó la cabecera de la mesa, y frente a su sitio había una carta abierta con sellos de América.

– Bien, ha llegado una nueva carta de nuestro querido hermano Hellgum -dijo Halvor-. Por este motivo he convocado a nuestros hermanos y hermanas.

– Imagino que se trata de un mensaje importante -dijo Kolås Gunnar pensativo.

– Sí -respondió Halvor-. Aquí nos explica lo que quiso decir en su última carta con aquello de que nos esperaba una gran prueba.

вернуться

[20] Lo que sigue es la descripción de un típico lienzo o tapiz de la región de Dalecarlia. El arte folklórico de esta región, emblema de toda Suecia, se caracteriza por retratar con un estilo naïf episodios bíblicos o de la historia popular, ambientados, sorprendentemente, en el rococó del siglo xviii, de ahí los incongruentes detalles de la descripción. En una carta a su editor, Kart Otto Bonnier, de septiembre de 1901, Selma Lagerlöf le sugiere que se utilice uno de estos cuadros, en concreto éste que nos ocupa, como portada del libro. (N. de la T.)