»Y al principio nos alegró la idea de que nos siguierais para vivir una vida de alegría y esfuerzo común en Jerusalén; pero pronto nos apesadumbramos porque dijimos: "Nunca podrán abandonar sus grandes predios, ni sus campos de tierra fecunda, ni las ocupaciones a que están acostumbrados." Sin embargo, nuestros hermanos de Jerusalén dijeron: "No tenemos campos ni grandes predios que ofrecerles; pero podrán andar por los caminos que los pies de Cristo allanaron." Con todo, aún dudábamos y respondimos: "Jamás querrán viajar a un país extraño donde nadie entiende su lengua." Los hermanos de Jerusalén contestaron: "Pero sí comprenderán lo que dicen las piedras de Palestina acerca de su Salvador." Nosotros dijimos: "No querrán compartir sus posesiones con extraños ni quedarse sin dinero como los mendigos. Tampoco querrán desprenderse del poder que tienen, pues ellos son los notables de la región." Los peregrinos de Jerusalén replicaron: "No tenemos ni poder ni propiedades que ofrecerles; pero sí podrán compartir los sufrimientos de Jesús, su Salvador."
»Dicho esto, volvimos a sentirnos contentos y fuimos de la opinión que vendríais.
»Sin embargo, ahora os digo, queridos hermanos y hermanas, que cuando hayáis leído esta carta no discutáis el asunto entre vosotros, sino que os recojáis en silencio y prestéis atención: ¡escuchad vuestro corazón y lo que Dios os mande hacer, hacedlo!»
Halvor plegó la carta y ordenó:
– Ahora vamos a hacer lo que Hellgum dice. Nos recogeremos en silencio y estaremos atentos.
Un largo silencio se extendió por la sala grande de Ingmarsgården. Eva Gunnarsdotter permaneció callada aguardando, igual que el resto, a que se le apareciera la voz de Dios. Ella interpretaba la carta a su manera. «Bien, bien -pensó-, Hellgum pretende que nos vayamos a Jerusalén para escapar del exterminio. Nuestro Señor quiere salvarnos del río de azufre y la lluvia de fuego. Y los justos oirán la voz de Dios que les permita redimirse.»
A la anciana no se le ocurrió siquiera que, dadas las circunstancias, pudiese haber alguien en el mundo para quien significara un sacrificio abandonar su hogar y su patria. No concebía que alguien dudara en dejar los verdes bosques, el amable río y la tierra fecunda de su tierra natal.
Entre los demás había varios que, llenos de temor, imaginaban lo que representaba el cambio de vida, el abandonar el hogar paterno, dejar atrás a padres y parientes; en cambio, ella no. Porque para ella lo que esto significaba era que Dios quería salvarles del mismo modo que una vez salvó a Noé y Lot. [23] ¿Acaso no eran llamados a disfrutar de las delicias de la Ciudad Santa de Dios? Para ella, era como si Hellgum les hubiera escrito que iban a ascender con vida al reino de los cielos.
El grupo permanecía sentado con la vista baja, completamente concentrado en sí mismo. Varios se angustiaron tanto que tenían la frente perlada de un sudor frío. «Sí, sin duda ésta es la dura prueba que Hellgum predijo», suspiraban.
El sol se ponía y cortaba la línea del horizonte proyectando rayos intensos en la habitación. El resplandor teñía de rojo la palidez de los rostros.
Finalmente, Märta Ingmarsdotter, esposa de Ljung Björn, se deslizó del banco y cayó de rodillas al suelo. Y tras ella, uno tras otro fueron cayendo. Varios aspiraron hondo al mismo tiempo y sus rostros se iluminaron con una sonrisa.
A continuación, Karin Ingmarsdotter dijo con un dejo de asombro:
– Oigo la voz de Dios que me llama.
Gunhild, la hija del concejal, alzó las manos embelesada mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
– Yo también voy -dijo-. La voz de Dios me llama.
Luego Krister Larsson y su esposa dijeron casi al unísono:
– Una voz me dice que he de partir. Oigo la voz de Dios que me llama.
La llamada les llegó uno a uno, y con ella dejaron atrás toda su angustia y todo sentimiento de pérdida. Lo que les inundaba ahora era una sensación de inmenso júbilo. Ya no pensaban en sus fincas ni en sus familias. Sólo pensaban en que su comunidad iba a florecer de nuevo, pensaban en la maravilla de haber sido elegidos para ir a la ciudad de Dios.
La llamada les había llegado a la mayoría, pero no a Halvor Halvorsson. Se esforzaba al máximo en sus plegarias y, angustiado, pensaba: «Dios no quiere llamarme como ha llamado a los otros. Él ve que amo mis verdes campos más que a su Evangelio. No soy digno de ir.»
Karin Ingmarsdotter se aproximó y le puso la mano en la frente.
– Ten calma, Halvor, ten calma y escucha en silencio.
Halvor entrelazó las manos con tanta fuerza que los nudillos le crujieron.
– Tal vez Dios no me considera digno de este viaje -dijo.
– Sí, Halvor, podrás hacer el viaje, pero tienes que tener calma -respondió Karin, arrodillándose a su lado y rodeando su cintura con el brazo-. Escucha atentamente, Halvor, escucha sin temor.
A los pocos segundos la tensión de su rostro desapareció.
– Ya lo oigo, oigo algo muy lejano.
– Son las arpas de los ángeles que preceden a la voz de Dios -dijo la esposa-. Ahora calla, Halvor. -Karin se aferró aún más a él, como nunca lo había hecho antes delante de terceros.
– Ah -dijo él juntando las manos-, ahora sí lo he oído. Me lo ha dicho tan alto que me retumban los oídos: «¡Ve a mi ciudad santa, ve a Jerusalén!» ¿Todos lo habéis oído igual?
– Sí, sí -exclamaron-, todos lo hemos oído.
Sin embargo, Eva Gunnarsdotter comenzó a gemir.
– Yo no he oído nada. No podré ir con vosotros. Soy la esposa de Lot, no podré huir. Tengo que quedarme aquí y convertirme en estatua de sal.
La anciana lloraba de angustia y los hellgumianos la rodearon para rezar. Pero ella seguía sin escuchar nada y su angustia fue creciendo.
– No oigo nada -decía-, pero llevadme igualmente, por favor. No me dejéis aquí, no quiero ahogarme en el río de azufre.
– Debes esperar, Eva -dijeron los hellgumianos-. Recibirás la llamada, seguro. Esta noche o mañana te llegará.
– Eso no basta -replicó la mujer-. No estáis respondiendo a mi pregunta. ¿Acaso pensáis abandonarme si no recibo la llamada?
– ¡La recibirás, la recibirás! -aseguraron los hellgumianos a voz en grito.
– Eso no basta -repitió la anciana, desesperada.
– Querida Eva -dijeron los hellgumianos-, no podemos llevarte con nosotros a menos que Dios te llame. Pero no temas, te llamará.
Entonces Eva Gunnarsdotter, que estaba de rodillas, se levantó, irguió su endeble cuerpo de pajarillo y dio un golpe de bastón contra el suelo.
– Partiréis sin mí y dejaréis que me hunda -dijo-. Eso es lo que vais a hacer. Partir sin mí y dejar que me hunda.
Estaba loca de furor y algunos reconocieron a la Eva Gunnarsdotter de su juventud, una mujer fuerte, impetuosa y apasionada.
– ¡No quiero saber nada más de vosotros! -les gritó-. Ni quiero ser salvada por vosotros. ¡Malditos seáis! Seríais capaces de abandonar a mujeres e hijos, padres y madres con tal de salvaros. ¡Malditos seáis, estáis locos abandonando vuestras tierras! No sois más que unos desquiciados en pos de falsos profetas. Será sobre vosotros que caigan el fuego y el azufre. ¡A vosotros os exterminarán; en cambio nosotros, los que nos quedamos en casa, viviremos!
El tronco de árbol
A última hora de la tarde de ese mismo hermoso día de febrero, una pareja joven conversa junto al camino.