Procedente del bosque, el joven ha cargado en su trineo un tronco tan grande que el caballo apenas puede arrastrarlo, lo cual no le ha salvado de tener que dar un gran rodeo a fin de atravesar el pueblo y pasar por delante del edificio blanco de la escuela.
Frente a la escuela el caballo se ha detenido, y casi al instante una muchacha ha salido disparada por la verja para ver el tronco.
Ahora, extasiada, no se cansa de admirarlo. ¡Qué largo y grueso es, y qué recto, qué color pardo tan bonito tiene la corteza y qué recia es la madera, y sin un solo nudo!
El joven le cuenta muy serio que el pino procede de una landa arenosa al norte de la montaña de Olofshättan y le explica cuándo lo taló y cuánto tiempo ha estado secándose en el bosque. También le menciona las pulgadas que mide su circunferencia y cuántas hace de largo.
La chica, que ha visto miles de troncos flotando río abajo o transportados por tierra en trineo o carreta, nunca hubiera imaginado que le alegraría tanto la visión de un tronco.
– ¡Ay, Ingmar -suspira-, y pensar que sólo es el primero!
En medio de su euforia, de repente la inquieta recordar que han sido necesarios cinco años de esfuerzo y trabajo para que Ingmar haya podido transportar el primero de todos los troncos que serán utilizados en la construcción de su futuro hogar. ¿Cuánto tiempo tardará en transportar el resto y cuánto en construir la casa?
Pero, según Ingmar, todos los obstáculos están superados.
– Ya verás, Gertrud -dice él-, con tal que pueda bajar toda la madera mientras la nieve está así de firme, tendremos la casa lista muy pronto.
El sol se ha puesto hace un buen rato y las temperaturas han bajado en picado. El caballo tiene frío, sacude la cabeza y las cerdas del flequillo y la crin están cubiertas de escarcha. En cambio, los dos jóvenes no tienen ni pizca de frío. Planear su casa desde el sótano hasta el desván les da calor.
Y una vez lista la casa, se dedicarán a amueblarla.
– El sofá va contra esta pared larga -dirá Ingmar.
– Que yo sepa no tenemos ningún sofá -replicará la muchacha.
Entonces el joven se morderá el labio porque tiene un sofá a punto esperándole en la carpintería, pero es un secreto que no pensaba revelar hasta mucho más adelante y, por descuido, ahora se le ha escapado.
Ya puestos, también Gertrud traicionará un secreto celosamente guardado durante cinco años. Le contará que ha estado confeccionando y vendiendo trabajos manuales de pelo y cintas tejidas con sus propias manos, y que con las ganancias ha podido comprar casi todo el ajuar, desde ollas y pucheros hasta platos y cuencos, sábanas y cojines, manteles y esteras.
Ingmar no cabrá en sí de gozo al saberse dueño de tanta riqueza y la colmará de alabanzas. Pero en medio de la lluvia de elogios que se imagina, de repente se interrumpe. Acaba de fijarse en Gertrud y se queda mudo de asombro al pensar que toda esa belleza y encanto van a ser suyos.
– ¿Qué pasa Ingmar? -pregunta la chica.
– Pensaba en que lo mejor de todo es que vas a ser mía.
Gertrud no dice nada, pero acaricia con su mano el grueso tronco de árbol que va a sostener la casa en que ella e Ingmar formarán su hogar. Sabe que es seguridad y bienestar lo que la espera allí dentro porque aquel con el que va a casarse es un hombre bueno y sensato, fiel y generoso.
En ese momento una vieja pasa por su lado, camina deprisa y habla en voz alta con mucho ímpetu, parece enfurecida.
– Y si no, ¡al tiempo! -gruñe la vieja-. Serán felices del alba hasta la aurora; cuando llegue el momento de la verdad, su fe se quebrará como un hueso de pollo y luego su vida será una noche continua.
– No se estará refiriendo a nosotros, ¿verdad? -susurra la muchacha.
– ¿Cómo va a referirse a nosotros? -responde el joven.
De visita en Ingmarsgården
El día siguiente era sábado y, al anochecer, el párroco regresaba a su casa en medio de una ventisca. Venía de la parte norte del gran bosque de coníferas, de visitar a un enfermo, y la marcha era muy penosa. El caballo se hundía con frecuencia en las masas de nieve, el trineo se tambaleaba peligrosamente a cada instante y, a menudo, tanto el párroco como el mozo se veían obligados a saltar del trineo y allanar el camino. Por suerte, la oscuridad no era completa, la luna se desplazaba grande y completamente llena tras las nubes cargadas de nieve y sus rayos las atravesaban, de modo que éstas resplandecían con una fosforescencia grisácea. Al alzar la vista, el párroco veía los copos girando en remolinos, llenando el espacio de deslumbrantes puntos blancos.
Las dificultades no eran las mismas en todo el trayecto, había tramos en los que la copiosa nieve era barrida por el viento y el camino parecía una pista de hielo, entonces el trineo se deslizaba con facilidad. En otros sitios la nieve se amontonaba suelta y regular, y tampoco allí resultaba difícil avanzar. Lo peligroso era transitar por donde el viento amontonaba la nieve formando montículos tan altos que impedían la visibilidad. En esos casos había que desviarse de la carretera y abrirse paso por encima de campos y cercados, con el consiguiente riesgo de volcar en una cuneta o de que el caballo quedase empalado en la estaca de alguna cerca.
Al párroco y al mozo les preocupaba seriamente el enorme montón de nieve que solía acumularse a lo largo de una vieja y elevada valla de madera muy próxima al predio de los Ingmarsson. «Si conseguimos sobrepasar esa valla casi estaremos en casa», se decían.
El párroco no recordaba la cantidad de veces que le había pedido a don Ingmar que derribase aquella valla tan alta que recogía la nieve y la amontonaba justamente ahí. Pero sus súplicas no habían servido de nada. Lo peor era que en la actualidad pasaba lo mismo. Por mucho que cambiaran los tiempos en aquella finca, una cosa parecía segura: aquella valla se quedaría donde estaba.
Pronto divisaron el predio y encontraron la barrera de nieve en el lugar habitual, escarpada como un muro y firme como una montaña. Allí no era posible apartarse a un lado, aquel monstruo había que escalarlo. La empresa se les antojó tan irrealizable que el mozo sugirió que pidiesen ayuda en casa de los Ingmarsson.
Pero el párroco se negó en redondo. Hacía cinco años que no cruzaba una palabra con Karin y Halvor y la idea de ver a antiguos amigos con los que había roto le desagradaba tanto como a cualquiera.
Así que el caballo tuvo que trepar por el montículo, el cual aguantó su peso hasta la cúspide. Una vez allí, el animal se hundió de golpe, desapareció como quien cae en una sima, y los viajeros se quedaron paralizados con la mirada fija en el vacío. Al mismo tiempo que el caballo se hundía entre la nieve, se partió uno de los varales del trineo, con lo cual quedaba descartado proseguir la marcha.
A los pocos minutos el párroco se encontraba en el umbral de la sala grande de Ingmarsgården.
Allí ardía un gran fuego de leña de pino resinoso. [24] A un lado de la chimenea se encontraba la dueña de la casa hilando lana cardada con peine muy fino, y más allá varias criadas y sirvientas hilaban estopa y lino. Los hombres se mantenían al otro lado del hogar, acababan de entrar leña y algunos descansaban, mientras otros se ocupaban de tareas fáciles: hacer astillas, afilar las púas de los rastrillos y tallar mangos para hachas.
Al entrar el pastor y referir el percance sufrido, todos actuaron a una. Los mozos salieron para desenterrar el caballo. Halvor condujo al párroco hasta la mesa y le ofreció un asiento en la banqueta. Karin envió a las sirvientas a la cocina para que preparasen café y una opípara cena. Ella, por su parte, colgó la pelliza del pastor frente al fuego, encendió la lámpara del techo y trasladó su rueca junto a la mesa a fin de participar en la conversación de los hombres.
«Ni en tiempos de don Ingmar habría sido mejor recibido», pensó el pastor.