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– Aleluya -responde el padre-, sé que es un bello destino el que nos aguarda. No en vano estoy yendo a la planta para venderle mis tierras a la compañía maderera. La próxima vez que pase por aquí todo habrá terminado, entonces no seré dueño de nada.

El hijo no contesta, pero se siente satisfecho de que el padre se mantenga firme en su decisión.

Al cabo de un rato pasan por delante de un predio muy bien situado en lo alto de una loma. La vivienda principal está pintada de blanco y tiene balcón y solana, y alrededor de la casa crecen unos álamos muy altos cuyos hermosos troncos grisáceos rebosan de savia.

– Mira -dice el granjero-, exactamente así me imaginaba yo mi casa. Con una galería como ésa con balcón encima y la madera tallada. Y también un patio delantero igual de amplio y verde, de césped muy fino. ¿No habría sido preciosa, Gabriel?

El hijo no responde y el granjero comprende que está harto de oír hablar de la granja. También él enmudece, pero sus pensamientos van siempre de vuelta a su hogar. Se pregunta cómo les irá a sus caballos con el nuevo amo, cómo le irá a toda la finca. «Ay -piensa-, seguro que hago mal en vendérsela a una compañía. Talarán hasta el último árbol del bosque y dejarán que la granja decaiga. La tierra pantanosa volverá a ser pantanosa y el bosque de abedules se comerá los sembrados.»

Han llegado ya a la planta y ahí su interés se despierta de nuevo. Ve arados y gradas de último diseño y enseguida recuerda cuánto ha deseado comprarse una segadora nueva. Mira a su Gabriel, que es muy buen mozo, y se lo imagina sentado en una preciosa segadora roja, blandiendo el látigo sobre los caballos como lo haría un guerrero, y segando la hierba alta como quien barre al enemigo.

Cuando entra en las oficinas de la planta aún cree percibir el chirrido de la segadora en sus oídos. Oye el suave caer de la hierba cortada y las piadas y los zumbidos de espanto de pájaros e insectos.

En la oficina, el contrato de compraventa está listo y en regla. Ya se negociaron todas las cláusulas, el precio está fijado, sólo resta estampar las firmas.

Le leen el contrato y él escucha con atención. Escucha el número de hectáreas de bosque y el número de hectáreas de campos y prados, los enseres y el número de reses que debe entregar. Sus rasgos se endurecen. «No -se dice a sí mismo-, me niego.»

Cuando finaliza la lectura está a punto de decir que no puede firmar. En ese momento el hijo se inclina y le susurra al oído:

– Tiene que elegir, padre, la granja o yo, porque haga usted lo que haga, yo me marcho.

Los asuntos de su finca le han absorbido de tal modo que ni se le ha pasado por la cabeza que el hijo pudiera partir sin él. Vaya, conque el muchacho se va pase lo que pase. No acaba de entenderlo, él nunca se habría ido sin él.

Pero claro que tiene que acompañar a su hijo, faltaría más.

Se dirige a la mesa donde el documento espera su firma. El gerente de la planta en persona le coloca la pluma entre los dedos e indica el sitio en el papel.

– ¿Ve aquí? -dice-. Escriba Hök Matts Eriksson.

Toma la pluma y al instante le llega el recuerdo nítido de cuando firmó un contrato hace exactamente treinta y un años y por el cual compraba un trozo de tierra sin cultivar. Recuerda que tras la firma se fue derecho a contemplar su propiedad. Ese día se dijo a sí mismo: «Mira lo que Dios te otorga, aquí tienes trabajo para toda la vida.»

El gerente cree que su demora se debe a la incertidumbre y le señala de nuevo el sitio donde debe firmar:

– Ponga su nombre aquí. Escriba Hök Matts Eriksson.

Empieza a firmar. «Ésta -piensa- va por mi fe y mi salvación, por mis queridos amigos, los hellgumianos, por nuestra vida en común que tanto aprecio, por no quedarme atrás, solo, sin nadie, cuando todos se vayan.» Y estampa la primera.

«Ésta -continúa- va por mi hijo Gabriel, por no perder a un hijo tan bueno y tan querido, por todas las veces que él se ha portado bien con su viejo padre, para demostrarle que él es lo que más quiero.» Y suscribe por segunda vez.

«Pero ¿y ésta? -piensa, empujando levemente la pluma-. ¿Por qué lo hago?» Y en ese instante su mano empieza a moverse por sí sola trazando gruesas líneas de un lado a otro del odioso papel. «Pues esto lo hago porque soy un hombre viejo al que le gusta cultivar la tierra, que tiene que arar y sembrar la misma tierra que siempre ha trabajado con el sudor de su frente.»

Hök Matts Eriksson, muy turbado, se vuelve hacia el gerente de la planta mostrándole el documento.

– Discúlpeme, por favor, de verdad quería deshacerme de mis propiedades; pero no he podido.

La subasta

En mayo se celebró una subasta en Ingmarsgården. ¡Dios bendito, qué tiempo más fabuloso hacía, el calor era auténticamente veraniego! Los hombres habían cambiado ya sus largos abrigos de piel por chaquetillas cortas y las mujeres estrenaban las mangas anchas y almidonadas de su indumentaria estival.

La mujer del maestro se estaba arreglando para asistir a la subasta. Gertrud no quería ir y el señor Storm se hallaba ocupado con sus lecciones. Cuando la señora Stina estuvo lista, abrió la puerta del aula y se despidió de su marido moviendo la cabeza. Él estaba explicándoles a los niños la destrucción de la antigua ciudad de Nínive [27] y al hacerlo su expresión era tan siniestra que las pobres criaturas abrían la boca asustadas.

Durante la caminata hasta el predio de los Ingmarsson la señora Stina se detenía ante cualquier cosa que estuviera en flor, ya fuera un arbusto de cerezo aliso o una colina cubierta de oloroso muguete. «No creo que exista algo más bonito que esto -se dijo-, aunque pudiera una viajar hasta la mismísima Jerusalén.»

La mujer del maestro, y muchos otros con ella, amaban doblemente su terruño desde que los hellgumianos lo denominaban Sodoma e incitaban a sus habitantes a abandonarlo.

La señora Stina cortó unas florecillas que crecían en la cuneta y las miró con algo similar a la ternura. «Si todos fuéramos tan malos como dicen, a Dios no le supondría ningún esfuerzo exterminarnos, bastaría con hacer que el invierno fuera permanente y dejar que la tierra estuviera por siempre nevada. Pero como Nuestro Señor permite que la primavera y las flores vuelvan cada año debe creer que, al menos, merecemos vivir.»

Al llegar a Ingmarsgården se detuvo con una expresión de ansiedad. «Creo que me iré por donde he venido, no quiero asistir a la desintegración de esta antigua casa», se dijo. Pero en el fondo sentía demasiada curiosidad por ver qué pasaría con la finca.

Tan pronto se supo que el predio estaba en venta, Ingmar había hecho todo lo posible por comprarlo. Desgraciadamente, sólo poseía unas seis mil coronas y a Halvor la gran compañía maderera propietaria de la planta de Bergsåna le había ofrecido veinticinco mil. Mediante préstamos, Ingmar consiguió reunir la misma cantidad que ofrecía la compañía, pero entonces ésta aumentó su oferta a treinta mil e Ingmar, que no quería endeudarse tanto, se plantó.

Lo preocupante a este respecto no era únicamente que de este modo la finca saldría de la familia para siempre, ya que la gran compañía nunca revendía ninguna de sus adquisiciones; sino que además resultaba absolutamente improbable que la compañía le concediera a Ingmar el aserradero de Långforsen, y en ese caso él se quedaría sin sustento.

Casarse con Gertrud para el otoño, como estaba planeado, resultaba ahora impensable. Ingmar tal vez tuviera incluso que marcharse a otras tierras en busca de trabajo.

Al considerar la situación, la señora Stina no miraba a Karin y Halvor con buenos ojos. «Ojalá -se decía- Karin Ingmarsdotter no se acerque a hablar conmigo, porque no podría contenerme y le diría que no hay derecho, que no puede portarse tan mal con Ingmar. Y también le echaría en cara que, en el fondo, toda la culpa de que la finca no sea ya de Ingmar, es suya. Ya he oído decir que necesitan cantidades astronómicas de dinero para su viaje, pero es asombroso que Karin tenga estómago para venderle la finca de su familia a una compañía que no hace más que devastar el bosque y que abandona el campo enteramente a su suerte.»

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[27] Capital de Asiria en el siglo viii a.C. situada en la margen izquierda del Tigris. En las Escrituras su historia está ligada a la de Jonás, pues Dios le envió dos veces allí para anunciar su destrucción. Fue intentando huir de su cometido que Jonás fue a parar al vientre del pez. Jonás la describe como una «ciudad grandísima, se tardaban tres días en recorrerla.» (Jonás 1:2). Estaba rodeada de un muro de 12 km, con quince puertas. Los babilonios y los medos la destruyeron en el año 612 a.C. (N. de la T.)