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– ¿Realmente está seguro de saber lo que deja escapar? -dijo el juez, y se alejó lentamente.

Hasta el momento ningún miembro de la familia se había dejado ver en el patio; pero de pronto el gentío descubrió la figura de Ingmar. Estaba apoyado contra una pared algo aparte, completamente inmóvil y con los ojos entornados.

Varias personas se acercaron para saludarle, pero cuando llegaban a su altura se abstenían y volvían a su sitio.

El rostro de Ingmar tenía la palidez de un muerto y al verle quedaba claro que el hombre se debatía contra un dolor tan intenso que nadie se atrevía a molestarle.

Ingmar permanecía tan quieto que hubo mucha gente que ni siquiera detectó su presencia. En cambio, todo aquel que hubiera puesto los ojos en él no podía quitarse esa visión de la cabeza. El espíritu festivo que normalmente se asocia a una subasta se diluyó rápidamente, con Ingmar ahí delante, apoyado contra la pared del hogar que estaba a punto de perder; nadie tenía el coraje de reír o de mostrar algún signo de alegría.

Por fin llegó el momento de iniciar la subasta. El adjudicador se subió a una silla y empezó a licitar un viejo arado. Ingmar seguía igual de inmóvil, como si fuera una efigie en lugar de un ser humano.

«Dios santo, ¿por qué no se retira de ahí? -murmuraba la gente-. ¿Qué necesidad tiene de presenciar esta desgracia? Aunque por algo dicen que los Ingmarsson siempre hacen las cosas a su manera.»

Entonces el martillo anunció el fin de la primera puja. Ingmar se estremeció, como si el golpe le hubiera tocado a él. Enseguida se quedó quieto otra vez; pero luego, a cada nuevo remate una sacudida le recorría el cuerpo.

Pasaron junto a la señora Stina dos campesinas que hablaban de Ingmar.

– Lástima que no esté prometido a una rica heredera, así tendría dinero para comprar la finca; pero como quiere a la hija del maestro, esa Gertrud… -dijo una.

– Cuentan que un pez gordo le ha prometido la finca como dote si se casa con su hija -contestó la otra-. ¿Ves?, como es de tan buena familia, da igual que sea pobre.

– De algo servirá ser el hijo de don Ingmar, ¿no?

«Qué bendición sería que Gertrud pudiese contribuir con algo», pensó la señora Stina.

Poco a poco se vendieron todos los utensilios y el subastador se trasladó a otro rincón del patio. Allí empezó por tapices tejidos a mano, manteles y cortinajes de cama, mostrándolos en lo alto de modo que los tulipanes bordados y los abigarrados encajes irradiaban sus destellos de seda sobre la explanada entera.

A Ingmar debió de llamarle la atención el flameo de las telas, porque miró hacia allí. Por un instante fueron visibles sus ojos inyectados en sangre abarcando toda la desolación de aquel espectáculo; luego los bajó de nuevo.

– Nunca he visto nada igual -dijo una joven campesina-. Yo creo que se nos muere aquí mismo. ¿Por qué no se va de una vez y deja de torturarse?

La señora Stina se puso en pie como para clamar al cielo que interrumpieran la subasta, que no había derecho; pero volvió a sentarse. «¿Y yo quién soy para exigir nada?», se recriminó con un suspiro.

Repentinamente se extendió un silencio tan profundo en el patio que la señora Stina tuvo que levantar la vista. Descubrió que el silencio se debía a que Karin Ingmarsdotter había salido de la casa. Quedó patente lo que el pueblo opinaba de su manera de actuar, porque a medida que ella cruzaba el patio los asistentes se apartaban; nadie tendió su mano para saludarla, la gente callaba y la miraba con desaprobación.

Karin estaba demacrada, parecía exhausta y caminaba más encorvada que nunca. Dos manchas rojas se destacaban en sus mejillas y, aparentemente, su suplicio era igual de intenso que en la época en que libraba sus batallas contra Eljas.

El objetivo de Karin era buscar a la señora Stina para hacerla entrar en la casa.

– Acabo de descubrir que estaba usted aquí, señora Stina -le dijo.

La mujer del maestro se hizo de rogar, pero sólo un poco. Karin venció su resistencia diciendo:

– Ahora que nos vamos tan lejos de aquí nos gustaría olvidar viejas disputas.

Mientras cruzaban el patio de vuelta a la casa, la señora Stina inició el ataque:

– Éste ha de ser un día muy triste para usted, Karin.

Ésta dejó escapar un suspiro pero no respondió.

– No entiendo cómo no le parte el alma vender todos estos viejos objetos de familia.

– Es lo que más se ama lo que precisamente hay que sacrificar por Nuestro Señor -respondió Karin.

– La gente se extraña de que… -empezó la señora Stina, pero Karin la cortó:

– El Señor también se extrañaría de que le priváramos de algo que ya le hemos ofrecido.

La señora Stina se mordió el labio y no supo qué más decir. Todos los reproches que había imaginado no hallaron salida; Karin era una mujer demasiado digna para que nadie tuviese el valor de censurar su conducta.

Justo cuando subían el ancho escalón del pórtico de entrada, posó su mano sobre el hombro de Karin.

– ¿Ha visto usted quién está ahí? -le preguntó señalando a Ingmar.

Karin dio la impresión de encogerse levemente y evitó a toda costa mirar en la dirección de Ingmar.

– El Señor hallará la solución -murmuró-. El Señor hallará la solución.

En la sala principal no se habían producido grandes cambios con vistas a la subasta, ya que los bancos y las camas estaban empotrados y no podían transportarse a otro lugar. Las lámparas de cobre, en cambio, ya no iluminaban las paredes, y las camas eran un agujero negro sin las cortinas y las colchas; mientras que las alacenas pintadas de azul que antaño se dejaban entreabiertas para que las visitas pudiesen admirar la vajilla de plata apilada en su interior estaban cerradas en señal de que ahí ya no se guardaba nada que valiera la pena mostrar.

La única ornamentación de las paredes era el cuadro de Jerusalén, el cual ese día volvía a lucir una guirnalda de hojas verdes alrededor del marco.

Ocupaban la amplia estancia gran cantidad de correligionarios y parientes de Halvor y Karin. Uno tras otro se dejaban guiar hasta una larga mesa donde, tras hacerse de rogar, eran agasajados con excelentes manjares.

La alcoba estaba cerrada. En su interior se discutía en aquellos momentos la compra de la finca y las negociaciones se llevaban a cabo con ímpetu y en voz muy alta, especialmente por parte del párroco.

En cambio, en la sala principal los presentes se mantenían callados, y si alguien hablaba lo hacía bajito o susurrando. Mentalmente, todos se encontraban dentro de la alcoba, donde se estaba decidiendo el destino de Ingmarsgården.

La señora Stina se dirigió a Hök Mattsson y le preguntó:

– ¿Supongo que no tendremos la suerte de que Ingmar se quede con la finca?

– Hace mucho que su oferta ha sido superada -contestó Gabriel-. Por lo visto, el hotelero de Karmsund ha ofrecido treinta y dos mil coronas, y la compañía ha pujado hasta treinta y cinco mil. En estos momentos el reverendo intenta convencerles de que cierren el trato con el hotelero antes que con la compañía.

– ¿Y qué hay del juez Berger Sven Persson? -preguntó la señora Stina.

– Parece que hoy no ha pujado.

El párroco habló largo y tendido con una voz que sonaba persuasiva. Sus palabras no eran inteligibles, pero mientras él hablara la gente sabía que nada estaba decidido aún.

Entonces se hizo un breve silencio, tras el cual se oyó la voz del hotelero que decía, no muy alto pero con tanto énfasis que era inevitable captar cada una de las sílabas:

– Ofrezco treinta y seis mil; no es que crea que la finca lo vale, pero lo hago porque no me gustaría que fuese a parar a manos de la compañía.

A continuación se oyó el golpe de un puño contra la mesa y la voz del gerente que atronó:

– Cuarenta mil, y no creo yo que nadie supere esa oferta, señores.

La señora Stina, muy pálida, se levantó y volvió a salir al patio. Puede que lo que se desarrollaba en el exterior fuera doloroso y triste, pero presenciar esa otra subasta encerrada en una habitación sofocante era aún más atroz.