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Los tapices ya estaban vendidos y el subastador volvió a cambiarse de sitio dispuesto a ocuparse de las antigüedades de plata; las grandes cafeteras de plata con monedas de oro incrustadas y las copas con inscripciones del siglo xvii.

Cuando el subastador levantó la primera cafetera Ingmar dio un paso al frente como para impedir la venta, pero se refrenó al instante y volvió a su rincón.

Al cabo de unos minutos un viejo labriego se dirigió a Ingmar con la cafetera en la mano. El hombre la dejó humildemente a sus pies diciendo:

– Ésta debes conservarla como recuerdo de todo aquello que debería haber sido tuyo.

De nuevo un estremecimiento sacudió a Ingmar; su labio inferior tembló y hacía grandes esfuerzos por encontrar las palabras.

– No, ahora no hace falta que digas nada, ya me lo dirás otro día -añadió el viejo y empezó a alejarse; pero dio media vuelta y dijo-: La gente rumorea que la finca podría ser tuya si quisieras; eso sería el favor más grande que podrías hacerle a esta parroquia.

En Ingmarsgården había varios ancianos que habían servido en la familia toda su vida y que ahora, en su vejez, seguían viviendo allí. La inquietud se había apoderado de ellos más que de los demás, puesto que temían que, en caso de que la finca cambiara de propietario, fueran desahuciados y no les quedara otro remedio que echarse a los caminos a mendigar. En cualquier caso, no les cabía duda de que nadie les trataría igual de bien que los antiguos amos.

Estos ancianos vagaban por la finca sin descanso, el desasosiego no les permitía permanecer sentados. Provocaba mucha lástima verlos pasar de puntillas, frágiles y asustados, y descubrir la angustia que reflejaban sus ojos legañosos y débiles.

Finalmente, fue a un abuelo de casi cien años al que se le ocurrió acercarse a Ingmar y sentarse en el suelo a su lado. Era como si por fin hubiese encontrado un sitio donde sentirse en paz, porque se quedó quieto y calmado, sus manos temblorosas apoyadas contra el mango de la muleta.

Tan pronto como otras dos de las ancianas empleadas de la finca, la tía Lisa y Märta la del Establo, vieron dónde se había instalado Bengt el Cuervo, también ellas renquearon hasta allí y tomaron asiento junto a Ingmar. No le dijeron nada; pero sin embargo albergaban la vaga noción de que él podía ayudarlas, él, que ahora era el nuevo Ingmar Ingmarsson.

Desde el momento en que se le acercaron los ancianos, Ingmar abrió los ojos y ya no volvió a entornarlos; sino que se quedó observándoles. Se diría que calculaba todos los años y las penurias que habían soportado mientras servían a su familia, y debió sentir que su primer deber era conseguir que pudieran acabar sus días en el lugar donde había transcurrido toda su vida. Ingmar oteó el patio, descubrió a Stark Ingmar y le parpadeó significativamente asintiendo con la cabeza.

Sin decir una palabra, Stark Ingmar entró en la casa, cruzó la sala grande y abrió la puerta de la alcoba, en cuyo umbral se quedó aguardando un momento propicio para dar su recado.

El párroco se hallaba en medio de la habitación dirigiéndose a Karin y Halvor, quienes estaban rígidos como momias. El gerente de la compañía maderera presidía la mesa con expresión autosuficiente, convencido de ser el mayor postor. Al hotelero de Karmsund, de pie junto a la ventana, se le veía indignado, la frente perlada de sudor, las manos trémulas. El juez Berger Sven Persson ocupaba el sofá situado en el fondo de la alcoba y su rostro ancho y autoritario no delataba ninguna emoción; estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la barriga y de él se diría que lo único que ocupaba su mente era la velocidad a la que hacía girar sus pulgares.

Luego el párroco cedió la palabra. Halvor miró a Karin como pidiéndole consejo, pero ella permanecía inmóvil con la vista baja.

– Karin y yo nos vemos obligados a tener en cuenta que viajamos al extranjero -dijo Halvor-, y que tanto nosotros como toda la hermandad se sustentará de lo que obtengamos por nuestras propiedades. Sabemos ahora que sólo el viaje cuesta quince mil coronas, y a eso hay que añadirle el alquiler de una casa y los gastos para ropa y comida. No creo que podamos permitirnos el lujo de regalar una parte.

– ¿No es absurdo pedirles a Karin y Halvor que vendan la finca por una cifra irrisoria únicamente para que no se la quede la compañía? -inquirió el gerente-. A mi entender, deben aceptar mi oferta inmediatamente, aunque sólo sea para poner fin a todos estos intentos de persuasión.

– Sí -confirmó Karin-, me temo que lo cierto es que debemos ajustamos a la oferta del mejor postor.

Sin embargo, el párroco no pensaba darse por vencido fácilmente. Cuando se trataba de asuntos mundanos sabía muy bien cómo componer su perorata; el que razonaba allí era un orador completamente distinto del que hablaba desde el púlpito.

– Apuesto a que Karin y Halvor sienten tanto apego por esta finca que prefieren vendérsela a alguien que se haga buen cargo de ella; aunque al hacerlo sus ganancias disminuyan en un par de miles de coronas. -Y muy especialmente dirigido a Karin, prosiguió su discurso con una lista de fincas que habían acabado en la ruina después de ser vendidas a la compañía.

Karin levantó la vista en un par de ocasiones y el párroco se preguntó si, finalmente, había logrado conmoverla. «Algo tiene que quedarle de su instinto de mujer del campo», pensó, al exponer como ejemplos varios casos de granjas abandonadas y rebaños de ganado agonizantes.

Y luego remató de la siguiente manera:

– Sé perfectamente que si la compañía se obstinara en comprar Ingmarsgården, podrían pujar y pujar hasta que no hubiera un granjero en toda la comarca que pudiera seguirles. Pero si Karin y Halvor quieren impedir que este predio se convierta en una ruina más de la compañía, deben fijar un precio final para que los granjeros sepan a qué atenerse.

Ante la propuesta del párroco, Halvor miró nerviosamente a Karin. Ésta levantó los párpados despacio y respondió:

– Claro que Halvor y yo preferiríamos vendérsela a alguien como nosotros para estar seguros de que las cosas seguirán como siempre en la finca.

– Exacto, si alguien, aparte de la compañía, quisiera ofrecer cuarenta mil coronas nos contentaríamos con esa suma -dijo Halvor, que ahora por fin le seguía el hilo a su esposa.

Tras estas palabras Stark Ingmar cruzó la habitación y le susurró algo a Berger Sven Persson. El juez de distrito se levantó de inmediato y le dijo a Halvor:

– Ya que usted promete conformarse con cuarenta mil, yo le ofrezco esa suma.

El rostro de Halvor empezó a sufrir contracciones nerviosas y antes de contestar tragó saliva varias veces.

– Se lo agradezco, señor juez -dijo-. Me alegra dejar la finca en tan buenas manos.

Sven Persson también estrechó la mano de Karin, quien, conmovida, se secó una lágrima que le pendía del rabillo del ojo.

– Puede estar segura, Karin, de que aquí las cosas continuarán como siempre -dijo el juez.

Karin le preguntó si él mismo iría a vivir allí.

– No -respondió el juez, y añadió con ceremonioso énfasis-: Este verano caso a mi hija menor y les voy a regalar la finca a ella y a su esposo. -A continuación, se volvió hacia el párroco y le dio las gracias-: Ha conseguido salirse con la suya, reverendo -le dijo-. Quién iba a imaginar, cuando yo corría por aquí como un humilde pastor, que un día tendría el poder de reinstaurar a un Ingmar Ingmarsson en Ingmarsgården.

El párroco y los otros caballeros presentes se quedaron mirándolo sin entender; Karin se apresuró a salir de la habitación.

Mientras cruzaba la sala grande se fue enderezando, se anudó el pañuelo de la cabeza de modo que los pliegues cayesen como debían, y se alisó el delantal.

Cruzó el patio con paso digno y ceremonioso. Mantenía el cuerpo rígido, la mirada baja, y andaba a paso tan lento que no daba la impresión de desplazarse. De ese modo llegó hasta donde se encontraba Ingmar y le estrechó la mano.