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– Quiero darte la enhorabuena, Ingmar -le dijo con voz quebrada por la emoción-. Hemos estado enfrentados en este asunto, pero ya que Dios no ha querido darme la satisfacción de que te sumes a los nuestros, le agradezco que te haya permitido hacerte con la finca.

Él no respondió, su mano descansaba fláccida en la de Karin. Al soltársela ella, siguió allí de pie, tan abatido como lo había estado todo el día.

Cada uno de los caballeros que habían participado en la transacción se acercaron a Ingmar, le estrecharon la mano y le felicitaron:

– ¡Mucha suerte con Ingmarsgården, Ingmar Ingmarsson! -le dijeron.

Un destello de felicidad iluminó el rostro de Ingmar. Muy despacio y por lo bajo dijo:

– Ingmar Ingmarsson, amo de Ingmarsgården. -Y su expresión era la de un niño al que acaban de regalar lo que ha deseado mucho tiempo. Pero acto seguido, su expresión se mudó en hastío, como si, con profundo disgusto, quisiese apartar de sí la dicha recién obtenida.

La noticia corrió por el patio como la pólvora. La gente, ansiosa de saber y comentar lo que sabían, hablaba ahora en voz alta. Varios se alegraron tanto que los ojos se les anegaron en lágrimas.

Nadie hacía caso de los reclamos del subastador; cada cual, labriegos y señores, vecinos y forasteros, se agolpaban alrededor de Ingmar para darle la enhorabuena.

En cierto momento, éste, rodeado de aquel alegre gentío, levantó la vista y descubrió a la señora Stina. Se hallaba un poco apartada del resto y tenía los ojos fijos en él. Estaba lívida y ofrecía el aspecto de una mujer envejecida y humilde. Cuando los ojos de él se cruzaron con los suyos, ella se dio la vuelta y echó a andar rumbo a la escuela.

Ingmar se apartó del grupo y corrió tras ella.

Alcanzándola, se inclinó y, con la voz rota y cada rasgo de su cara sacudido por el dolor, le dijo:

– ¡Señora Stina, vuelva a su casa y dígale a Gertrud que me he vendido por la finca! ¡Pídale que nunca más vuelva a pensar en un pobre desgraciado como yo!

Gertrud

Algo muy raro le sucedía a Gertrud, algo que no podía dominar ni reprimir, algo que iba en aumento y que estaba a punto de apoderarse de ella por completo.

Su inicio se remontaba al instante en que supo que Ingmar la había traicionado, y consistía en un intenso temor a encontrarse con él, a toparse con Ingmar de repente en la calle o en la iglesia o en cualquier sitio. La razón por la cual eso se le antojaba tan espantoso escapaba a su entendimiento, pero el corazón le decía que no podría resistirlo.

De buena gana se habría encerrado en su casa noche y día para asegurarse de no verle; pero para una muchacha de condición humilde como ella, que no tenía más remedio que trabajar en el huerto y el jardín, que tenía que hacer el trayecto a pie hasta la dehesa varias veces al día para ordeñar las vacas, que a menudo era enviada a la tienda para comprar harina y azúcar y muchas otras cosas imprescindibles, para una muchacha así, eso era imposible.

Cuando salía de casa, Gertrud se bajaba el pañuelo hasta los ojos, no levantaba la vista del suelo y aceleraba el paso como si la persiguiera el diablo. A la mínima posibilidad se desviaba de la carretera y se metía en las zanjas que bordean los caminos y los sembrados, en las cuales se creía medianamente a salvo de un encuentro con Ingmar.

Porque el miedo no la abandonaba nunca, para ella no existía un solo lugar en el que no se expusiera a encontrarse con él. Si estaba remando se arriesgaba a verle mientras Ingmar conducía la maderada río abajo; y si se escondía en lo más profundo del bosque, podría cruzarse con él cuando, hacha al hombro, Ingmar fuera al trabajo.

Y si lo viera, sería indeciblemente doloroso; no lo resistiría.

Cuando estaba en el jardín desbrozando los parterres alzaba la vista sin cesar para verlo de lejos si venía, y así disponer del tiempo suficiente para huir.

Pensaba con amargura que Ingmar era demasiado conocido en su casa; el perro no ladraría si él viniera y las palomas, que recorrían con pasitos menudos las veredas del jardín, no levantarían el vuelo para dar la alarma con el batido de sus alas.

El temor de Gertrud no se aplacaba, al contrario, cobraba fuerza diariamente; todo su dolor se había transformado en miedo. Y la energía de que disponía para combatirlo disminuía por momentos. «Pronto llegará el día en que no me atreva a salir de casa -pensaba-. Me convertiré en una mujer excéntrica y huraña, si es que no me vuelvo loca de atar.»

«¡Dios mío, por favor, quítame el terror que siento! -suplicaba-. En la cara de mis padres veo que ya piensan que no estoy en mi sano juicio. Veo que todos con los que me cruzo piensan lo mismo. ¡Ay, Señor, ayúdame!»

En la fase más aguda de su pánico, sucedió que Gertrud, una noche, tuvo un sueño muy extraño.

Soñó que a la hora de la siesta se iba con la colodra colgando del brazo para ordeñar. Las vacas pacían en una dehesa lejana, arriba en la linde del bosque, y ella caminaba hacia allí por las estrechas zanjas que bordean los caminos y los campos sembrados. Le costaba mucho andar, se sentía tan débil y exhausta que apenas podía levantar los pies. «¿Qué me pasa, por qué me cuesta tanto andar?», se preguntaba en el sueño. Y ella misma se respondía: «Estás tan cansada porque el dolor que llevas a cuestas es muy grande.»

Finalmente, creyó haber llegado a la dehesa; pero al entrar no vio las vacas. Eso la inquietó y se puso a buscarlas por todos los lugares a que solían ir; pero no las halló ni tras la maleza que crecía bajo los abetos, ni junto al arroyo ni entre los abedules.

Mientras buscaba descubrió un agujero en la cerca del lado que daba al bosque y supuso que las vacas se habían escapado por allí. Se sintió muy desgraciada y, llena de consternación, empezó a retorcerse las manos. «Y yo que estoy tan cansada -se dijo-, ¿voy a tener que atravesar todo el bosque para encontrar las vacas?»

No obstante, pronto se internó en el bosque por penosos vericuetos, abriéndose paso entre el áspero sotobosque y los pinchos de los enebros.

De repente, sin saber cómo había llegado hasta allí, se vio caminando en el bosque por una vereda lisa y pareja. La pinocha seca que la cubría hacía el suelo mullido y algo resbaladizo. A ambos lados de la vereda se elevaban grandes abetos y pinos perfectamente rectos, y unas luminosas manchas de sol se desplazaban por el liquen blanquecino que crecía a los pies de los árboles. La belleza y delicia de aquel bosque mitigó su ansiedad.

Mientras caminaba tranquilamente, distinguió a una anciana entre los árboles. Era la vieja Marit la Lapona, que sabía hacer sortilegios. «No hay derecho a que esa vieja malvada todavía viva y que yo tenga que encontrármela aquí en el bosque», pensó Gertrud, y avanzó sigilosamente a fin de que la vieja no descubriera su presencia.

Sin embargo, la vieja Marit alzó la vista justo en el momento en que Gertrud pasaba delante de ella.

– ¡No te vayas, niña, que te enseñaré una cosa! -le gritó.

Y en un abrir y cerrar de ojos tuvo a la Lapona a sus pies, de rodillas en medio de la vereda. Con el dedo índice la mujer trazó una circunferencia en la pinocha y colocó un cuenco de bronce en el centro. «Va a hacer un sortilegio -pensó Gertrud-, ¡y pensar que es verdad que es una bruja!»

– Mira dentro del cuenco a ver qué ves -dijo la anciana.

Gertrud lo hizo y se estremeció: muy nítidamente, reflejado en el fondo del cuenco, vio el rostro de Ingmar. A continuación, la vieja le puso una aguja muy larga en la mano.

– Ten -le dijo-, toma esto y clávaselo en los ojos. Hazlo por su traición.

Gertrud vaciló, pero al mismo tiempo sintió muchas ganas de hacerlo.

– ¿Por qué habría él de ser rico y feliz mientras tú padeces todos los males del infierno? -la azuzó la vieja. A Gertrud la invadió un deseo incontenible de obedecerla. Bajó la aguja-. Asegúrate de que le das en medio del ojo -dijo la vieja.