Era alto y joven y vestía un traje talar de color negro. Su rostro era ovalado y muy bello, y de la cabeza descubierta pendían largos mechones de cabello rizado hasta los hombros.
El desconocido venía hacia ella en línea recta. Sus ojos eran luminosos y claros, como si de ellos emanase una luz, y al posarse su mirada sobre ella, Gertrud comprendió que ese hombre entendía toda su tristeza. También vio que se compadecía de ella, una pobre infeliz atormentada por menudencias terrenas, y cuya alma, contaminada por los miasmas de la venganza, estaba sembrada de los cardos y ponzoñosas flores de la pena.
A medida que la distancia entre ellos disminuía, Gertrud sintió que una paz y bienestar crecientes inundaban su ser, una calma serena y llena de sol. Para cuando él hubo pasado de largo, ya no quedaba en ella ni rastro de pesadumbre ni amargura, todos los males se habían esfumado; como cuando una enfermedad curada da paso a la salud y el vigor.
Gertrud permaneció inmóvil largo rato. La visión se desvaneció a lo lejos; sin embargo, ella siguió ensimismada en un estado de dicha y ensueño. Cuando finalmente miró alrededor, de la aparición no quedaba rastro; mas la impresión de lo que había visto perduraba. Entrelazó sus manos y las elevó en éxtasis.
– ¡He visto a Jesús! -clamó con un júbilo que le venía de muy hondo-. He visto a Jesús, se ha llevado mi pena y yo le amo. Ahora ya no podré amar a nadie más que a él.
Las preocupaciones de la existencia se redujeron a la nada; y los largos años de una vida le parecieron un período muy breve; y toda la felicidad terrenal se le antojó mezquina y superficial, del todo insignificante.
Al mismo tiempo, Gertrud supo cómo organizar su vida a partir de ahora.
A fin de no volver a hundirse en las marismas del pánico, y para evitar la tentación del mal y la venganza, se iría de allí. Seguiría a los hellgumianos a Jerusalén.
Esta idea se le ocurrió en el momento en que Jesús pasó por su lado; creyó, pues, que provenía de él, que lo había leído en sus ojos.
El hermoso día de junio en que Berger Sven Persson celebraba las nupcias de su hija con Ingmar Ingmarsson, una mujer joven fue temprano por la mañana a la casa de la boda y solicitó hablar con el novio. La joven era alta y esbelta, el pañuelo le tapaba el rostro de modo que lo único visible eran unas mejillas blancas como el plumón de las aves y unos labios encarnados. De su brazo colgaba un cesto del que sobresalían montoncitos de cintas tejidas a mano, además de trenzas y brazaletes hechos de pelo.
Le dio el recado a una criada muy vieja que encontró en el patio y ésta entró en la casa y se lo comunicó a la dueña. La dueña contestó al instante: «Ve y dile que Ingmar Ingmarsson está a punto de salir para la iglesia y que no tiene tiempo de hablar con ella.»
Tan pronto la desconocida recibió la respuesta se marchó. Nadie la vio durante toda la mañana; pero cuando la comitiva regresó de la iglesia, la joven apareció de nuevo y pidió por Ingmar Ingmarsson.
Esta vez le dio el recado a un mozo joven que se apoyaba contra el portalón de los establos, y éste fue a avisar al amo. «Dile -dijo el amo- que en estos momentos Ingmar Ingmarsson va a celebrar su banquete de bodas y que no tiene tiempo de hablar con ella.»
Al recibir la respuesta, la joven suspiró y se marchó; pero volvió al atardecer, cuando el sol se ponía.
En esta ocasión le dio el recado a una niña que se columpiaba sobre la puerta de la verja, y la niña se fue derecho a la casa y se lo comunicó a la novia. «Dile -contestó la novia- que Ingmar Ingmarsson está bailando con la novia y que no tiene tiempo de hablar con nadie.»
Cuando la niña regresó con el recado la desconocida sonrió y dijo: «Eso es mentira, la que está bailando no es la verdadera novia.»
La joven no se marchó esta vez, sino que se quedó de pie junto a la verja.
Poco después la novia se lamentaba para sus adentros: «¡He dicho una mentira en el día de mi boda!» Arrepentida, se acercó a Ingmar y le dijo que en el patio había una desconocida que quería hablar con él.
Ingmar salió y vio a Gertrud esperando junto a la verja.
Gertrud salió al camino e Ingmar la siguió. Caminaron en silencio hasta que se encontraron a un buen trecho de la casa, que estaba de fiesta.
De Ingmar podría decirse que había envejecido en un par de semanas. Al menos, su rostro tenía expresión más precavida y prudente. También caminaba más encorvado, y su actitud era más humilde ahora que era rico que cuando no poseía nada.
Evidentemente, no se alegró de ver a Gertrud. No pasaba un día sin que intentara convencerse de que estaba satisfecho con el cambio que había hecho. «Para nosotros los Ingmarsson lo primero es poder labrar y sembrar la tierra de nuestros abuelos», se decía. Lo que más le torturaba no era haber perdido a Gertrud, sino el hecho de que existiera una persona que pudiera decir de él que no era un hombre de palabra. Mientras caminaba tras ella iba pensando en todas las frases despectivas que ella tenía derecho a decirle.
Gertrud se sentó sobre una peña junto al camino y dejó el cesto en el suelo. El pañuelo le tapaba el rostro aún más que antes.
– ¡Siéntate! -le dijo a Ingmar señalándole otra peña-. Tengo muchas cosas que decirte.
Él tomó asiento alegrándose de la tranquilidad que sentía. «Esto va mejor de lo que esperaba -pensó-. Creía que ver a Gertrud y oírla hablar me sentaría mucho peor. Creía que el amor podría conmigo.»
– No habría venido a importunarte en el día de tu boda -dijo Gertrud- si no fuera necesario. Me marcho de aquí y nunca volveré. Estaba lista para partir ya hace una semana, pero entonces ocurrió algo que me obligó a posponer el viaje y a hablar contigo justamente hoy.
Ingmar permanecía callado, encogido como alguien que levanta los hombros y agacha la cabeza previendo la tormenta que se avecina. Entretanto, pensaba: «No importa lo que piense Gertrud, la verdad es que hice bien en elegir la finca de mi familia, no habría podido vivir sin ella, me habría muerto de añoranza si hubiese ido a parar a otras manos.»
– Ingmar -dijo Gertrud, ruborizándose, de modo que lo poco que sobresalía del pañuelo se volvió rosado-, creo que recordarás que hace cinco años yo tenía la intención de convertirme a la fe de los hellgumianos. Ya entonces le había entregado mi corazón a Cristo, pero luego se lo quité para dártelo a ti. Ése fue mi error y por eso me ha caído todo esto. Del mismo modo en que yo traicioné a Cristo entonces, fui traicionada después por quien yo amaba.
Tan pronto Ingmar comprendió que Gertrud pensaba anunciarle que iba a unirse a los hellgumianos se le escapó un resoplido de aversión y sintió un profundo malestar. «No soportaré que se una a esos peregrinos de Jerusalén y se vaya con ellos al fin del mundo», pensó. La contradijo con el mismo tesón que hubiera puesto si todavía fuera su prometida.
– No debes pensar así, Gertrud, esto no lo ha ideado Dios como un castigo contra ti.
– Ya sé que no, Ingmar, no es para castigarme, claro que no, sino para demostrarme lo mal que elegí la otra vez. ¡De ningún modo es un castigo, cómo va a serlo si soy tan feliz! No añoro nada, he sido liberada de todo dolor. Tienes que entender esto que te digo, Ingmar: he sido elegida por Dios en persona, él me ha llamado.
Ingmar callaba, sus facciones aparecían endurecidas por la cautela y el cálculo. «Eres tonto de remate -despotricó contra sí mismo-, deja que Gertrud se vaya. Un mar y un continente entre vosotros, ¿qué más quieres? Un mar y un continente, un mar y un continente.» No obstante, lo que en su interior se rebelaba a que Gertrud partiese era más fuerte que él y por eso dijo:
– Nunca entenderé cómo es posible que tus padres te den permiso para abandonarles.
– No me lo dan -contestó Gertrud-, y estoy tan segura de ello que no voy a preguntárselo. Mi padre jamás lo aceptaría. Creo incluso que hasta usaría la violencia para impedírmelo. Eso es lo más duro, tener que marcharme a escondidas de ellos. En este momento creen que estoy por ahí vendiendo mis cintas y no sabrán nada hasta que me haya unido al grupo en Gotemburgo y el barco haya zarpado.