– Tienes que entender una cosa, Ingmar -dijo Gertrud-. Cuando encontré el dinero enseguida vi que, como dices ahora, podía ayudarnos; pero en ningún momento supuso una tentación para mí, ¿entiendes? ¿Y sabes por qué? Porque pertenezco a otro.
– Deberías haberte quedado con el dinero -le espetó Ingmar-. Esto me devora, es como un lobo que hurga en mis entrañas. ¡Lo que sentía antes, cuando sabía que lo nuestro era imposible, no es nada; pero ahora que sé que podrías haber sido mía!
– Si he venido es para darte una alegría, Ingmar.
Entretanto, en la casa del banquete nupcial la gente se estaba impacientando y algunos salían a la escalinata y llamaban: «¡Ingmar, Ingmar!»
– Ahí abajo me espera la novia -dijo él angustiado-. ¡Y que seas tú quien ha provocado todo esto, Gertrud! Cuando yo te traicioné lo hice por pura necesidad, pero tú lo has estropeado todo sólo para hacerme daño. Ahora sé qué sintió mi padre cuando mi madre mató al niño -le espetó. Ingmar rompió a llorar convulsivamente-. Nunca te he querido tanto como esta noche -gimió-. Hasta esta noche no te he querido ni la mitad de lo que te quiero ahora. No sabía que el amor fuera algo tan amargo y terrible.
Gertrud puso su mano con mucha dulzura en la cabeza de él.
– Nunca, nunca he tenido la intención de vengarme de ti, Ingmar. Pero mientras tu corazón esté ligado a las cosas de este mundo, sufrirás.
Ingmar estuvo sollozando largamente, y cuando al final levantó la cabeza Gertrud se había ido. Desde la casa llegó gente que le buscaba.
Ingmar descargó un último golpe contra la peña sobre la que estaba sentado, y su expresión se fue haciendo más y más recalcitrante.
– Gertrud y yo nos volveremos a encontrar -juró en voz alta-, y apuesto a que las cosas irán de otro modo. A un Ingmar se le conoce porque cuando quiere algo siempre lo consigue.
La viuda del antiguo párroco
Cabe asimismo relatar el empeño que toda la parroquia puso en convencer a los hellgumianos de que no partieran. Al final, parecía que hasta por caminos y quebradas reverberaba el eco: «¡No os marchéis, no os marchéis!»
Incluso las autoridades intentaron disuadir a los granjeros de llevar a cabo su empresa. El agente judicial y el gobernador civil no les daban tregua. Les preguntaban cómo podían estar tan seguros de que esos americanos no eran unos estafadores. En realidad, no sabían nada de las personas con las que iban a reunirse. Además, en aquel país no existían ni la ley ni el orden. Todavía hoy podía uno ser asaltado por bandoleros. Y tampoco existían carreteras; se verían obligados a transportar su equipaje a lomo de las caballerías, como en los lejanos bosques de Laponia.
Por su parte, el médico les comunicó que no soportarían el clima.
Y que Jerusalén estaba infestada de viruela y fiebres. Partían hacia una muerte segura.
Los hellgumianos respondían que eran conscientes de todo aquello.
Y que era justamente por eso por lo que iban allí. Partían para luchar contra la viruela y las fiebres, para construir carreteras, para cultivar la tierra. La patria de Dios no iba a seguir siendo dominio de las bestias; iba a ser transformada en un paraíso.
Y nadie fue capaz de hacerles cambiar de idea.
Abajo en el pueblo, frente a la iglesia, vivía la viuda de un antiguo pastor. La mujer era muy vieja, viejísima. Ocupaba un gran desván en el mismo edificio de la estafeta de correos, situada diagonalmente frente a la iglesia. Allí vivía desde que enviudó y tuvo que abandonar la rectoría.
Según una arraigada costumbre, cada domingo antes de la misa, alguna campesina pudiente se tomaba la molestia de subirle un pan recién hecho y un poco de mantequilla o leche. Entonces, la anciana ordenaba poner la cafetera en el fuego mientras las mujeres que mejor chillaban conversaban con ella, pues la viuda era sorda como una tapia. Sus visitas procuraban darle cuenta de los acontecimientos de la semana; pero nadie sabía cuánto captaba realmente de todo lo que se le explicaba.
La viuda del pastor no salía nunca de su cuarto, y durante largos períodos la gente la olvidaba casi por completo. Hasta que alguien pasaba delante de su ventana y veía su rostro arrugado tras las almidonadas cortinas blancas y pensaba: «Tengo que acordarme de ella, que está tan sola, la pobre. Mañana, cuando hayamos sacrificado el ternero le traeré un poco de carne fresca.»
No había forma de averiguar qué le llegaba a la viuda de todo lo que sucedía en la parroquia. La anciana se hacía más y más mayor, y finalmente acabó por no interesarse por los asuntos de este mundo. Su única ocupación era leer dos viejos sermonarios que se sabía de memoria.
La viuda tenía a su servicio una criada entrada en años que la ayudaba a vestirse y le preparaba la comida. Ambas profesaban un auténtico terror a los ladrones y a las ratas y evitaban, en lo posible, encender velas al caer la noche por temor a un incendio.
Varias mujeres convertidas a la doctrina de Hellgum habían tenido por costumbre llevarle a la viuda sus pequeños obsequios. Sin embargo, desde su conversión y alejamiento del resto de la comunidad no habían ido más a su casa. Nadie sabía si la viuda comprendía por qué habían cesado sus visitas.
Tampoco nadie sabía si tenía noticia del gran éxodo a Jerusalén.
Hasta que un día la añosa viuda ordenó a su criada que le proporcionase un coche y caballos porque tenía la intención de salir.
¡Menuda cara de asombro debió de poner la vieja criada!
En vano intentó poner objeciones, la vieja dama hizo oídos sordos y levantando la mano derecha con el índice en alto dijo: «Quiero salir a dar un paseo, Sara Lena, tráeme un coche y caballos.»
A Sara Lena no le cupo más que obedecer. Tuvo que ir a casa del párroco para pedir prestado un carruaje decente. Después le costó un gran trabajo ventilar un anticuado cuello forrado de piel y un sombrero de terciopelo que habían estado guardados en alcanfor durante veinte años.
También conseguir que la centenaria señora bajara las escaleras y se metiese en el coche requirió un concienzudo esfuerzo. Tan frágil se la veía que por momentos era como si fuera a apagarse, igual que una llama en medio de un vendaval.
Una vez que la viuda hubo subido al coche, ordenó que se la condujera a Ingmarsgården.
Allí se sorprendieron mucho al enterarse de quién les visitaba.
Salieron a recibirla y la bajaron en brazos del coche y la entraron a la sala grande, donde varios hellgumianos se hallaban sentados alrededor de la mesa. Últimamente solían reunirse y compartir frugales comidas consistentes en arroz y té y otros platos ligeros, a fin de irse preparando para la inminente travesía del desierto.
Cuando la viuda del párroco atravesó el umbral, se paró y miró la sala de lado a lado. Algunos intentaron dirigirle la palabra; sin embargo, ese día la anciana señora no oía nada de nada.
Alzando la mano, dijo con una voz seca y dura, como suena a menudo la de los sordos:
– Ya que habéis dejado de visitarme, he venido yo aquí para deciros que no os marchéis a Jerusalén. Es una ciudad maldita. Allí fue donde crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo.
Karin intentó responderle, pero ella no oyó nada y continuó:
– Es una ciudad maldita, habitada por mala gente. Allí fue donde crucificaron a Jesucristo. He venido aquí -prosiguió- porque ésta siempre ha sido una casa de bien. Ingmarsson es un nombre honorable. Siempre lo ha sido. No os marchéis de nuestra parroquia.
Dicho lo cual, dio media vuelta y salió. Ahora ella había cumplido, podía morir en paz. Éste era el último acto que la vida le exigía.
Tan pronto hubo salido la viuda del párroco, Karin Ingmarsdotter rompió a llorar.
– Tal vez nos equivoquemos al marcharnos -dijo. Pero al mismo tiempo se alegraba de las palabras de la anciana-: «Es un nombre honorable. Siempre ha sido un nombre honorable.»