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– Per -dijo Björn-, sube a mi carro y vete a Jerusalén, yo me quedaré aquí. Tú te mereces ir a la Tierra Prometida mucho más que yo.

– Ah, no -dijo el hermano con una leve sonrisa-, comprendo lo que quieres decir pero mi sitio está aquí en casa.

– Yo creo que tu sitio está en el cielo -dijo Björn apoyando la cabeza en el hombro del hermano-. Por favor, perdóname -le rogó.

Se levantaron y se estrecharon la mano en señal de despedida.

– Esta vez no se han oído golpes en la lápida -dijo Per.

– Es curioso que hayas venido a sentarte aquí -dijo Björn-. Últimamente no hemos hecho más que enemistarnos cuando nos hemos visto.

– ¿Creías que buscaba pelea hoy?

– No; soy yo quien se enoja cuando pienso que te voy a perder.

Salieron al camino y Ljung Per estrechó la mano de la esposa de Björn.

– He vuelto a comprar Ljunggården -le dijo-. Te lo digo ahora para que sepas que puedes volver cuando quieras.

Del mismo modo estrechó la mano del hijo mayor.

– Recuerda esto: tienes campos y una casa que te esperan si alguna vez quieres regresar a tu tierra natal.

Ljung Per fue de hijo en hijo hasta que le tocó el turno al pequeño Eric, que sólo tenía dos años y no comprendería semejante explicación.

– Acordaos todos de contarle a vuestro hermanito que tiene campos y una casa esperándole aquí si algún día quiere volver.

Luego la larga caravana siguió su camino.

Cuando los carros y carretas dejaron atrás el cementerio, se vieron rodeados por una multitud de parientes y amigos que querían despedirse de los emigrantes.

La pausa fue necesariamente larga ya que todos querían estrecharles las manos y decir unas cuantas palabras de despedida.

Más adelante, al atravesar las calles del pueblo, se encontraron con gran cantidad de lugareños apostados a lo largo del recorrido para presenciar su partida. Había gente en todas las puertas, gente asomada a las ventanas y gente encaramada en las tapias, y los que vivían más alejados saludaban desde lomas y promontorios agitando brazos y pañuelos al aire.

La larga caravana avanzó a paso lento a través de la multitud hasta la residencia del concejal Lars Clementsson. Ahí la comitiva se detuvo y Gunhild se apeó del carro para entrar a despedirse.

Gunhild había vivido en Ingmarsgården desde el momento en que decidió unirse al grupo de gente que emigraba a Jerusalén. Para ella eso era preferible a una vida en constante conflicto con sus padres, quienes de ninguna manera admitían la idea de que ella se fuera tan lejos.

Gunhild notó que su antiguo hogar estaba desierto. No vio a nadie en el patio y tampoco en ninguna de las ventanas. Al llegar a la verja la encontró cerrada. Entonces subió por un portillo practicado en la cerca y que daba acceso al patio. La puerta del zaguán también estaba cerrada. Gunhild rodeó la casa hasta la cocina, cuya puerta estaba cerrada por dentro con una aldabilla. Llamó con los nudillos, pero al no obtener respuesta empujó la puerta, introdujo un palillo por la ranura y desenganchó la aldabilla. De ese modo se coló en la casa.

En la cocina no había nadie, la sala de estar estaba igualmente vacía, y tampoco encontró a nadie en la alcoba. Gunhild no quería marcharse sin dejarles a sus padres una señal de que había pasado a despedirse. Se dirigió al antiguo escritorio secreter donde sabía que su padre guardaba pluma y tintero. Levantó la tapa.

En un principio no halló el tintero y tuvo que abrir varios cajones y compartimientos. Durante la búsqueda se topó con un joyero que conocía muy bien. Pertenecía a su madre, quien lo había recibido de su esposo como regalo de bodas. Durante su niñez su madre se lo había mostrado a Gunhild muy a menudo.

El joyero era de esmalte blanco con una orla pintada alrededor y en el interior de la tapa aparecía un pastor tocando la flauta para un rebaño de níveos corderitos. Gunhild levantó la tapa para admirar al pastor una vez más. Anteriormente, el joyero solía contener los objetos de mayor valor que la madre poseía. Ahí guardaba la finísima alianza de boda de la abuela, el anticuado reloj del abuelo y sus propios pendientes de oro. Gunhild se asombró de no encontrar nada de todo aquello, y sólo una única carta.

Era una carta escrita de su propio puño y letra. Un par de años antes, Gunhild había realizado un viaje a Mora y el barco en el que cruzó el gran lago Siljan zozobró. Muchos pasajeros perdieron la vida y sus padres recibieron la terrible notificación de que también ella había perecido.

Gulhild comprendió que la alegría que su madre sintió al recibir la carta de su hija comunicándole que vivía fue tan grande que todo lo que antes contenía el joyero perdió su valor. El mayor tesoro de la madre a partir de entonces era aquella carta.

Gunhild se puso lívida y el corazón se le encogió.

«Ahora me doy cuenta de que con mi actitud la voy a matar», pensó.

Ya no quiso dejar una nota, sino que se apresuró a salir de la casa. Montó al carro sin contestar a ninguna de las muchas preguntas que le hicieron acerca de sus padres. Durante todo el trayecto permaneció inmóvil con las manos inertes en el regazo y la vista perdida ante sí. «La estoy matando -pensaba-. Sé que la estoy matando. Sé que mi madre se va a morir. Ya no habrá días felices para mí. Puede que vaya rumbo a Tierra Santa, pero a costa de la vida de mi propia madre.»

Después de que la larga caravana finalmente dejara atrás el pueblo y el valle, llegó a una arboleda.

Allí los emigrantes descubrieron que dos forasteros les guiaban.

Mientras habían estado en el pueblo ocupados despidiéndose y dando recuerdos no habían reparado en la desconocida carreta; pero al llegar a la arboleda se percataron de su presencia.

La carreta ora adelantaba a los demás carros y se colocaba al frente de la caravana, ora aminoraba la marcha y dejaba pasar a los demás. No era otra cosa que un vehículo de carga normal y corriente, de aquellos que se utilizan a diario para trayectos cortos. Precisamente por eso se hacía tan difícil identificar al dueño. Tampoco nadie fue capaz de reconocer el caballo.

Conducía la carreta un hombre viejo y muy encorvado, de manos arrugadas y luengas barbas blancas. Nadie lo conocía. En cambio, a su lado iba sentada una mujer que a todos les sonaba. Nadie había visto su rostro, ya que se cubría la cabeza con un chal negro que sujetaba firmemente con ambas manos y no dejaba entrever ni siquiera un destello de sus ojos.

Muchos creían adivinar quién era por su porte y estatura; pero nadie pensaba en la misma persona que su vecino.

Gunhild, la hija del concejal, exclamó: «¡Es mi madre!», mientras que la esposa de Israel Tomasson afirmó que era su hermana. Prácticamente no hubo nadie que no creyese saber quién iba en el pescante de aquella carreta. Tims Halvor creía que era la anciana Eva Gunnarsdotter, a quien no habían permitido acompañarles a Jerusalén.

La carreta les siguió todo el camino pero la mujer no descubrió su rostro ni una sola vez.

Para algunos se convirtió en un ser querido; para otros, en alguien a quien temían; para la mayoría, sin embargo, encarnaba a una persona a quien habían abandonado.

Varias veces, cuando la anchura de la carretera lo permitía, los desconocidos repitieron su estrategia de adelantar todos los carros primero para después dejarlos pasar de largo.

En esas ocasiones la forastera se encaraba a los que pasaban observándolos fijamente, pero sin dedicar un gesto a ninguno de ellos. Y así, al final no hubo nadie que pudiera asegurar con certeza de quién se trataba.

La desconocida les acompañó hasta la estación de ferrocarril. Todos confiaban en que allí verían su rostro. Pero una vez allí, cuando se hubieron apeado de sus carros y se volvieron para buscarla con la vista, la mujer ya no estaba.