Al poco tiempo descubrieron que a ambos lados de la colina se extendía una costa con médanos, más allá de la cual se abría una planicie, y que en el fondo, sobre la línea del horizonte, despuntaba una cadena de montañas larga pero no excesivamente elevada.
Aquella tierra no tenía nada de llamativo ni extraordinario, y tras el vistazo inicial seguramente todos aquellos labriegos se dijeron en silencio: «¡Quién iba a pensar que sería así! Yo me imaginaba algo completamente distinto. Esto es como si lo hubiese visto montones de veces.»
Ya en Gotemburgo se habían encontrado con Hellgum, que venido directamente de Jerusalén, donde él y sus seguidores vivían desde hacía unos meses, les esperaba para ayudarles con el traslado y el viaje. Hellgum estaba, por lo tanto, muy familiarizado con Palestina, y al notar que los campesinos tenían los ojos puestos en tierra se les acercó para explicarles lo que veían.
– Sobre esa roca está Jafa con sus quinientos naranjales -les informó-. Detrás, la planicie que veis es el llano de Sarón, lleno de lirios, y las siluetas a lo lejos son los montes de Judea.
En el mismo instante en que pronunciaba esos nombres los suecos notaron algo que hasta entonces se les había escapado. Vieron que el sol proyectaba una luz más intensa sobre aquel cielo que allá en su tierra, y que el llano, las montañas y aquella ciudad despedían un halo de luz rosada, plateada y azulada que no habían visto en ningún otro lugar.
– ¡Aleluya! -exclamaron pletóricos de alegría-. ¡Y pensar que hemos llegado tan lejos!
Les parecía increíble que realmente hubieran superado todos los obstáculos, que hubieran logrado, pobres campesinos de Dalecarlia como eran, contemplar el llano de Sarón y las montañas de Judea.
– Fue aquí, en Jafa, adonde el rey Hiram le envió por mar a Salomón la madera de cedros y cipreses del Líbano que necesitaba para la construcción del templo -dijo Hellgum-, y aquí fue donde el profeta Jonás se embarcó cuando quería eludir el cumplimiento de las órdenes de Dios. [31]
Los labriegos le escuchaban sin aliento. Les parecía que estaban a las mismísimas puertas de un gran templo que atesoraba todo cuanto de sagrado había en el mundo; aunque no pudieron evitar una sonrisa cuando les habló de Jonás, a quien habían visto representado en muchas antiguas imágenes en el momento en que sale disparado de las descomunales fauces de la ballena.
Entre los peregrinos que iban a Jerusalén había un herrero de nombre Birger Larsson a quien el viaje, desde un principio, había colmado de alegría. A nadie le resultó tan fácil como a él separarse de su hogar, y nadie se complacía como él ante la idea de ver al natural las maravillas de Jerusalén.
– Tanto Jerusalén como Belén se encuentran en lo alto de los montes de Judea -explicó Hellgum-. Jerusalén está casi a la altura de Jafa, mientras que Belén se halla un poco más al sur.
Birger dirigió su mirada hacia donde debía estar Jerusalén y desde ese momento fue como si no pudiese apartarla de allí.
En un momento anterior del viaje, Hellgum ya les había explicado que el puerto de Jafa era tan poco profundo que únicamente los pesqueros y las pequeñas embarcaciones de vela podían entrar. Grandes vapores como el Augusta Viktoria tenían que fondear en una rada fuera del puerto y sus pasajeros y las mercancías ser llevados a tierra en pequeños botes. También sabían que el desembarco podía ser muy peligroso en caso de temporal, ya que durante un buen trecho había que remar en mar abierto sin ningún resguardo contra el viento y las olas.
Pero en aquellos momentos el tiempo estaba calmado y apacible y Hellgum, quien en su primer viaje había tenido un desembarco muy dificultoso, se alegraba sobremanera. Les señaló dos rocas negras que despuntaban en medio de la entrada del puerto, a tan sólo un par de brazadas de distancia entre sí, y les explicó que todos los botes que iban a Jafa se veían obligados a pasar entre ellas; y que más de una vez se había dado el caso de que, durante una fuerte borrasca, los pequeños botes se habían estrellado contra esas rocas rompiéndose en mil pedazos.
Al poco tiempo de fondear el Augusta Viktoria en la rada, una multitud de botes de remos salieron presurosos del puerto. Se deslizaban por las aguas tan velozmente como si volaran. Los campesinos no podían hacer otra cosa que admirar a los remeros, quienes a veces se incorporaban y remaban de pie para forzar la marcha. Al comienzo lo hacían con precaución pero tras sobrepasar las dos rocas fatales iniciaron una carrera. Hasta el vapor llegaban sus risas y las voces que se daban para animarse unos a otros.
– ¿Veis lo que hacen? -dijo Hellgum-. Están todos tan ansiosos por llegar primero que a menudo ponen en peligro la vida de sus pasajeros debido a esa tremenda prisa que tienen. ¡Ya los veréis cuando suban a bordo! No hay ni uno que no tenga la cara llena de cicatrices y rasguños. Son la gente de mar más fiera del Mediterráneo. Con tal de impedir que un compañero les adelante aguantan lo que sea, desde cuchilladas a un golpe de remo.
Mientras Hellgum hablaba subieron a bordo dos marineros de Jafa. Eran altos y fornidos, y los dalecarlianos se sorprendieron. No esperaban que hubiera gente tan fuerte y robusta en aquel país tan desolado.
– ¡Miradlos! -exclamó Hellgum-. ¡Mirad cómo avanzan por la cubierta como dos ráfagas de viento! Démosle las gracias al Señor de que nos haya concedido este tiempo tan espléndido que nos permitirá bajar a tierra sin peligro.
A continuación, Birger Larsson avanzó y dijo unas palabras que aquellos campesinos de Dalecarlia nunca olvidarían.
– No sé yo lo que el resto pensará sobre el asunto, pero por mi parte, habría deseado que nos hubiésemos encontrado con una buena borrasca aquí en el puerto, y que esas rocas negras que Hellgum tanto teme levantasen una cortina de espuma. Habría preferido que fueran los remeros más temerarios los que nos llevasen a tierra y en los peores botes; así demostraríamos que nuestra fe en la divina providencia es tan firme que nada ni nadie podría impedirnos desembarcar en esta costa.
– ¡Amén, amén! -dijeron los campesinos uno tras otro. Y sus corazones se llenaron de una confianza tan ciega que se sentían capaces de caminar sobre las aguas.
Sucedió, sin embargo, que tan pronto los campesinos suecos tocaron tierra en Jafa, Birger Larsson enfermó. No era precisamente un aire saludable lo que soplaba mientras caminaban por las calles de Jafa rumbo a la estación del ferrocarril, y Birger no tardó en sentir escalofríos de fiebre recorriéndole el cuerpo. Pero no quiso admitir que se sintiera mal sino que, cuando los campesinos hubieron dejado su equipaje en la estación y salieron para ver la ciudad, él los acompañó.
Coincidió que el grupo de Dalecarlia llegó a Palestina en agosto, el mes más caluroso en aquel país. El sol se elevaba tan alto en el cielo que sus rayos incidían verticalmente sobre sus cabezas; además, no se veía ni una nube y todo parecía tan reseco que no dudaron de que Hellgum decía la verdad cuando afirmaba que no llovía desde abril.
Y añadió que en Jafa no hacía tanto calor como en otros lugares del país debido a que era una ciudad marítima; en cambio, para los campesinos de Dalecarlia, también allí el calor era excesivo. De camino a la estación vieron grandes arbustos de ricino que se marchitaban al sol, y los geranios, que ellos solían cultivar en macetas en las ventanas de sus casas en Dalecarlia, crecían aquí silvestres y se los veía estropeados por el calor. Pero cuando realmente comprendieron cuán elevada era la temperatura, fue al ver que los niños que cruzaban la playa para bañarse en el mar corrían dando saltos porque la arena les quemaba los pies.
Hellgum llevó a los campesinos suecos a las grandes fábricas de jabón, una de las atracciones de Jafa, y a las lamentables ruinas que se suponen de la casa donde vivió el apóstol Pedro. En ambos lugares el hedor y el calor eran insufribles y Birger Larsson no hizo más que empeorar. Sin embargo, siguió sin mencionar su estado; al contrario, estaba de un humor excelente y se mostraba satisfecho con todo. Resulta que en Jafa, al igual que en la mayoría de las ciudades de Oriente Medio, al pasear por las calles no se ve otra cosa que muros ciegos; de modo que el paseo no fue demasiado gratificante para los recién llegados. En cambio, Birger se contentaba con lo poco que había por ver: la belleza de los niños, los asnos de pelaje gris cargados con grandes alforjas rebosantes de hortalizas, y hasta le conmovió la fealdad de los enclenques perros callejeros.