»Entonces el anciano alza finalmente los ojos y dice: "Es una cuestión harto complicada, Ingmar. Creo que voy a entrar a consultarlo con el resto de los Ingmar." A continuación, padre entra en la sala grande y yo me quedo ahí sentado. Y ahí me quedaré esperando y esperando sin que él regrese. Así que, cuando haya esperado durante muchas horas, me cansaré y entraré a buscarlo. "¡Ten paciencia y aguarda ahí fuera, Ingmar hijo!", ordena padre. "Es una cuestión muy complicada." Y entonces veo que todos los ancianos están sentados con los ojos cerrados, cavilando. Mientras, a mí me toca esperar y esperar y supongo que todavía espero.»
Con una leve sonrisa en los labios, siguió caminando tras el arado que ahora avanzaba muy lentamente, como si los caballos necesitaran descansar. Cuando llegó al borde de la zanja, tiró de las riendas y las mantuvo así, refrenando los animales. De repente se había puesto muy serio.
«Es curioso, pero cuando le pides consejo a alguien, en el momento mismo de pedirlo incluso, descubres qué es lo correcto y de repente ves con claridad lo que no has podido esclarecer en tres años enteros. Así que ahora se hará lo que Dios quiera.»
Sintió que debía cumplir con lo que se había propuesto y, al mismo tiempo, lo que tenía ante sí le pareció tan penoso que su valor se fue agotando mientras lo pensaba.
– ¡Que Dios me ampare! -dijo.
Pero Ingmar Ingmarsson no era el único que estaba en pie a primeras horas de la mañana. Caminando por un sendero que serpenteaba entre los sembrados, venía un hombre mayor. No costaba adivinar su oficio ya que llevaba al hombro una brocha de mango largo e iba salpicado de manchas rojas de almagre desde la gorra hasta la punta de los zapatos. Echaba frecuentes vistazos alrededor, como suelen los pintores de exteriores que siempre están buscando granjas sin pintar o cuya pintura esté descolorida y desgastada por la lluvia. Le parecía ver ora uno ora otro edificio de su conveniencia, pero le costaba decidirse. Finalmente, llegó a lo alto de una loma y divisó el predio de los Ingmarsson, el cual destacaba con su magnífica extensión en medio de la planicie del valle. «¡Santo Cielo!», exclamó el viejo deteniéndose en seco por la alegría, y pensó: «Ese caserón no lo han pintado en cien años, la madera está totalmente ennegrecida por la edad, y las dependencias no conocen la pintura. ¡Y será que no hay muchas ni nada! -se entusiasmó-. ¡Aquí hay trabajo hasta principios de otoño!»
Apenas había recorrido un pequeño trecho cuando distinguió a un hombre que empujaba un arado. «Ahí tenemos a un labriego que vive por aquí y conoce estos pagos -se dijo el pintor-. Él me dirá lo que necesito saber acerca de esa finca.» Se desvió del sendero, entró en el barbecho y le preguntó a Ingmar qué predio importante era ése y si él creía que le permitirían darle una mano de pintura.
Ingmar Ingmarsson se estremeció y lo miró como si fuera un espectro. «Pero si es un pintor -pensó-, ¡y viene en este preciso instante!» Atónito, fue incapaz de articular una respuesta.
Tenía muy grabado en su memoria que cuando alguien le decía a su padre: «Tendría usted que dejar que le dieran una mano de pintura a ese viejo caserón suyo, don Ingmar», el anciano respondía invariablemente que lo haría el año en que su Ingmar se casara.
El pintor de fachadas insistió con su pregunta, pero Ingmar permanecía en silencio, como si no comprendiese.
«¿Ya han decidido una respuesta allá arriba? -se preguntó-. ¿Acaso es éste un mensaje de padre comunicándome su voluntad de que me case este año?» Quedó tan anonadado por la idea que, sin más, le prometió al hombre que le daría trabajo.
Después continuó empujando el arado muy emocionado y casi feliz. «Ya verás cómo no te resulta tan duro hacerlo ahora que sabes con certeza qué desea padre», se dijo.
II
Un par de semanas más tarde Ingmar se encontraba limpiando unos arneses. Parecía de mal humor y trabajaba con torpeza. «Si yo fuera nuestro Señor… -pensó frotando un par de veces y volviendo a empezar-. Si yo fuera nuestro Señor me ocuparía de que una cosa quedara lista y hecha en el mismo instante en que se tomó la decisión de hacerla. No le daría a la gente días y días para ir rumiando y darle vueltas una y otra vez a todos los obstáculos. Yo no me habría concedido tiempo para pulir los arreos y pintar el carro, me habría obligado a hacer lo que tenía que hacer directamente, cuando se me ocurrió aquel día labrando.»
Oyó el sonido de un coche en el camino, asomó la cabeza y reconoció de inmediato el caballo y el carruaje.
– ¡Ha venido el señor diputado de Bergskog! -gritó en dirección a la cocina, donde se encontraba atareada su madre. Al cabo de un momento oyó que su madre echaba leña al fuego y el molinillo de café se ponía en marcha.
El diputado condujo el coche hasta el patio. Ahí se quedó sentado sin moverse.
– No, no puedo entrar -dijo-, sólo quiero hablar unas palabras contigo, Ingmar. Es que no tengo tiempo, voy de camino a la asamblea de la Junta municipal.
– Madre querrá invitarle a un café -repuso Ingmar.
– Gracias, pero tengo que ser puntual.
– Hace mucho que el señor diputado no venía por aquí -insistió Ingmar, y su madre también contribuyó desde el umbraclass="underline"
– Pero señor diputado, ¿no irá usted a hacer un viaje tan largo sin pasar y tomarse una tacita de café?
Ingmar desabrochó la manta de viaje que le cubría las piernas al diputado y éste se dispuso a bajar.
– Bueno, si es doña Märta en persona quien me lo pide tendré que obedecer -comentó, cortés.
Era un hombre apuesto de gran estatura y andares airosos que parecía pertenecer a una raza completamente distinta a la de Ingmar y su madre, quienes eran gente fea, de rostro soñoliento y cuerpo pesado. No obstante, profesaba un gran respeto por la venerable familia de los Ingmarsson y de buen grado habría cambiado su bella apariencia por la de Ingmar con tal de ser uno de ellos. Siempre había tomado el partido de Ingmar en contra de su propia hija, y la cálida bienvenida levantó sus ánimos.
Al cabo de un rato, después de que doña Märta sirviera el café, empezó a plantear la cuestión que le había llevado hasta allí.
– He venido -dijo, y se aclaró la garganta-, he venido a explicarles nuestros planes para Brita. -La taza que doña Märta sostenía tembló levemente y la cucharilla tintineó contra el plato. A continuación, sobrevino un silencio incómodo-. Hemos pensado que lo mejor para todos es mandarla a América. -Una nueva pausa. El silencio prosiguió. La inaccesibilidad de aquella gente le hizo soltar un suspiro-. Ya tiene el pasaje comprado.
– Pero supongo que antes pasará por su casa, ¿no? -dijo Ingmar.
– No, ¿para qué habría de venir a casa?
Ingmar volvió a guardar silencio. Entornó los ojos hasta casi cerrarlos y permaneció tan quieto como si estuviera dormido. En su lugar, doña Märta empezó a hacer preguntas.
– ¡Pero necesitará ropa!
– Todo está arreglado, hay un baúl preparado con sus cosas en el hostal del mercader Lövberg, donde solemos hospedarnos cuando vamos a la ciudad.
– ¿Y su señora esposa no irá a recibirla?
– Bien quisiera ella; pero yo le digo que es preferible evitar un encuentro.
– Es posible que así sea.
– En el hostal del mercader Lövberg tiene dinero y el pasaje, así que no le faltará nada. Me pareció que Ingmar debía saberlo para que finalmente pueda quitarse este peso de encima -añadió el diputado. Ahora hasta doña Märta enmudeció, cabizbaja y con la vista clavada en los pliegues de su delantal y el pañuelo corrido hacia la nuca-. Ha llegado la hora de que Ingmar empiece a pensar en un nuevo matrimonio. -Madre e hijo guardaban el mismo obstinado silencio-. Doña Märta necesita ayuda para llevar esta casa tan grande, Ingmar tiene la obligación de asegurarle una vejez tranquila. -El diputado hizo una pausa preguntándose si le estaban escuchando-. Tanto yo como mi esposa deseamos arreglar las cosas -dijo al cabo.