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Lo que más le satisfizo, sin embargo, fue la visita a la colonia alemana situada extramuros. Unos campesinos alemanes, que por ser sectarios sufrían persecuciones en su patria, la habían fundado hacía treinta años. Al principio, los alemanes tuvieron que soportar muchas dificultades, pero ahora estaban completamente adaptados a las condiciones de Tierra Santa y habían alcanzado un elevado estado de bienestar e independencia. La colonia se componía de numerosas casas bien construidas y rodeadas de extensos jardines y campos de cultivo. Al entrar en su territorio uno diría que de pronto había ido a parar a una hermosa ciudad de provincias sueca. Cuando Birger Larsson vio todas aquellas villas tan bien cuidadas dijo que le parecía improbable que les fuera a ir peor a ellos que a los alemanes.

– Nosotros no tardaremos mucho en construirnos un precioso pueblecito como éste en las afueras de Jerusalén -comentó.

Al mediodía el calor no les permitió permanecer al aire libre y tuvieron que regresar a la estación para ponerse a cubierto del sol. Allí estuvieron un par de horas esperando la salida del tren de la tarde. Birger iba empeorando pero se mantuvo en pie, fingiendo que no pasaba nada. Se hallaba sentado junto a una ventana cuando de repente vio una larga procesión de gente. Tenían todo el aspecto de ser campesinos como ellos. Llevaban el cabello cortado a tazón y espesas barbas, abrigos largos de tela gris y pantalones bombachos remetidos en botas altas. Todos marchaban con un palo al hombro del cual colgaba un hatillo. A Birger se le informó que eran rusos en peregrinación por Palestina. Habían llegado allí en un vapor pero, tras el desembarco en Jafa, el resto del viaje lo hacían a pie, porque querían recorrer el país del mismo modo que lo hiciera Jesús.

Birger se quedó pensativo al oírlo. En su cara se veía que de buena gana habría seguido su ejemplo.

– Otro día nosotros haremos lo mismo -dijo asintiendo con la cabeza hacia sus compañeros de viaje-. Qué entrañable será viajar tras las huellas de nuestro Señor Jesucristo.

Cuando el tren finalmente se puso en marcha y Birger hubo tomado asiento en el sofocante vagón, empezó a sentir que la cabeza iba a estallarle y entonces ya no pudo evitar que los otros se dieran cuenta de que estaba enfermo. Le preguntaron si se encontraba mal y él respondió que sólo un poco de dolor de cabeza debido al calor.

– ¡Tú, que eres herrero, deberías aguantar mejor este bochorno! -se burlaron sus compañeros, porque a nadie se le ocurrió que su estado pudiera ser grave.

El ferrocarril atravesó las huertas de Jafa y después se adentró en la llanura de Sarón, que en esa época del año aparecía tan yerma como un desierto. Sin duda, los pueblos y aldeas esparcidos por el llano debían estar habitados; pero hasta que se ponía el sol sus habitantes apenas asomaban la nariz de sus casas para no achicharrarse. Y en todo caso, nunca salían de los pueblos donde los muros de las casas y algún que otro árbol solitario pudiera proporcionarles un poco de sombra. Igual de imposible como parecía descubrir una figura humana en aquella llanura, era divisar una brizna de hierba. Las magníficas anémonas encarnadas y las amapolas, todas las margaritas y los claveles que en primavera tapizaban el suelo con una espesa alfombra de flores blancas y rojas, se habían extinguido. También extintas estaban las cosechas de trigo, centeno y panizo que crecían en las zonas cultivables del llano; asimismo, los segadores con sus asnos y bueyes, sus cantos y danzas, se habían retirado ya a sus aldeas. El único rastro que quedaba del esplendor pasado eran unos tallos secos que se elevaban perpendiculares al suelo requemado y que en su día habían sostenido con orgullo los célebres lirios de Sarón.

Hellgum no cesaba de indicar a los viajeros los lugares sagrados o de interés por los que pasaban; sin embargo, a esas alturas Birger se hallaba en tan mal estado que no comprendía demasiado lo que oía. Escuchó hablar de Sansón y los filisteos y se le antojó que Sansón no sólo había prendido fuego a las mieses de los filisteos, sino que también había provocado el incendio que ardía en su cabeza. [32]

Al dejar atrás la llanura y adentrarse en la cordillera de Judea, Birger desvariaba. No se trataba de una zona montañosa y agreste, sino más bien de un desorden de verdes colinas, entre las cuales el tren zigzagueaba con arduo traqueteo. Birger Larsson tenía la sensación de que entre él y la ciudad a la que se dirigían se alzaba un sinfín de terraplenes; y, aunque él cavaba un túnel tras otro, no cesaban de aparecer nuevos obstáculos ante él. Aquellos esfuerzos le acaloraban tanto que el sudor manaba a chorro de su rostro, y al mismo tiempo se sentía tan exhausto y desfallecido que no entendía cómo iba a llegar a tiempo. Cuando, por fin, quedaron atrás las colinas y alguien dijo que habían llegado a Jerusalén, Birger estaba tan enfermo que Tims Halvor y Ljung Björn tuvieron que sostenerlo por las axilas y bajarlo en volandas al andén.

Hellgum había mandado un telegrama desde Jafa comunicando a los colonos la hora de llegada de los suecos. Varios de ellos habían ido a la estación para darles la bienvenida. Estaban allí la esposa de Hellgum y las dos hijas de Ingmar Ingmarsson que emigraron a América tras la muerte de su padre, y muchos más que se habían reunido con Hellgum en América, y que ahora le habían seguido a Palestina. Todos eran viejos conocidos de Birger Larsson y, sin embargo, él no reconoció a ninguno. De todos modos, sí comprendió que había llegado a Jerusalén y lo único que le preocupaba era tenerse en pie lo suficiente para ver con sus propios ojos la Ciudad Santa.

Desde la estación, muy apartada, Birger no pudo ver nada de la ciudad; durante toda la espera permaneció inmóvil con los ojos cerrados. Finalmente, todos estuvieron acomodados en otro tren. Descendieron por el valle de Hinnom y en la cima de la colina que se alzaba sobre sus cabezas apareció Jerusalén.

Birger levantó sus pesados párpados y vio una ciudad rodeada de una alta muralla rematada con torreones y almenas. Unas altas construcciones abovedadas despuntaban tras la muralla y un par de palmeras se cimbreaban al viento.

Pero anochecía ya y el sol tocaba el horizonte de las colinas occidentales. Era un sol muy grande y rojo y proyectaba en el cielo un potente resplandor. También la tierra centelleaba y resplandecía bajo aquellos haces dorados y rojos. Pero para Birger el fulgor que iluminaba la tierra no provenía del sol sino de la ciudad suspendida allá en lo alto; emanaba de sus murallas, relucientes como oro blanco, y de sus torreones, recubiertos de láminas de jaspe pulimentado. [33]

Birger Larsson sonrió ante la idea de que estaba viendo dos soles: uno en el cielo y otro en la tierra, que aquélla era la ciudad de Dios, Jerusalén. Por un momento Birger se sintió sanado por un júbilo revitalizador. Sin embargo, la fiebre no tardó en cebarse en él de nuevo y durante todo el trayecto hasta la colonia, situada en el extremo opuesto de la ciudad, estuvo inconsciente.

No supo nada de la bienvenida de que fueron objeto en la colonia gordonista. Y tampoco tuvo ocasión de regocijarse ante la visión del hermoso caserón, o de la blanca escalinata de mármol, o de la preciosa galería que recorre el patio. Birger no pudo ver el bello e inteligente rostro de la señora Gordon cuando salió a la escalinata a recibirles, ni los ojos de búho de la anciana señorita Hoggs, ni a ningún otro de sus nuevos hermanos y hermanas. Ni siquiera se percató de que lo metieron en una sala grande y luminosa, que en adelante sería su hogar y el de su familia, y en la que se le preparó un lecho a toda prisa.

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[32] Jueces 15:5. (N. de la T.)

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[33] Referencia al Apocalipsis 21:9-27 (la Jerusalén del cielo). (N. de la T.)