Al día siguiente continuaba igual de enfermo pero recuperó el conocimiento un par de veces. Le invadió entonces un gran dolor al pensar que iba a morir sin haber entrado en Jerusalén ni presenciado sus maravillas de cerca.
«¡Pensar que he llegado hasta aquí -se lamentaba-, y ahora moriré sin haber visto el palacio de Jerusalén, ni sus calles revestidas de oro donde se pasean los santos con largas túnicas blancas y palmas en las manos.»
Durante dos días estuvo quejándose de esa guisa. La fiebre aumentó, pero incluso delirante siguió angustiándose por lo mismo: el no poder contemplar una vez más la resplandeciente muralla de oro y las deslumbrantes atalayas que vigilaban la ciudad de Dios.
Su angustia y desesperación eran tan grandes que Ljung Björn y Tims Halvor se compadecieron de él y decidieron procurarle sosiego. Creyeron que mejoraría si le permitían aplacar sus deseos, así que construyeron una camilla y un atardecer, cuando el aire comenzaba a refrescar, lo llevaron a visitar Jerusalén.
Tomaron el camino más corto a la ciudad antigua. Birger, tumbado en la camilla y completamente consciente, contemplaba el suelo pedregoso y las áridas colinas. Cuando llegaron a un punto desde el cual se divisaba la Puerta de Damasco, en la cara norte, y la muralla de la ciudad, dejaron la camilla en tierra para que el enfermo pudiera disfrutar de la anhelada visión.
Birger, sin pronunciar palabra, se hizo visera con la mano y forzó la vista.
Lo único que vio fue una muralla de un sucio gris, construida de piedra y mortero como cualquier otra muralla. La magnífica puerta le horrorizó, tan baja y rematada sólo por puntiagudas almenas. [34]
Tumbado allí, débil y desfallecido, Birger Larsson se figuró que no le habían llevado a la auténtica Jerusalén, pues sólo unas noches atrás había visto una tan deslumbrante como el sol.
«¡Que viejos convecinos y compatriotas míos se porten tan mal conmigo -se lamentó el pobre hombre-, y no me concedan el favor de contemplar la verdadera Jerusalén!»
Los campesinos lo llevaron cuesta abajo por la escarpada pendiente que moría frente a la puerta de Damasco. Birger tuvo la impresión de que lo conducían a las entrañas de la tierra.
Cuando hubieron atravesado el arco de la puerta, Birger se incorporó ligeramente. Quería comprobar que de verdad le hubieran llevado a la ciudad dorada. Quedó muy sorprendido de ver, por todas partes, únicamente las deslucidas paredes grises de las casas, y aún más turbado al ver los lisiados que pedían limosna junto a la puerta, y los flacos perros sarnosos que dormían en grupos de cuatro o cinco sobre grandes montones de desperdicios.
Nunca antes había percibido un hedor tan raro y acerbo como el que allí le inundaba el olfato, ni un calor tan sofocante. Dudó de que existiera un viento con la potencia necesaria como para hacer circular aquel aire de plomo.
Al bajar la vista a los adoquines, Birger descubrió la capa incrustada de mugre que los cubría y quedó atónito ante la cantidad de basuras y hojas de col y cáscaras de frutas que se veían esparcidas por la calle.
«Me gustaría saber por qué Halvor se molesta en mostrarme este triste y miserable lugar», pensó.
Los antiguos labriegos se adentraron a toda prisa en la ciudad. Ya la habían visitado en repetidas ocasiones y podían informar al enfermo sobre los lugares por los que pasaban.
– Ésa de ahí es la casa del hombre rico -le dijo Halvor señalando un edificio que a Birger le pareció ruinoso.
Luego doblaron por una esquina tan oscura que daba la impresión de que allí nunca hubiera penetrado un rayo de sol. Birger yacía observando los arcos tendidos entre las casas a uno y otro lado de la calle. «Deben ser necesarios -pensó-; si estas casuchas no estuviesen tan reforzadas no tardarían en derrumbarse.»
– Ahora estamos en el vía crucis -le anunció Halvor a Birger-, por aquí pasó Jesucristo con la cruz.
Birger yacía mudo y pálido. La sangre no fluía por sus venas como antes, hasta se diría que no circulaba. Estaba frío como el hielo.
Allá donde fueran, sólo veía desconchados muros grises y algún que otro portal. En contadas ocasiones vio alguna que otra ventana, todas con los cristales rotos y los huecos taponados con trapos mugrientos.
Halvor detuvo la camilla.
– Aquí se erigía el palacio de Poncio Pilato -anunció-, y aquí fue donde sacaron a Jesús y dijeron de éclass="underline" Ecce homo [35]
Birger Larsson le indicó a Halvor que se acercara y tomó su mano solemnemente.
– Ahora, como parientes que somos, quiero que me respondas con franqueza -dijo-. ¿Estás seguro de que ésta es la verdadera Jerusalén?
– Pues claro que es la verdadera Jerusalén.
– Estoy enfermo y puede que mañana me muera -insistió Birger-. Comprenderás que no está bien que me mientas.
– Y ¿por qué habría de mentirte? -se extrañó Halvor.
Birger había albergado la esperanza de persuadir a Halvor de que le confesara la verdad. Los ojos se le inundaron de lágrimas al pensar que Halvor y los otros eran capaces de obstinarse tanto en portarse mal con él.
Sin embargo, de pronto le vino una idea luminosa. «Hacen esto para que mi dicha sea el doble cuando, a través de las altísimas puertas, me lleven al interior de la ciudad de oro puro, transparente como cristal -se dijo-. Les dejaré hacer. Seguro que su intención es buena. Nosotros los hellgumianos hemos prometido comportarnos como hermanos los unos con los otros.»
Sus compañeros continuaron llevándolo a cuestas por callejuelas oscuras. Sobre algunas de ellas colgaban unos grandes toldos de lado a lado, llenos de rajas y rotos. En las calles cubiertas por esas telas la oscuridad, el hedor y el calor sofocante se volvían insufribles.
La siguiente vez que se detuvieron fue en el atrio de un gran edificio gris. Estaba atestado de mendigos y de míseros buhoneros que ofrecían rosarios de cristal, bastones, estampas y otra quincalla por el estilo.
– Aquí puedes ver la iglesia levantada sobre el sepulcro de Jesucristo y el Gólgota -dijo Halvor.
Birger Larsson levantó sus débiles ojos hacia el edificio. No se podía negar que tuviera un elevado portal o amplios ventanales, y en cuanto a su altura, era aceptable. Pero Birger nunca había visto una iglesia tan hacinada entre otros edificios. No vio ni el campanario, ni el coro ni el pórtico. Desde luego no iba a dejarse engañar con que aquella birria era la casa de Dios. Y tampoco podía creer que hubiese tantos buhoneros y vendedores en el atrio si aquello fuera el sepulcro de Cristo. Como si él no supiera quién había expulsado a los mercaderes del templo y volcado las jaulas de los vendedores de palomas. [36]
– Ya veo, ya -dijo Birger asintiendo con la cabeza y mirando a Halvor. Pero en su fuero interno pensaba: «A ver qué nuevos disparates se inventarán ahora.»
– Tal vez por hoy ya tengas suficiente, me da miedo que te canses demasiado -dijo Halvor.
– Yo aguanto si vosotros aguantáis -aseguró el enfermo.
Sus dos amigos levantaron la camilla y prosiguieron la marcha. Llegaron a los barrios del sur de la ciudad.
El tipo de calles era el mismo, la diferencia estribaba en que aquí estaban abarrotadas de gente. Halvor detuvo la camilla en una calle transversal y le señaló a Birger unos beduinos de piel oscura que llevaban escopeta al hombro y daga al cinto. También le señaló unos hombres semidesnudos que transportaban agua en unas botas hechas con piel de cerdo. Luego Halvor le pidió que se fijara en unos sacerdotes rusos que llevaban el cabello recogido en un moño en la nuca como las señoras, y en las mujeres musulmanas, las cuales parecían fantasmas por el modo en que iban cubiertas de blanco de los pies a la cabeza mientras un trapo negro ocultaba su rostro.
[34] Véase de nuevo el Apocalipsis 21:15-17, donde se dan las medidas de la ciudad santa: «El que hablaba conmigo tenía como medida una vara de oro, para medir con ella la ciudad, sus puertas y su muralla. […] Midió la ciudad con la vara y resultaron doce mil estadios: lo mismo de largo que de ancho y de alto. Midió luego la muralla y resultaron ciento cuarenta y cuatro codos, según la medida humana que fue la utilizada por el ángel.» Es comprensible, por tanto, la enorme decepción que provocan en el enfermo las modestas dimensiones de la muralla y de la puerta de Damasco, puerta principal de la ciudad que da al norte, construida en 1537 por Solimán el Magnífico.