Birger se convencía cada vez más de que sus amigos le estaban gastando una broma extraña, pues aquellas gentes no recordaban en nada a los portadores de palmas que habían de discurrir felizmente por las calles de la verdadera Jerusalén.
Al mezclarse con el gentío la fiebre subió de nuevo. Halvor y los otros que cargaban la camilla se dieron cuenta de que Birger empeoraba. Las manos temblorosas toqueteaban inquietas la manta que le cubría y el sudor caía a gotas de su frente. A pesar de ello, a la mínima mención de dar la vuelta, Birger se sentaba de golpe y decía que lo matarían si no lo llevaban hasta la Ciudad Santa.
De este modo no dejó de presionarlos hasta que alcanzaron la cima del monte Sión. [37] Al ver la puerta de Sión, Birger pidió a gritos que lo dejasen cruzarla. Entonces se incorporó con la esperanza de ver tras la muralla la maravillosa ciudad de Dios que tanto anhelaba conocer.
Pero al otro lado de la puerta no había más que un pedregoso solar requemado y estéril donde se amontonaban escombros y desperdicios.
Acurrucados junto a la puerta se hallaban cuatro o cinco pordioseros que se acercaron lentamente para pedir limosna, alargando hacia Birger unas manos llagadas. Pedían con voces semejantes al gruñido de los perros y sus rostros estaban parcialmente carcomidos, a uno le faltaba la nariz, y a las mejillas de otro, la piel y la carne.
Birger chilló horrorizado y, medio desfallecido, rompió a llorar por que le hubiesen llevado a la boca del infierno.
– Sólo son leprosos -dijo Halvor-. Ya sabes que hay leprosos en este país, Birger.
Los antiguos labriegos se adentraron en el monte rápidamente para evitarle la visión de aquellos pobres desgraciados que pululaban alrededor de la puerta.
Luego depositaron la camilla en tierra. Halvor se acercó al enfermo y, levantándole la cabeza de la almohada, le dijo:
– Intenta incorporarte un poco, Birger. Desde aquí se ve el mar Muerto y las montañas de Moab.
Birger abrió sus cansados ojos. Su mirada descendió por los agrestes y esteparios montes que se extienden al este de Jerusalén. A una distancia muy lejana centelleaban reflejos de agua, y más allá destacaban unas montañas de luminosidad azul y aureola dorada. La visión era tan radiante, etérea, cristalina y luminosa que costaba creer que perteneciera a este mundo.
Birger, entusiasmado, se levantó de la camilla y apremió a los otros a que lo llevaran hacia aquella visión lejana. Dio unos pasos vacilantes y cayó al suelo desvanecido.
En un primer momento sus compañeros pensaron que Birger había muerto, pero volvió en sí y siguió con vida durante dos días. Hasta el instante de su muerte no hizo más que delirar acerca de la verdadera Jerusalén. Gemía lamentándose de que cuanto más hacía él por alcanzarla, más lejos se desplazaba la ciudad, de forma que ni él ni nadie entraría en ella jamás.
El hombre de la cruz
Durante todos los años de existencia de la colonia gordonista en Jerusalén, a diario se pudo ver en las calles de la ciudad a un hombre que arrastraba una tosca cruz de madera. No hablaba con nadie y nadie le hablaba. Nadie sabía si se trataba de un enajenado que se creía Jesucristo o sólo de un humilde peregrino que cumplía una penitencia.
Aquel pobre hombre de la cruz pasaba las noches en una cueva alejada en lo alto del monte de los Olivos. Cada mañana, al salir el sol, oteaba desde la cima y observaba Jerusalén, situada en el monte de Sión, que tenía enfrente. Solía escudriñar la ciudad como si buscara algo, trasladando la mirada de casa en casa y de cúpula en cúpula, escrutando afanosamente como si esperara descubrir algún cambio sustancial ocurrido durante la noche. Finalmente, cuando se convencía de que todo estaba como antes, dejaba escapar un suspiro de alivio. Luego entraba en su cueva, se cargaba la gran cruz al hombro y se ceñía a la frente una corona hecha de espinos retorcidos.
A continuación iniciaba el descenso de la montaña, arrastrando su pesada carga entre viñas y campos de olivos, hasta que llegaba a la alta muralla que rodeaba el huerto de Getsemaní. [38] Ahí solía detenerse frente a un portal bajo, dejaba la cruz en el suelo y se apoyaba contra la puerta como disponiéndose a esperar. Se agachaba repetidas veces y miraba por el ojo de la cerradura para ver el pequeño huerto. Si entonces, entre los centenarios olivos y los setos de mirto, veía a alguno de los monjes franciscanos que cuidaban de Getsemaní, su expresión se tensaba y esbozaba una pequeña sonrisa esperanzada. Pero a los pocos segundos sacudía la cabeza, como si cayera en la cuenta de que aquel a quien buscaba no vendría. Volvía entonces a levantar su cruz y continuaba su camino.
Luego tenía por costumbre pasar por las terrazas más bajas de la montaña hasta el valle de Josafat, [39] donde se halla el gran cementerio judío. El largo palo de la cruz que llevaba a rastras iba chocando contra las numerosas lápidas, derribando los guijarros amontonados sobre ellas. Cada vez que los guijarros caían al suelo, él se detenía y se daba la vuelta creyendo que alguien iba tras él. Y cada vez que comprendía que se equivocaba, soltaba otro de sus hondos suspiros y continuaba su camino.
Al llegar al fondo del valle estos suspiros se transformaban en profundos lamentos ante la inminente escalada, siempre con la pesada cruz a cuestas, del monte en cuya cima se halla Jerusalén. En esta ladera se encuentran las tumbas de la población musulmana y era frecuente que el hombre, entre las estelas funerarias con forma de féretro, encontrara a alguna mujer vestida de blanco que lloraba la pérdida de un ser querido. El hombre de la cruz se tambaleaba entonces en dirección a ella, hasta que la mujer, sobresaltada por los ruidos que hacía la cruz al ser arrastrada entre los sepulcros, se giraba hacia él mostrándole su rostro cubierto por un velo negro que inducía a creer que detrás no había otra cosa que un tenebroso vacío. Con un estremecimiento, el hombre daba media vuelta y seguía su camino.
Mediante indecibles esfuerzos, subía hasta la cima donde se alza la muralla de la ciudad. A continuación, solía tomar un sendero estrecho por la parte exterior de la muralla hasta el monte Sión, en la cara sur del altiplano, [40] y llegaba a la pequeña iglesia armenia denominada casa de Caifás. [41]
Aquí volvía a dejar la cruz en el suelo y miraba por el ojo de la cerradura. Pero no se contentaba con eso, sino que tiraba del cordón de la campana. Cuando a los pocos minutos escuchaba el rumor de zapatillas en el suelo enlosado, el hombre sonreía llevándose ya las manos a la corona de espinas, dispuesto a sacársela.
Pero tan pronto el servidor de la iglesia que abría el portal lo miraba, el hombre de la cruz sacudía negativamente la cabeza.
El penitente se asomaba y miraba por la puerta entornada. Con la mirada recorría el reducido patio, donde según la leyenda Pedro negó al Salvador tres veces, a fin de comprobar que estuviera desierto. Entonces sus facciones se contraían por la amargura y, cerrando la puerta con gesto de impaciencia, seguía su camino.
La pesada cruz traqueteaba contra el suelo cubierto de piedras y restos de ruinas de Sión. Ahora la cruz era arrastrada con más vehemencia, como si unas grandes expectativas le hubiesen suministrado renovadas fuerzas a su portador. El hombre de la cruz avanzaba por la ciudad sin descargarla una sola vez hasta que llegaba a las puertas del compacto edificio de sillares grises que es venerado como la tumba del rey David, pero que también se supone contiene la sala donde Jesús instituyó el sacramento de la eucaristía.
[37] Antiguo nombre de la fortaleza de Jerusalén (véase 2 Samuel 5:7). Terminó por designar la ciudad y el templo de Jerusalén, también la «ciudad de Dios» y la Jerusalén celestial.
[38] Lugar del monte de los Olivos al que Jesús se dirigió después de la última cena y donde fue detenido antes de su pasión. (Marcos 14:32.)
[39] Valle de Josafat significa «valle de la Decisión»; el simbólico nombre designa el lugar donde Yavé reunirá a todas las naciones de la tierra para juzgarlas. Tanto cristianos, judíos como musulmanes sitúan este lugar en el valle del Cedrón, al este de Jerusalén.
[40] La antigua ciudad de Jerusalén está construida sobre un altiplano calcáreo a 700 m sobre el nivel del mar y la rodean los valles del Cedrón, al este, y de Hinnom, al suroeste. El altiplano consta del monte Moria, donde se construyó el templo, el monte Ofel, sobre el cual David construyó su ciudad, y el monte Sión, donde se halla la tumba de David.