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No obstante, a los ojos de los campesinos de Dalecarlia, lo mejor era encontrarse en Jerusalén, la ciudad de Dios. Antes de su llegada no podían imaginarse que sería tan delicioso vivir y moverse por los lugares que había conocido Jesús. Sin embargo, era como tenerlo a la vista constantemente, todo les recordaba a él. Se sentían bienaventurados como debió sentirse la muchedumbre que acompañaba al Salvador en su paso por la tierra, gente que lo abandonó todo para vivir de sus palabras.

Todo habría salido bien de no ser porque parecían incapaces de sobrevivir en Tierra Santa. Les parecía que cada bocanada de aire que respiraban contenía un mortífero veneno. ¿Cuál era la intención de Dios? ¿Les había conducido hasta el alba de una nueva y maravillosa existencia con el único fin de dejarles perecer?

Mientras los labriegos se debatían con tales ideas y cuestiones, súbitamente Gertrud, la hija del maestro, se puso en pie.

– ¿Le veis? -exclamó mirando hacia el sur, en dirección a Jerusalén. Conmocionada, tuvo que sujetarse al respaldo de la silla para no caer.

La ciudad en sí no era visible desde la colonia porque unas colinas obstaculizaban la perspectiva. Son muchos los que creen que una de esas colinas es el auténtico Gólgota [42] y que es un error considerar que estuvo en el lugar en que, hoy en día, se alza la iglesia del Santo Sepulcro.

En aquellos momentos, Gertrud veía una figura en lo alto de una de esas colinas. La veía delinearse nítidamente contra el cielo iluminado por el claro de luna. Era un hombre que vestía un largo sayal, que llevaba una corona de espinas y que aguantaba en posición vertical una gran cruz de madera.

Todos sus compatriotas siguieron su mirada y vieron la misma imagen. La mayoría se levantó y fue corriendo hasta la balaustrada para ver mejor, pero algunos se quedaron paralizados y como abrumados por la visión. Lo que veían no se disolvía como ocurre en los sueños. El hombre coronado de espinas y la cruz eran perfectamente distinguibles en la cima de la colina que se considera el lugar exacto de la crucifixión. El resplandor de la luna aumentaba su figura de un modo sobrenatural y no hubo un solo labriego de Dalecarlia que creyera que lo que estaban viendo no fuese algo palpable y real.

Pero Hellgum, también entre ellos, se apresuró a informarles de quién era la figura de la colina.

– Es un pobre loco -les contó-. Aunque no llevo mucho aquí, le he visto con frecuencia en Jerusalén. Cree que lleva la cruz de Cristo y que tiene que cargar con ella hasta que encuentre a alguien dispuesto a llevarla en su lugar.

Fue como si nadie oyese o quisiese oír lo que Hellgum decía. Todas las miradas continuaban aferradas a la imagen del hombre de la colina. El modo en que se había presentado ante sus ojos les hacía reticentes a abandonar la idea de que había algo milagroso en su aparición.

El ruido de sus pasos corriendo a la balaustrada debió propagarse hasta donde estaba él, porque el hombre de la cruz volvió su rostro hacia ellos y los observó. A continuación agarró su cruz, se la cargó al hombro e inició el descenso de la escarpada pendiente. Oyeron cómo gemía bajo el peso de su enorme carga y el sonido del palo rascando el suelo pedregoso.

Hellgum siguió hablándoles de aquel loco que recorría a diario las calles de Jerusalén y de cómo se abalanzaba sobre los transeúntes en su incesante búsqueda de la persona que un día habría de relevarle. Pero los labriegos no apartaban sus ojos del hombre de la cruz.

De pronto desapareció entre las laderas, pero al cabo de muy poco volvió a aparecer abajo, en el camino que conducía a su colonia.

– ¡Viene hacia aquí, viene hacia aquí! -dijeron algunos, y la emoción embargaba sus voces, como si aún no acabaran de creerse que no era Jesucristo el que arrastraba la cruz.

– Sí, suele hacerlo -dijo Hellgum-. Cuando detecta a alguien, viene corriendo; pero apenas comprueba que no es quien espera, da media vuelta y se va.

– Me pregunto cómo sabe él a qué persona espera -dijo Gertrud.

– Eso nadie lo sabe -respondió Hellgum-, y supongo que él tampoco.

El hombre de la cruz se aproximaba y ellos apreciaron claramente el gran tamaño de la cruz y los ingentes esfuerzos que le exigía arrastrarla.

– ¡Ay, pobre hombre! -gimieron las mujeres, compadeciéndolo. Alargaban sus brazos hacia él y en sus caras se leía que ansiaban bajar corriendo para ayudarle con su carga.

Pero llegado el hombre al pie mismo del edificio donde estaban, las mujeres se quedaron sin habla porque, tal como lo vieron, era la viva imagen de lo más sagrado de este mundo y la emoción las paralizó. No cabía otra cosa que aguardar su reacción. Y el hombre de la cruz se quedó inmóvil mirándoles durante, al menos, un par de minutos. La terraza del tejado no estaba a demasiada altura del camino, el plenilunio iluminaba nítidamente las facciones de los campesinos nórdicos, y seguramente el penitente distinguía bastante bien sus rostros graves y sinceros.

Por fin, el hombre se puso en marcha de nuevo.

– Ya nos ha visto -dijo Hellgum-. Ahora veréis la prisa que tiene por seguir su camino.

Pero el hombre no siguió su camino, al contrario, se acercó aún más a la casa. Luego descargó la cruz del hombro y la apoyó contra la pared, se despojó de la corona de espinas y la colgó de un extremo del travesaño. Un minuto más tarde, los dalecarlianos lo vieron alejarse por el camino, con la espalda recta y el paso ligero, felizmente liberado de su carga.

Cuando comprendieron que había dejado la cruz junto a la puerta de su casa no dijeron ni una palabra. A algunos les dio por apretar con fuerza las manos de los que tenían al lado, y a un par se les inundaron los ojos de lágrimas. Casi todos los rostros quedaron como iluminados con una claridad que les confería algo parecido a la belleza. Habían obtenido respuesta a sus preguntas. No era para morir ni para vivir la vida por lo que habían viajado hasta allí, sino única y exclusivamente para llevar la cruz de Cristo. Más no necesitaban saber.

Los gordonistas

A comienzos de la década de 1880, más o menos por la época en que se hundió el gran vapor L'Univers, y unos años antes de que el maestro Storm iniciara la construcción de su templo en la parroquia regida por los Ingmarsson, en Jafa se instaló un joven de nombre Eliahu. Era pobre pero había recibido una excelente educación en una escuela de misioneros y dominaba siete lenguas. Eliahu pensó que la mejor manera de aprovechar los frutos de esa educación sería hacerse intérprete y guía de los forasteros que visitaban Tierra Santa, y como además era un hombre resuelto e ingenioso que cuidaba muy bien de los viajeros a su cargo, sus servicios eran muy solicitados.

Por aquel entonces la situación en Palestina era indescriptiblemente desastrosa, y lo más lamentable era que nadie tenía fe en que pudiera mejorar. Al contrario, la opinión general era que Palestina siempre sería un país sin carreteras, sin puentes y sin sistemas de riego, y por consiguiente sin una agricultura productiva. Resultaba imposible imaginar que los campesinos fueran a aprender a utilizar otros arados que los que hacían ellos mismos con una rama torcida de olivo, o que fueran a vivir en otras viviendas que en sus casuchas de muros ciegos de adobe, donde animales y personas compartían un mismo espacio. También era improbable esperar que cambiara el hecho de que tres cuartas partes del país fuera tierra sin cultivar destinada al pasturaje, como tampoco cabía esperar que el transporte de mercancías se hiciese por ferrocarril en lugar de a lomos de camello, o que se construyeran puertos a lo largo de la costa; o conseguir que alguien, aparte de los perros callejeros, se encargara de la limpieza de las calles.

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[42] Gólgota significa «lugar de la calavera» y designa el lugar, fuera de las murallas de Jerusalén, donde Jesús fue crucificado. (Hebreos 13:12.) (N . de la T.)