La mayoría de los nativos no parecía percatarse de lo atrasado que estaba el país, pero Eliahu, que continuamente oía a los viajeros europeos y norteamericanos comentar los increíbles avances que tenían lugar en sus países, no podía evitar darse cuenta de aquella decadencia. Él, como muchos otros, creía que la situación no tenía remedio, pero a menudo, mientras guiaba a los turistas a lomos del caballo por todo el país, se sumía en hondas cavilaciones intentando esclarecer las causas de que Palestina, otrora un poderoso reino, fuera ahora una nación tan empobrecida e infeliz.
Se preguntaba si podría deberse a su situación geográfica, pero tenía entendido que dar al Mediterráneo era una gran ventaja para una nación, y Palestina poseía varios cientos de millas de costa mediterránea. Y aunque esa costa fuera llana y sin golfos ni islas que le proporcionasen buenos puertos naturales, sabía que los extranjeros estaban convencidos de que sería factible construir un puerto artificial en Jafa o Haifa, o en algún otro lugar del litoral. Era como si le entrara vértigo cuando se imaginaba un puerto así. ¡Qué avalancha de viajeros implicaría, qué afluencia de mercancías, qué comercio, qué actividad! Toda Arabia, Persia y Mesopotamia traerían sus lujosas alfombras y caballos de raza, sus encajes, perfumes y magníficas armas para exportarlos a Occidente.
Pero si la pobreza de Palestina no dependía de su situación geográfica, tal vez la causa fuera la mala calidad de la tierra. Eliahu, que había recorrido el país de punta a punta varias veces, no lo creía así. Ciertamente era un país pequeño que comprendía una extensa franja costera cuya longitud equivalía a la del país, y cuya anchura aproximada era de dos a treinta leguas; una zona montañosa en el centro de esa planicie, también de la misma amplitud y longitud; y más allá el profundo valle del Jordán, que también abarcaba toda la nación, desde el lago Tiberíades en el extremo norte hasta el mar Muerto en el extremo sur; y sin embargo, en ninguno de esos lugares había él notado que la tierra fuera infértil.
Por lo que al llano del litoral se refiere, le constaba que era extraordinariamente fértil. Había observado que en las zonas cultivadas se obtenían abundantes cosechas año tras año, sin necesidad de tomarse otras molestias que girar el tepe con un simple arado de madera. El alma le dolía al imaginar que aquella tierra, ahora únicamente cubierta de flores silvestres, podría ser un inacabable mar de ondulantes trigos y maizales.
Y si pensaba en la faja montañosa, presentía que podría ser aún más rica que el litoral, al menos debería ser una zona más apreciada por la población, ya que el aire era más fresco y el clima más templado. Muy probablemente habría también allí áreas agrestes e inhóspitas, pero la mayor parte consistía en bajas colinas que eran cultivables hasta la cima. Y a él le encantaba imaginarse esas colinas cubiertas de jardines y huertas, como en la próspera región alrededor de Belén. Pensaba tan intensamente en estas cosas que el terreno pedregoso en que pacían, entre cardos y hierba seca, los rebaños de cabras se esfumaba de su vista y era reemplazado por arboledas de almendros y albaricoqueros, por granados e higueras, y donde los olivos y naranjos extendían su belleza de loma en loma.
Sus ensoñaciones más maravillosas las vivía entre los humildes arbustos de sauce que cubren el fondo del canal del Jordán. En ese profundo valle, una tierra de regadío muy bien resguardada entre altas laderas, maduraban las plantas más raras y delicadas. Allí el pobre Eliahu veía formarse en su mente un nuevo Edén, lleno de cimbreantes palmeras, plantas aromáticas, todas las hierbas y flores secretas utilizadas para perfumes, pigmentos y medicinas.
Pero todo esto no eran más que sueños irrealizables. Si Eliahu los comentaba con algún habitante de Palestina, éste se conformaba con encoger los hombros y señalar hacia el noroeste allende el mar. Con eso estaba todo dicho.
Eliahu sabía que era el gobierno turco allá en Constantinopla el causante de toda aquella desgracia. [43] Era ese gobierno el que había permitido que los antiguos conductos de agua se deterioraran, el que no mantenía las carreteras en buen estado, el que se oponía a la construcción del ferrocarril, el que impedía a extranjeros emprendedores crear instalaciones portuarias, el que prohibía la importación de libros de Occidente y la impresión de periódicos. El mismo gobierno que obligaba a cualquiera que tuviera un trabajo útil y productivo a pagar unos impuestos, tan abusivos que la gente prefería malgastar sus días dormitando sin hacer nada. El que no defendía la justicia sino que toleraba que sus jueces aceptasen sobornos, el que permitía a los ladrones campar impunemente a sus anchas, el que había conducido a todo un pueblo al embrutecimiento y el abandono, hasta tal grado que era incapaz de pensar ya en levantarse.
Eliahu enrojecía de cólera al enumerar la lista de los agravios perpetrados por los turcos. No concebía que los turcos tuviesen las manos libres para gobernar Palestina como quisieran. ¿Acaso no era Palestina la nación amada por todos los cristianos del mundo? Y tampoco es que fuera una tierra extraña para ellos, ya que cristianos había en todas partes y de todos los colores, los había en conventos, en escuelas e instituciones misioneras: rusos y griegos ortodoxos, católicos romanos y protestantes luteranos, cristianos armenios, coptos y jacobitas. Y cuando uno se paraba a pensar en lo poderosas que eran algunas de estas instituciones, ¿no era increíble que permitiesen a los turcos continuar con sus abusos? ¿Por qué todos esos que profesaban el cristianismo no se encargaban de que la tierra de Cristo fuese gobernada con justicia? ¿Por qué no se preocupaban de que los otros pueblos dijeran: «Mira, ¿ves? La nación en que nació Jesucristo es como un delicioso jardín a los ojos del Señor. Aquí florecen el amor y la concordia, nadie hace daño a su prójimo sino que todo el país se regocija y prospera. En otras partes del mundo no se ha conseguido instaurar la doctrina de Jesús, pero en cambio Palestina se rige por ella de la forma más maravillosa.» ¿Por qué no querían los cristianos que las cosas fuesen así? De habérselo propuesto con todas sus fuerzas, los turcos no habrían podido impedírselo.
Eliahu había formulado estas preguntas a muchos cristianos en Palestina, personas instruidas y caritativas, pero siempre recibía la misma respuesta: «¿No comprendes que los cristianos somos impotentes aquí porque no estamos de acuerdo? ¿No ves que vivimos en una amarga y continua lucha los unos contra los otros? ¿Cómo podríamos instaurar el reino de Dios? Aquí, donde vivió Jesús, la fe es más fuerte que en ningún otro lugar de la tierra; pero, precisamente por eso, también el odio entre las distintas confesiones es más intenso aquí que en otros lugares. En cualquier parte del mundo se llevarán mejor los cristianos entre sí que en Tierra Santa.»
Eliahu reconoció que era verdad. Comprendió que la desgracia reinaría en su patria hasta que los cristianos aprendiesen a estar unidos. Y si consideraba el intransigente fervor y el siniestro fanatismo que había observado en los cristianos de Jerusalén, Eliahu se temía que ese día nunca llegaría.
Cuando Eliahu llevaba algo más de un año guiando a extranjeros por Palestina, llegó un grupo de turistas americanos. Procedían de Chicago y ya se conocían al iniciar el viaje, eran buenos amigos unidos por una estrecha alianza. Tampoco se trataba de unos ricos ociosos que viajaban en pos de meras distracciones, sino de burgueses sencillos, ansiosos de conocer el país en que había vivido su Salvador. Los más notables eran un tal Edward Gordon, abogado, y su esposa. También había un médico joven y su hermana, un par de familias de maestros; en total, quince personas. Querían recorrer a caballo toda Palestina y visitar todos los lugares sagrados antes de regresar a su país.