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– Pues se equivoca, señorita Hoggs -dijo la señora con firmeza-. Hemos convivido en paz y concordia durante todo un año y todavía no ha habido un solo conflicto entre nosotros.

– ¿Y qué demuestra su concordia? Estoy segura de que todos ustedes se conocían antes de unirse y que sabían de antemano que eran gente pacífica y honrada con la cual sería fácil armonizar. Si entre ustedes hubiese habido una vieja malhumorada e intransigente como yo, que siempre está provocando a los demás, y a pesar de eso hubiesen conseguido mantener la concordia, entonces sí se merecerían ustedes mi confianza.

– ¿No quiere usted unirse a nosotros, señorita Hoggs, y lo probamos? -repuso la otra con una sonrisa.

La anciana también sonrió.

– ¿Cómo? -exclamó-. ¿Ustedes se atreverían? Recuerde, señora Gordon, que soy la señorita Hoggs y que siempre hago lo que me viene en gana, y que nadie me ha soportado nunca. No le temo a nada, no cambio de parecer y no hay nada que se merezca mi respeto.

– ¿Realmente le gustaría unirse a nosotros, señorita Hoggs? Para nosotros supondría una gran alegría.

La anciana levantó la vista y la mantuvo largo rato suspendida en una alfombra raída que colgaba de una ventana como protección contra el sol y la lluvia. Tal vez, en ese instante, sintió una súbita angustia porque no tenía absolutamente a nadie en el mundo y se estaba haciendo mayor. Tal vez pensara que la vida se vuelve muy pobre a los ojos de quien no tiene más ocupación que viajar de un sitio a otro para distraerse. Tal vez opinara que aquellos americanos se habían impuesto una bella e importante tarea y que quizá valiera la pena intentar ayudarles ahora que ya estaba cansada de todo lo demás. Sin embargo, se abstuvo de comentar nada de todo esto, sino que se dirigió a la señora Gordon en el mismo tono frívolo de antes:

– ¡Óigame usted! Vivo de alquiler en una casa muy grande junto a la muralla, tiene muchas habitaciones, y si usted y sus compañeros se atreven, les dejaré vivir conmigo una semana. Entonces conocerán a la verdadera señorita Hoggs, y si no la soportan, tendrá que prometerme que renunciarán a esa locura de querer implantar la unidad en Jerusalén. Comprenderá que si no pueden con una sola persona como yo, no vale la pena que se esfuercen con el resto. Y bien, ¿qué le parece?

– Se lo agradecemos mucho, señorita Hoggs, y aceptamos encantados su ofrecimiento.

Al día siguiente, los americanos se mudaron a la casa junto a la muralla y conocieron a la verdadera señorita Hoggs. Era una anciana sensata, franca y honesta, y ni por un momento les pasó por la cabeza discutir con ella. Los primeros días daba la impresión de que a la anciana le causara una gran decepción no poder enemistarse con sus invitados, pero antes de finalizar la semana ella misma les propuso entrar a formar parte de su comunidad. Porque, según dijo, les sería útil. Eran todos tan bondadosos que nadie reconocería mérito alguno en su ingreso. En cambio, si aguantaban tener entre ellos a una vieja inflexible y belicosa como ella, sería indudable que realmente existían razones para alabar su concordia.

Cuando los gordonistas llevaban ya unos años viviendo en Jerusalén sucedió que se introdujo en su seno incertidumbre y angustia. Vivían felices y contentos dedicando su tiempo a los pobres y los enfermos de Jerusalén, pero era menester reconocer que la concordia entre los cristianos no había aumentado un ápice. Más bien parecía todo lo contrario, como si la difamación, el acoso y la rivalidad no hubieran hecho más que incrementarse, y además, gran parte de ello iba dirigido contra su propia comunidad. Amigos sí tenían, y donde menos lo esperaban: entre la población judía y musulmana; lo cual también era problemático porque los otros cristianos veían esas amistades con malos ojos. Al final, no podían evitar preguntarse: «¿Hicimos bien en venir aquí? Tal vez malinterpretamos las señales de Dios.»

Mientras los gordonistas se debatían con sus dudas, recibieron la visita de dos marinos franceses. Uno de ellos era tan mayor que había decidido retirarse y el otro era un muchacho que aún no había cumplido los veinte. Su barco estaba anclado en Jafa cargando naranjas y ambos habían obtenido dos días de permiso para visitar Jerusalén.

Los dos se habían hecho muy amigos después de sobrevivir al hundimiento del vapor L'Univers. Nunca olvidarían lo que vieron aquella noche. Su actitud hacia la vida se había hecho más adusta desde entonces, y ya no se sentían cómodos en compañía de otros marinos.

El viejo no padecía efectos notables de aquella desgracia, pero al muchacho sí le habían quedado importantes secuelas. El terror sufrido había sido tan abrumador que cada noche lo revivía en sus sueños. Nada más dormirse soñaba que los dos buques chocaban y que el velero, visto como un pájaro gigantesco que batía las alas, caía en picado sobre el vapor. Luego él exhortaba a la tripulación del velero a salvarse saltando a bordo de L'Univers mientras ellos, a su vez, le gritaban a él que era el vapor el que se hundía, e intentaban pescarlo con un bichero y arrastrarlo hasta su nave. Finalmente, cuando tras ser liberadas las embarcaciones, comprendía que el vapor estaba a punto de irse a pique, caía presa del pánico, y la desesperación por no haberse salvado con el velero era tan intensa que se despertaba. Entonces, temblando de horror y angustia, sollozaba y sufría lo indecible antes de recuperar el conocimiento y ser capaz de decirse que sólo se trataba de un sueño.

Quizás esto no fuera en realidad un gran tormento, pero como se repetía noche tras noche, el sufrimiento que le producía amenazaba con destrozar la vida del joven. Muchas noches no se iba a dormir, sino que se mantenía despierto para eludir la pesadilla, en ocasiones pasaba varias noches seguidas en vela, pero tarde o temprano tenía que dormir y entonces aparecía el sueño. El chico iba de país en país y cada vez que arribaba a un nuevo puerto nacía en él la esperanza de haber llegado a un sitio donde tal vez aquel sueño no diera con él; sin embargo, hasta la fecha no había hallado un refugio donde estar a salvo.

Los dos marinos llevaban apenas unos minutos en Jerusalén cuando, en una calle, se toparon con la señorita Hoggs, ella los reconoció y se los llevó a la colonia. Allí, como es fácil imaginar, los recibieron con los brazos abiertos. Después, Eliahu les acompañó a ver todos los lugares de interés de la ciudad, y los colonos les ofrecieron comida y cama, ya que creyeron que los humildes marinos lo necesitaban.

Sin embargo, los marinos no se alegraron tanto como pudieran esperar los gordonistas. Y es que los franceses habían oído hablar de ellos ya en Jafa, y siempre con desaprobación; la gente comentaba que aquellos americanos que se habían instalado en Jerusalén como un modelo a seguir para otros cristianos sólo frecuentaban el trato de judíos y musulmanes. Los rumores parecían insinuar que los colonos habían renegado del cristianismo y que vivían como paganos.

Sin embargo, los marinos no se atrevieron a rechazar la hospitalidad de los americanos. Les pareció que no podían negarse a pasar una noche en la colonia; a cambio, se prometieron abandonarla a primera hora de la mañana.

Pero al despertarse por la mañana, el joven se incorporó en la cama con un grito de euforia. Acababa de pasar una noche entera sin ser asaltado por su terrorífica pesadilla, y era la primera vez que ocurría desde la noche del naufragio.

El hecho les hizo recapacitar a ambos y dijeron: «Es imposible que estas personas sean unos depravados, hay tanta paz en esta casa que el sueño maldito no ha osado penetrar aquí.» Así que se quedaron todo el día en la colonia para observar el modo de vida de los gordonistas e interrogarles acerca de sus creencias.

Luego pernoctaron una segunda noche en la colonia y tampoco esta vez volvió la pesadilla.